El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
Conforme los años de Chernenko fueron avanzando, la URSS entró en una gravísima crisis de suministros. La agricultura soviética, simplemente, se gripó. Fue el reflejo en el campo del estado general de corrupción, pasotismo y alcoholismo que se podía apreciar en la economía en general. Los salarios eran muy bajos y el nivel de vida putomiérdico. Si los analistas de turno se hubiesen fijado en estos datos, tal vez no les habría cogido tan por sorpresa la desintegración de la Unión que se iba a producir en muy pocos años.
Los gobernantes de Chernenko tomaron la decisión de reaccionar a estos problemas de una forma pragmática. Muchos de ellos habían llegado a concluir que el comunismo era una mierda; pero era su mierda y, además, muchos, después de décadas de educación en ese sentido, temían sinceramente las consecuencias del capitalismo. Así las cosas, los cambios introducidos en el día a día de la gestión de la URSS fueron muy poca cosa, y con escaso impacto para la gente. Eso sí, para los ciudadanos, Chernenko fue, probablemente, mejor gobernante que Andropov, puesto que si éste se basó siempre en el estímulo negativo, aquél era un claro partidario de los positivos.
En todo caso, si una cosa define el gobierno de Chernenko es la palabra sinceridad. Chernenko, que técnicamente fue el penúltimo mandatario comunista soviético y políticamente hay quien le considera el último, fue el primero que tuvo que enfrentare al hecho de que el comunismo había fracasado en Rusia. Desde la NEP hasta los años ochenta, la URSS había intentado muchas cosas; y, la verdad, ninguna había funcionado. Por lo demás, la última y paradisíaca etapa del comunismo quedaba cada vez más lejos. Para la URSS, de hecho, no quedaba otra salida que reconocer que se había quedado atrás en la guerra tecnológica, y convertirse en una más de las economías del mundo copiotas, dedicada a tratar de reproducir los avances que a otros les estaban procurando su crecimiento económico y social.
El régimen, por otra parte, estaba en una posición esquizofrénica. La Prensa oficial (o sea, la única) no paraba de destacar los avances de la productividad y la riqueza en la URSS; avances que, de todas formas, eran avances estadísticos cuya base no era muy real. Pero, al mismo tiempo, el año 1984 se convirtió en un año en el que esa misma Prensa publicó, con una liberalidad inusitada, casos de corrupción y mal funcionamiento en fábricas y granjas. Sin embargo, la política industrial seguía siendo ciega. La Administración Chernenko proseguía apuntada a la tradicional estrategia estalinista de huir hacia adelante (si las fábricas producen poco, lo que hay que hacer es producir más fábricas); una estrategia que no hacía sino reproducir las disfunciones. Pronto, además, los bienes de equipo nuevos, con la última tecnología, comenzaron a escasear; y, dado que las fábricas nuevas tenían prelación, las antiguas comenzaron a fosilizarse. Y los trabajadores, que contemplaban eso, cada vez bebían más y se la sudaba todo más aún. Las cifras de producción agrícola de 1984 ni siquiera se publicaron. Para qué...
La gente esperaba años en lista de espera antes de recibir un apartamento. El transporte público parecía del siglo anterior. Era imposible conseguir alguien que fuese a tu casa a reparar una cañería, o reparar el coche tras una avería. El Estado, sin embargo, seguía a lo suyo, ajustando muy a menudo los objetivos a los resultados para poder decir que cumplía. Pero ya no engañaba a nadie. Todo el mundo se acostumbró a la existencia de amplios mercados negros, muchos de los cuales alimentaban los bolsillos precisamente de los burócratas que tenían que poner las cosas a funcionar. Carecían, claro, de incentivos para mejorar las cosas. En el paraíso del comunismo, al mismo tiempo que en la prensa occidental los enteradillos de La Sexta de turno nos contaban que en la URSS la Sanidad era universal y gratuita, la mujer de un hombre enfermo que quisiera un tratamiento adecuado para su marido tenía que pagar coimas abusivas. Pero es que lo mismo pasaba hasta con los peluqueros. Todo el mundo que podía vivía en y del mercado negro.
El Partido, por supuesto, llegó a la conclusión (formal) de que debía luchar contra el mercado negro. Pero, en realidad, nunca lo hizo con eficiencia. Primero porque, como digo, muchos de los consejeros-delegados de aquel mercado ilegal eran ellos mismos. Y, segundo, porque la gente había llegado a la conclusión de que el mercado negro funcionaba y el legal, no; y, consiguientemente, lo prefería.
