El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
Romanov, sin embargo, tenía un problema para llegar adonde quería llegar; un problema llamado Gorvachev. Era joven como él, y tenía más apoyos. Romanov sufría “la maldición de Leningrado” que había pesado sobre otros antes que él: viniendo de allí, carecía de apoyos en Moscú, que eran los que realmente valían para construir una estructura propia de poder en el Comité Central. Así las cosas, tuvo que improvisar, y es por eso que se acercó a Chernenko. Su estrategia consistía en que el secretario general muriese lo antes posible para, así, poder heredar él su estructura de poder en el Politburo. Pero tenía que ser cuanto antes, porque todos eran muy mayores y eran susceptibles de cascarla.
Para mejorar sus posibilidades, nada más morir Andropov, Romanov comenzó a labrarse una imagen de conciliador que, desde luego, de dentro no le salía. Entre otras cosas, se convirtió en uno de los altos políticos soviéticos que con más pasión y más veces hablaba de la necesidad de un entendimiento entre la URSS y los Estados Unidos. Le funcionó. Cada vez más, Tikhonov comenzó a confiar en él para acompañarlo en el aeropuerto de Moscú al recibir a gentes del exterior; y de ahí saltó a las reuniones internacionales propiamente dichas. Cada vez estaba en sitios más preeminentes, ganándole espacios a Gorvachev. Porque de eso se trataba: Gorvachev versus Romanov. Chernenko, en todo aquello, era un rozamiento despreciable. Hacia dentro, sin embargo, Romanov no movió un ápice sus posicionamientos ultraconservadores, defensores de que la URSS tenía que permanecer ajena a los vientos del liberalismo. Lo hacía, sobre todo, para no perder el apoyo de sus dos grandes valedores en el Politburo: Ustinov y Aliev.
Aliev era un extraño ejemplo de mandatario comunista. La principal habilidad que había demostrado, y en esto se parecía a Chernenko, era controlar a los demás. El elemento fundamental de su carrera en el Partido fue la coordinación de la comisión interministerial encomendada del cumplimiento (o sea, del incumplimiento) de los objetivos marcados en la producción de bienes de consumo para elevar el nivel de vida del soviético medio. En todo caso, sus credenciales principales, como ocurría siempre en la URSS, no tenían que ver con su trabajo en pro del ciudadano, sino con sus movimientos partidarios en la oscuridad. Aliev había sido un claro valedor de Andropov cuando el secretario general llegó al poder; pero, por así decirlo, cuando éste murió, colocó su capacidad y su influencia en almoneda, buscando mejorar su posición personal. Contrariamente a lo que era norma en el Partido, fue nombrado líder del mismo en su propia república de origen, Azerbayán. Esto le convirtió, asimismo, en el primer azerí que llegó al Politburo, así como la promoción a primer viceprimer ministro. Políticamente, muerto Andropov, Aliev se convirtió, básicamente, en un partidario de Gorvachev; pero jugando la carta de Chernenko siempre que le convenía.
Aliev sucedió al frente del Partido y de la seguridad en Azerbaián a Semen Tsvigun, de quien ya hemos hablado. En su sustitución, aplicó la mano de hierro sobre la economía azerí, pero lo cierto es que, a base de disciplina, consiguió revivirla. Aliev, de hecho, se convirtió un poco en el modelo de Andropov, quien soñó con hacer lo que él había hecho en Azerbaián, sólo que en toda la URSS. Muerto Andropov, sin embargo, Aliev se encontró con un Chernenko que abominaba bastante de esa forma de hacer las cosas. El nuevo secretario general hubiera podido mandarlo a la mierda; pero vista su precaria posición en el Politburo (la de Chernenko, se entiende), no pudo.
Chernenko, en suma, tuvo que enfrentarse a una situación inusitada en la Historia de la URSS, pues nunca el Politburo había estado tan dividido en facciones que miraban cada una estrictamente por lo suyo; con elementos en medio de ellas jugando siempre a apoyar a quien más chuches les comprasen. Esta situación, en un sistema como el soviético, no podía durar. Lo lógico es que el secretario general usase su poder para cargarse todo ese sistema, cesando a los miembros del Politburo más díscolos, condenando a la muerte política a todo aquél que no aceptase el principio de que todo el poder es para el primer secretario general. Nunca sabremos, sin embargo, si Konstantin Chernenko quería hacer eso porque, en cualquier caso, se murió antes de poder embarcarse en la misión.
