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En el marco del franquismo, la postura respecto de la guerra era algo más que una mera discusión en torno al papel internacional del país o sus obligaciones ideológicas. Era un grave problema en clave interna, del cual Franco no estaba completamente seguro de sobrevivir siendo el jefe máximo e indiscutido de la nación, tal y como él pretendía; pues, esto es claro al menos para mí, contra lo que puedan pensar algunos, el objetivo primero y final del franquismo, a la luz de los hechos, no fue sustantivar la ideología fascista de Estado, ni defender el catolicismo, ni servir de coraza frente al comunismo, sino, única y simplemente, perpeturarse. De hecho, la generación de azules, los nietos del franquismo que construyeron la transición a la democracia, no estaba intentando otra cosa que eso mismo: perpetuar el franquismo. Para Franco, su prioridad siempre fue permanecer en el poder. Y, quizá, la polémica sobre la entrada o no en la guerra mundial fue el momento en el que esa permanencia estuvo (más bien, pudo estar) más en entredicho.
El falangismo irredento, en ocasiones identificado, en otras simplemente utilizado por Serrano Súñer, suponía una presión constante a favor de la guerra (tan fuerte que, meses después, fue necesario inventar la División Azul para que el sistema perdiese parte de esa presión), que Franco no siempre conseguía remansar. En junio de 1940, el general tuvo una prueba fehaciente de hasta qué punto las cosas se enconaban.
Uno de sus más fieles generales, el general Yagüe, en ese momento ministro del Aire, siempre había sido falangista. Al caudillo esto no le importaba demasiado; soportaba que sus generales fuesen monárquicos (Kindelán, Orgaz), falangistas (Yagüe, Muñoz Grandes) o tradicionalistas (Varela); pero, eso sí, a todos los reclamaba ser más fieles a su figura que a sus ideas, y es por eso que siempre se apoyó, en realidad, en militares simple y llanamente franquistas, como Luis Carrero Blanco o Camilo Alonso Vega.
No obstante Franco supo, probablemente a través de sus terminales en el ejército, que obviamente eran muchas, que Yagüe había elegido ser más falangista que franquista. Yagüe es, de hecho, uno de los especímenes que, supuestamente, vigila el inspector Ismael Rebollo de mi novela La oportunidad de Judas. En junio de 1940, la situación hace crisis, y a decir verdad nunca sabremos si Franco fue un pasivo espectador del inicio del problema o, en realidad, lo provocó.
Un capitán del ejército, por iniciativa propia o telegirigido, eso es algo que como he dicho no creo que sepamos, denunció al general Yagüe ante la Dirección General de Seguridad. Los cargos, gravísimos: el general estaría, teóricamente, organizando un golpe de Estado contra Franco, contando con la ayuda del ejército alemán, que en esos momentos entraba como Pedro por su casa en Francia. Yagüe, en efecto, había estado visitando la embajada germana con mucha periodicidad, aunque ni de coña era el único.
¿Era verdad? Sinceramente, lo dudo. Apoyos más explícitos de los que pudo tener Yagüe en su momento de Berlín los tuvo, sin duda, Muñoz Grandes algo más tarde; y, sin embargo, siendo este segundo personaje de amplia ambición, nunca se atrevió a mover un dedo contra Franco, probablemente porque sabía a lo que se podía enfrentar. Lo que sí ocurrió, más que probablemente, es que el general Yagüe se dedicó a visitar determinados salones de Madrid para poner a parir al gobierno español, del que él formaba parte, y al propio Franco, por no entrar en la guerra, decisión que consideraba poco menos que obligada.
A Franco, aquella vez, como otras tantas, no le tembló la mano. Cesó fulminantemente a Yagüe, sustituyéndolo por el también general Juan Vigón (lo que mosqueó muchísimo a los borbones, conscientes de que el candidato natural era Ramón Kindelán, bloqueado por la sola razón de ser monárquico). Las notas que tomó Franco de la reunión entre él mismo, Yagüe y el general Varela para comunicar el cese (publicadas por Luis Suárez), son de una violencia inusitada en el personaje. «En tu despacho», le escupe Franco a su viejo amigo y compañero, «se habla mal del gobierno, de mí y de tus compañeros en él». Y le añade, con una prosodia propia de El secreto de Puente Viejo: «donde crees que hay un disgustado, allí vas a hacer simpatía». Los reproches, que prácticamente ni se refieren a la pretendida conspiración con Alemania (posible prueba, a mi modo de ver, de que nada había de cierto en ella) se acercan al centro de la diana cuando Franco le dice a Yagüe: «No hay disidente o rebelde que no sea amparado en el Ministerio del Aire e incluso pagado con fondos nuestros». Más categórico aún: «Donde hay alguien que mee sangre, ahí estás tú».