Chernenko impulsó, en agosto de 1983, el documento gubernamental sobre avance tecnológico de la industria soviética más ambicioso de toda su Historia. Hay que decir, en puridad y para consuelo de los muy, muy partidarios de lo rojo, que todos los líderes soviéticos, desde Lenin, habían incluido en su retórica el reto de tecnificar la URSS. Sin embargo, todos los que llegaron antes de Andropov lo hacían, más o menos, como si la tecnología fuese a aparecer a metro y medio de la superficie cavando en algún lugar a las afueras de Moscú. Chernenko fue el primero que partió de la base cierta de que la tecnología estaba en otra parte, y que a la URSS no le quedaba otra que tratar de empatar el partido o perderlo por un margen pequeño.
Pero lo perdió: el mismo año 1984, los objetivos del plan de 1983 se incumplieron.
En ese entorno, Chernenko tuvo que tragarse otro sapo comunista. El sapo: la planificación centralizada. En la URSS, décadas después de la NEP (estrategia que, no se olvide, era poco menos que una estrategia de guerra) se permitió, si no la propiedad privada, sí cuando menos la iniciativa privada de algunas industrias, que pudieron organizarse como les parecía más correcto. La respuesta fue inmediata: en esos establecimientos, los salarios de los trabajadores cualificados se dispararon. Aquellas industrias, que de todas maneras eran muy pocas, comenzaron a conseguir alguna que otra cosa; pero eso, claro, inmediatamente disparó la inquietud de sus ministros y viceministros, y del propio Chernenko, quienes vieron la semilla de una seria pérdida de autoridad y mando sobre ellas.
Al final del camino, con Konstantin Chernenko hay una duda que no se puede resolver. La tienes que resolver tú dentro de tu cerebro. ¿Fue Chernenko un creyente sincero de la convivencia entre la planificación central y la iniciativa privada, de la legalización de partes del mercado negro, del aumento de los derechos de los trabajadores y de su bienestar? Todo esto se intentó durante su corto mandato; pero yo, la verdad, no creo que fuesen intentos sinceros. Igual que me pasa con Gorvachev, a quien todo el mundo tiene por un demócrata convencido y yo veo más bien como un demócrata accidental y sin otra alternativa, para mí Chernenko es el mismo tipo que sus predecesores: un tipo que, si hubiera podido, habría enviado al KGB a las granjas a hostiar a los niños delante de sus padres para que trabajaran más. Lo que le pasa es que los tiempos lo convirtieron en otra cosa. Pero su cambio, de sincero no tuvo nada.
Chernenko hizo cosas que parecen lo que no son. En algunas áreas rurales en las que la producción era especialmente putomiérdica, impulsó la transferencia de parte de las granjas a familias que tendrían autonomía de explotación. Pero eso no es permitir la propiedad privada; es trasladar un marrón (y por eso mismo no funcionó). Lo cierto que es que tanto Chernenko como los hombres que mandaban en el país con él siempre estuvieron acojonados con la posibilidad de perder su poder y su mando (ergo, sus privilegios).
En los años sesenta, Nikita Khruschev le había prometido al pueblo soviético que en veinte años (es decir, más o menos en el mandato de Chernenko) la URSS había superado a Occidente en bienestar personal. En 1984, la retórica había cambiado. Chernenko seguía hablando del objetivo de superar al resto del mundo en nivel de vida; pero ya no le ponía fecha a las cosas.
La URSS de Chernenko, por otra parte, practicaba, en el despacho de su secretario general, una relativamente generosa política de comprensión hacia Occidente; pero, internamente, era más belicosa contra su enemigo de lo que había sido nunca. La televisión soviética comenzó a emitir, casi cada noche, imágenes de enfrentamientos militares en El Salvador, Nicaragua o Angola, buscando reproducir la retórica de la Alemania nazi provocando una agresión global. Chernenko, sin embargo, como os he dicho, mantenía un actitud más ambivalente. Él era el fruto de la URSS de Breznev y Andropov; esa URSS a la que el miedo a los Estados Unidos había impulsado a llevar a cabo un desarme a cualquier coste. Chernenko, por lo demás, se encontró con que el desarrollo en EEUU de la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica dejaba todos aquellos pretéritos esfuerzos en nada. Así que decidió parlamentar.
La Casa Blanca, percibiendo la duda, invitó a Chernenko para una cumbre. Chernenko no dijo que no, pero tampoco podía decir que sí. Personalmente, no estaba en condiciones de afrontar un viaje largo. Por lo demás, era extremadamente débil en materias exteriores, con Gromyko jugándole a la contra casi en cada momento. Así las cosas, Moscú anunció que podría reunirse con el presidente americano en Helsinki o Viena; pero casi inmediatamente retiró la propuesta. La razón: tanto Ustinov como Gromyko estaban en contra de la convocatoria y, en esas circunstancias, Chernenko no tenía gran cosa que decir salvo hola y adiós. Como ya os he insinuado, se atrevió a sugerirle a Mitterrand y Genscher, que lo visitaron en Moscú, que habría que reducir el arsenal nuclear; pero Gromyko, rápidamente, desmintió esas perspectivas.