Todo el mundo mínimamente bien informado en la URSS de Chernenko sabía que el secretario general daba las gracias por despertarse cada amanecer. Todo el mundo estaba esperando su muerte cada miércoles. Y, en consecuencia, cada miembro de la elite se encastilló en su despacho: Gromyko en los temas exteriores, Ustinov en el mando de las Fuerzas Armadas, Aliev y Romanov en la industria. Schervitsky y Kunaev se convirtieron en virreyes en sus repúblicas, estableciendo en ambos casos unas amplias redes de corrupción a las que nadie en Moscú osó investigar. Y luego estaba Gorvachev, quien no se sabía muy bien, ni siquiera él lo sabía, a qué se dedicaba; lo cual fue toda una ventaja para él, puesto que pudo dedicarse en cada momento a lo que más le interesó.
En una palabra, ya nadie iba al volante.
Chernenko había llegado a la secretaría general como resultado de un pacto en el Politburo, pacto que hacía intocables los privilegios de cada uno de sus votantes. Con el tiempo, esos privilegios se extendieron a las repúblicas y las secretarías del Comité Central. En la práctica, esto quería decir que Chernenko sólo tenía poder para cesar y sustituir a aquellos cuadros del Partido que no tenían padrino (o no lo buscaban a tiempo). Y, además, suponiendo que consiguiese el placet del Politburo para cesar a alguien, estaba por ver que le permitiesen sustituirlo con su candidato.
Otro problema para Chernenko era su falta de contactos en el KGB, especialmente desde la muerte de Tsvigun. Viktor Chebrikov, ya lo hemos visto, era un hombre de Andropov, como lo era Fedorchuk. Tan sólo a mediados de 1984 consiguió Chernenko, y eso con calzador, introducir un nuevo vice jefe del KGB en la persona de Nikolai Yemyakhin. Fue gracias a él que pudo meter cuchara en la grave situación en Letonia.
La república báltica registraba cada día más agitación social nacionalista, así pues era necesario nombrar a un jefe comunista local que fuese resolutivo. El elegido fue Boris Karlovitch Pugo. Aquel nombramiento fue muy importante para Chernenko, quien consiguió colocar en la elite del poder local de una república a alguien que le debía a él dicho nombramiento.
Boris Pugo. Vía Wikipedia.
Otro problema para Chernenko era controlar al Ejército. De los numerosos viceministros de Defensa que tenía el gobierno soviético, ninguno le era especialmente leal al secretario general; y el Ejército era el patio de atrás del general Ustinov, que lo manejaba a su conveniencia. La oportunidad se la ofreció la retirada de Kiril Semionovitch Moskalenko, con 82 años (de hecho, moriría en 1985), y que ocupaba la jefatura de Inspección del Ejército y era viceministro de Defensa (Moskalenko había tenido un papel protagonista en toda la movida que se llevó por delante a Lavrentii Beria, y que algún día os contaré). Chernenko consiguió sustituirlo con alguien de su cuerda, el general Vladimir Leodinovitch Govorov.
Kiril Moskalenko. Vía Wikipedia.
Govorov era hijo de Leónidas Govorov, un famoso general de la segunda guerra mundial, y había hecho una labor bastante satisfactoria comandando las tropas del distrito militar de Moscú. Chernenko lo impulsó a miembro candidato del Comité Central, primero y, después, miembro de pleno derecho. Era un hombre joven, menos de sesenta años; lo que presentaba un aliciente para Chernenko a la hora de contrarrestar a Ustinov, quien estaba ya al final de su carrera.
En la sutil política de gestos en que se había convertido el PCUS, Chernenko puso también mucho empeño en rediseñar el liderazgo comunista en la república de Karelia. Lo hizo porque este territorio había sido, sin duda, uno de los feudos fundamentales de Andropov; así pues, para él era importante controlarlo para dejar claro que el mundo, o sea, el mando, había cambiado. Era secretario general del obkom Iván Illitch Senkin, un auténtico virrey regional que había gobernado la república durante un cuarto de siglo. Fue transferido al Soviet Supremo para ser sustituido por Vladimir Sebastianovitich Stepanov, que ya era secretario del Comité Central local; lo cual rompió la regla general de que los primeros secretarios generales no salían normalmente del PC local y vino a revelar la dificultad que tenía Chernenko a la hora de encontrar felices partisanos en Moscú dispuestos a cumplir sus órdenes.