Las lecturas de que disponemos, las de Franco-Salgado por ejemplo, nos dejan bien claro que Franco no hablaba así. No era su estilo. Frases tan cargadas de violencia y de reproche están indicando hasta qué punto estamos ante una persona que se siente ampliamente traicionada por alguien a quien exige una lealtad sin mácula. Pero, sobre todo, a mi modo de ver este cese, esta conversación y estas notas están revelando a un Franco sinceramente preocupado por la actitud de los disidentes de Falange, y el hecho de que hayan encontrado su punto débil en las muchas razones que tiene, como estadista, para no entrar alegremente en la guerra, por mucho que lo desease. Que lo deseaba.
Yo no sé, ya lo he dicho, si Franco planificó el cese de Yagüe. Lo que sí sé es que la denuncia recibida tiene bastantes puntos de duda de que pueda tratarse de una acción individual; que la entrevista del cese le cogió a Franco con toda la munición contra su antiguo amigo preparada, pues durante la misma incluso esgrimió una carta que había recibido y que denunciaba a Yagüe por crueldad innecesaria tras la toma de Badajoz (las famosas matanzas de la plaza de toros); y sé, sobre todo, que el principal beneficiado de dicho cese fue el propio Franco. El cese de Yagüe, junto con la dimisión, algún tiempo antes, de Muñoz Grandes en la Secretaría General del partido único, marca el cortocircuito entre Falange y el Ejército; una entente que Serrano necesitaba para poder llevar a cabo sus planes de meter a España en la guerra y dirigir todo el proceso. A partir de ese momento, en el seno de las Fuerzas Armadas franquistas los aliadófilos comenzaron a ser legión. Nosotros, se decían unos a otros, ya hemos ganado nuestra guerra. Franco, como ya dijimos, no compartía ese punto de vista; consideraba que de la entrada en la guerra se podían sacar suculentos beneficios, pero temía malquistarse, sobre todo con Londres; y terminaría por acojonarse cuando los aliados desembarcaron en África, porque eso significaba que podían aplicarse las Canarias cuando les saliese del pingo.
En diciembre de 1940, un almuerzo en El Pardo entre el generalísimo y su corte de generales dejó bastante claras las cosas. Franco sólo permitió que sobre la mesa sobrevolasen los temas de política internacional, pero, al parecer, no fueron pocos los generales que utilizaron los temas de geopolítica para traslucir con transparencia su repugnancia por el proyecto bélico-falanjo-fascista de Serrano.
Al franquismo le surgió otro problema. El 28 de febrero de 1941, fallecía en Roma Alfonso de Borbón, con lo que los derechos dinásticos pasaban a su hijo Juan; mal momento, la verdad, para colocar derechos tan delicados sobre los hombros de un señor tan veleta, tan torpe y tan intelecualmente ajado, pero la institución del mayorazgo es lo que tiene. En todo caso, el hombre que había acrisolado el debate antimonárquico estaba muerto, así pues nada impedía, a decir de los borbónicos, la restauración de la monarquía española. Este hecho ocurrió, no lo olvidemos, cuando todavía España era un proyecto de nuevo Estado fascista, así pues se introducía una nueva distorsión en el proceso que amenazaba con crear un nuevo punto opositor desde dentro del franquismo.
El fascismo español nacionalsindicalista seguía mientras tanto, y nunca mejor dicho, impasible el ademán. Desde el sindicato único, Gregorio Salvador Merino enviaba circulares a los trabajadores comunicándoles avances como que les serían pagados los festivos, apelándolos de «camaradas obreros de la revolución nacional-sindicalista» y terminando con una admonición ecléctica , muy del gusto de aquella Falange: «¡Con Franco hacia la Revolución; por la Revolución hacia el Imperio!».
El 31 de marzo de 1940, este sindicalismo fascista vivió su gran día de gloria, y comenzó a labrar, probablemente, su desaparición. Aquel día se celebró algo parecido a lo que con los años se conocería como demostración sindical. En los años sesenta, la demostración sindical venía a ser una fiesta casposa durante la cual, en el Bernabéu, diferentes grupos realizaban ejercicios gimnásticos y otro tipo de inocuas demostraciones folklóricas. Pero la concentración de marzo del 40 fue todo menos inocua. Con ella, el nacionalsindicalismo quiso decir: éstos son mis poderes. Así pues, la cosa fue lo más parecido a Nuremberg 1936 que se vio jamás en España.
El 31 de marzo de 1940, este sindicalismo fascista vivió su gran día de gloria, y comenzó a labrar, probablemente, su desaparición. Aquel día se celebró algo parecido a lo que con los años se conocería como demostración sindical. En los años sesenta, la demostración sindical venía a ser una fiesta casposa durante la cual, en el Bernabéu, diferentes grupos realizaban ejercicios gimnásticos y otro tipo de inocuas demostraciones folklóricas. Pero la concentración de marzo del 40 fue todo menos inocua. Con ella, el nacionalsindicalismo quiso decir: éstos son mis poderes. Así pues, la cosa fue lo más parecido a Nuremberg 1936 que se vio jamás en España.