Hay quien piensa, de hecho, que Andrei Gromyko, en aquellas semanas o meses, se convirtió, sino en el líder, sí en la voz más autorizada del Politburo. Chernenko estaba enfermo, no tenía ya reuniones largas, apenas recibía delegaciones extranjeras; ni siquiera daba discursos largos. No tenía capacidad de enfrentarse a sus enemigos en el Politburo, así pues dejó de plantear sus propias batallas. La URSS se frenó sobre el frenazo.
Chernenko falleció en los inicios de 1985. Pero ya durante toda la segunda mitad del año anterior, en el seno del Politburo el gran tema era sucederle. Lanzar este debate no sirvió sino para demostrar lo enormemente dividida que estaba la cúpula comunista. Se intentó, más que probablemente, llegar a un acuerdo definitivo, pero no fue posible. Los partidarios de Chernenko todo lo jugaron a la supervivencia de su líder, mientras que sus enemigos comenzaron a construir sus propias bases de poder, para poder estar bien situados cuando la pelea comenzase de verdad. Aquello, de hecho, proveyó a Chernenko con unos últimos meses de relativa tranquilidad política, ya que Gorvachev y Romanov estaban demasiado ocupados luchando entre ellos. El terreno, si embargo, donde su libertad estaba claramente limitada eran los temas exteriores. Gromyko no tenía aspiraciones a ser secretario general y eso, paradójicamente, le daba libertad para defender su estrategia de dureza frente a Occidente con mayor libertad. Una prueba de las imposiciones que el ala dura del Politburo le hacía a Chernenko fue la decisión de que la URSS no fuese a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Esta decisión fue impuesta en el Politburo por una mayoría liderada por Gromyko y Romanov, no se consultó con el resto de países satélite, y se basó en el principio, bastante difícil de sostener, de que los atletas soviéticos podrían pasarse a Occidente en masa. Gromyko, Romanov, Chevrikov y Ustinov formaron una sólida mayoría a favor del boicot, y Chernenko o no quiso, o no pudo, oponérseles. Para entonces, el secretario general estaba intentando tibios acercamientos con Washington. Sus camaradas en la elite quisieron lanzarle el mensaje de que no se sobrase.
En la sesión del Soviet Supremo de 17 de noviembre de 1984, el presupuesto de Defensa soviético se incrementó de 17.000 millones de rublos a 19.000 millones. Fue un mensaje para Occidente: no vamos a parar. Sin embargo, semanas después, en enero de 1985, Chernenko aceptó la asistencia de la URSS a las negociaciones de Ginebra, aunque lo vendió con la condición previa de que los EEUU detuviesen el despliegue de misiles en Europa.
En los días en los que escribo estas notas, que todavía no se ha definido la crisis ruso-ucraniana, proliferan los mapas y los datos en redes sociales, sobre todo por parte de aquéllos que abogan por comprender la posición de Putin, en los que se trata de demostrar que el atlantismo está cercando a Rusia. Los dizque expertos que manejan estos datos serían un poquito más expertos si, además, explicasen que esa situación, en realidad, no es una situación que afecte a Putin. Esa situación ya la vivió Chernenko. La URSS de Konstantin tenía al enemigo al Oeste cada vez más fuerte, sobre todo desde que Reagan impulsó la SDI. Tenía, en el sur, a una China que hacía las cosas por su cuenta y, por lo tanto, estaba muy lejos de considerarse una aliada. Tenía en Afganistán las consecuencias de una guerra totalmente desastrosa que había destrozado el prestigio soviético en el Tercer Mundo. Y tenía unos países satélite en los que la hostilidad hacia la URSS era creciente a causa de la incapacidad que mostraba a la hora de acudir en auxilio de sus economías destrozadas.
Así las cosas, Chernenko intentó contraprogramar a Gromyko, por así decirlo, con gestos como invitar a Moscú al millonario estadounidense, conocido como “el capitalista preferido de Lenin”, Armand Hammer. Hammer, efectivamente, había conocido y tratado a Lenin, y había sido algo así como un enviado de Kennedy en la URSS durante la crisis de los misiles.
A través de éste y otros contactos, Chernenko propuso una revisión de los arsenales de ambos bandos, sin condiciones previas, así como la revisión del llamado acuerdo SALT 2, o segundo acuerdo para la limitación de armas estratégicas.
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