Uno de los signos de que Chernenko, muy a su pesar, tenía el poder pero no lo ejercía, es que su época fue, con diferencia, la de mayor libertad de prensa, so to speak, en la URSS. Nunca como en tiempos de Chernenko se conocieron en los periódicos historias varias de pasotismo, dipsomanía, funcionamiento putomiérdico en las fábricas e incluso en el Partido. Pero eso no era porque todo aquello estuviese ocurriendo en ese momento, sino porque publicarlo era una forma de desafiar el tenue poder del secretario general. Evidentemente, la estrecha identificación de Viktor Afanasiev, el editor de Pravda, con Gorvachev, no ayudó mucho a Konstantin. De hecho, un vez que tuvo que resignarse a la idea de haber perdido el Pravda, Chernenko decidió apoyarse en el segundo periódico del país, Izvestia. Se deshizo del editor de este periódico, Lev Nikolaevitch Tolkunov, que había sido decididamente apoyado por Andropov. La opinión del periódico fue puesta en manos de un viejo oponente de Afanasiev, Ivan Laptev.
Nunca sabremos, en realidad, cuáles eran las verdaderas opciones de Chernenko relativas a la carrera de armamentos. En textos oficiales, entre ellos una entrevista sobre la materia que consiguió que le hiciese Pravda, Chernenko se mostró partidario de discutir una reducción del arsenal nuclear. Sin embargo, nunca sabremos si todo aquello era retórica para buscar una diferenciación interna o verdadero sentimiento sincero. Por lo demás, Chernenko no estaba en condiciones de lanzar un desarme por sí solo, pues carecía del poder suficiente en el Politburo para ello.
El 10 de abril de 1984 comenzó la reunión del Comité Central. Si Chernenko había contado con soltarle a los jerarcas del Partido un discurso que les ilusionase y los colocase en apretada falange tras él, se quedó con las ganas. Su discurso fue frío, insulso, repleto de lugares comunes socialistas, exento de recetas para hoy y consiguientemente trufado de las habituales promesas de futuro que todo comunista receta siempre. Eso sí, hizo una sugerencia en su discurso que, de alguna manera, adelantada la labor que, poco tiempo después, iniciaría Gorvachev. A la hora de destacar la necesidad de que el país afrontase reformas y la manera de vertebrarlas, sacó a pasear un elemento olvidado de décadas atrás por el PCUS: los soviets. Sí, ésos que, según Lenin, tenían o debían tener todo el poder; pero que, en realidad, en aquel sistema comunista no mandaban una mierda. Ahora, por lo mismo, se habían convertido en lo más de lo más de la rehabilitación comunista. Los miembros del Comité Central debieron pensar que su secretario general había mamado más de lo habitual.
La propuesta, en cualquier caso, no galvanizó a nadie. Como tampoco lo hizo su propuesta de política económica que, la verdad, no contenía ni una sola idea nueva o sorprendente. Como siempre, y desde sus creencias que desde luego eran muy profundas, todo lo solucionaba Chernenko a base de intensificar el trabajo ideológico. O sea: más comunismo en un país cuyo problema era, precisamente, el comunismo. Chernenko ofreció "combinar la creatividad personal con la iniciativa; la organización de un trabajo armonioso y cooperativo; la instrumentación de relaciones laborales eficientes; la vista puesta en las necesidades de los trabajadores”. O sea: la gallina.
El único punto en el que verdaderamente bajó al terreno de las propuestas, y es el que le ha ganado en algunos resúmenes de su vida la vitola de reformador en este campo, fue el educativo. Chernenko abogó por una reforma profunda del sistema educativo, capaz de formar a los ciudadanos soviéticos en aquellas materias que necesitarían para triunfar en la vida laboral. Propuso realizar dos planes quinquenales educativos consecutivos, que mejorarían los conocimientos prácticos de los educandos, acercándolos al socialismo.
Como tenían por costumbre, pues, los altos miembros del Partido Comunista de la URSS se reunieron, aquella primavera de 1984, para constatar que estaban encantados de haberse conocido. Ellos tenían su vodka y sus putas, y con eso, claro, les llegaba y les sobraba. Pocas voces, si es que alguna, se escucharon en aquella reunión, como todas las anteriores, puramente masturbatoria, sobre la situación deplorable en la que se encontraba el país y los habitantes por lo que se suponía que ellos lo hacían todo. Un país que había ganado para entonces, nominalmente o mejor cuantitativamente, la guerra del armamento nuclear; pero lo había hecho a costa de construir un país que era incapaz de alimentarse a sí mismo, mucho menos cumplir con sus compromisos en ese sentido frente a sus países satélite; y, sobre todo, un país que había caído, en los 24 o 30 meses anteriores, en una tendencia generalizada a la apatía, el pasotismo, el nihilismo y el alcohol.
Pero pedirles que fuesen conscientes de eso habría sido demasiado para los camaradas miembros de la Luminaria del Progresismo Mundial.
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