Y digo que aquella demostración, miles de disciplinados productores desfilando al cornetín del falangismo, fue el principio del fin, porque a decir de muchos fue el momento en que el Ejército se dio cuenta de que tenía un competidor en su mismo terreno; y decidió aplastarlo. A pesar de ello, el 6 de diciembre de aquel mismo año el nacionalsindicalismo dio otro paso con la Ley de Constitución de Sindicatos, que reguló su estructura y, sobre todo, su papel como organizaciones extendidas a toda la actividad económica con la función de proponer al gobierno medidas en estos terrenos. Un gobierno económico, pues, dentro del gobierno.
Aquella ley, sin embargo, ya no estaba en el punto más alto de la colina alcanzada por el fascismo español; había comenzado el descuelgue del franquismo respecto del fascismo. Aquél comenzaba a aflorar por detrás de éste. El nombramiento de presidentes de los sindicatos nacionales quedó, en el texto legal, en manos del Jefe Nacional del partido, o sea Franco; y no en las de Merino, como pretendía éste. Otra batalla importantísima que perdió Salvador en el texto legal fue que se le negase la función de dictar las reglamentaciones de trabajo, lo que le habría dado un poder casi omnímodo a la hora de regular el bienestar o malestar laboral no salarial; es evidente que los empresarios jugaron fuerte para lograr de El Pardo que embridara esta historia comme il faut. Poco tiempo después, la CRASS fue disuelta, y el gran proyecto financiero del falangismo, el Banco Sindical, se fue, en forma de proyecto, a dormir el sueño de los justos en algún archivador, donde supongo que seguirá; el papel del sindicalismo falangista como proveedor y actor de la economía, por lo tanto, fue eliminado, apostándose definitivamente por la iniciativa privada.
A finales de 1940, al falangismo integrista que sustentaba el serranismo no le quedaban amigos. La clase empresarial, renuente al férreo control que pretendía ejercer el sindicato y asqueada del discurso radical-revolucionario de Merino y Sotomayor, se colocó definitivamente de canto y, a través de Demetrio Carceller, ministro de Industria desde octubre de aquel año, comenzó a segar la hierba que pisaba el proyecto fascistizante; y no se olvide que empresarios quiere decir banqueros y que, desde que llegó a España la Restauración alfonsina, y con el único paréntesis de la guerra civil, no ha habido en España un solo gobierno que no haya escuchado a los banqueros. El Ejército ya tenía claro lo que tenía que hacer. Y la Iglesia no perdonaba la fagocitación de sus organizaciones rurales, a pesar que todas ellas le profesaban a Franco una fidelidad total.
En su ceguera totalitaria, al fascismo español todo esto le daba igual. Serrano seguía confiando en su capacidad de manejar a su cuñado, o tal vez pensaba que el general aun consideraba impagables las deudas de gratitud adquiridas con él durante su ascenso al poder en la guerra; o sea, no conocía muy bien el percal, pues son muchas las pruebas que nos deja la Historia de que Franco era de ésos del antes de meter todo es prometer, pero después de haber metido, no hay nada de lo prometido. El sindicalismo falangista seguìa pensando en sí mismo como el ente de poder más importante de España, y no es un sentimiento que deba ridiculizarse, pues hasta el final del propio franquismo, los restos de ese nacionalsindicalismo controlaron instituciones fundamentales del régimen, como las Cortes.
En suma y en el fondo, lo que había en la España de 1941 era dos bandos ganadores de la guerra civil que estaban convencidos de que dicha victoria se les debía en el exclusiva. Uno era el falangismo y el otro era la clase militar. En mi opinión, Franco tenía una idea de su régimen muy parecida al famoso experimento biológico del pulpo, la anguila y la langosta. Los tres animales se odian a muerte entre ellos, pero tienen un problema: el pulpo mata con facilidad a la a langosta, pero la anguila, escurridiza entre sus tentáculos, puede con él. La langosta acaba fácilmente con la anguila gracias a sus pinzas, pero teme al pulpo. Y para la anguila, matar al pulpo es cosa de niños, pero sabe que eso la dejaría a merced de la langosta. Conclusión: tres animales que desean ardientemente matarse entre ellos conviven sin agredirse en un acuario.
En aquel acuario que era España, Franco creía ser el hombre capaz de garantizarle al ejército la morigeración de Falange. Tenía muy claro que el ejército, si quería, podía sacarlo del trono (yo te puse, yo te quito); pero jugaba claramente la carta de ser el garante de que Falange no se lanzara a la conquista del Estado. Su idea era que eso duraría la vida entera sin generar grandes conflictos. Pero se equivocó y, porque se equivocó, se vería abocado a echar mano, en tiempos de paz, de soluciones de guerra.
En 1941, en todo caso, había muchas razones para que el falangismo exhibiera prudencia. Pero decidió hacer exactamente lo contrario. En la primavera de 1941, con un par, cortó el mus de la posguerra e, inesperadamente, cantó órdago.
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ResponderBorrarhttp://www.zweiterweltkrieg.org/phpBB2/viewtopic.php?t=3576
A mi juicio aquí están los verdaderos motivos de porque España no entra en la IIGM y de la amistad de Franco con Carrero Blanco.