Todas las tomas de esta serie:
En la madrugada del 15 al 16 de julio de 1969, los directores de los medios de comunicación del Movimiento tuvieron una noche movidita. Tarde ya en la tarde les llegó la orden de incluir en sus ediciones del día siguiente una noticia inesperada, y de la que es posible que en algún momento de la tarde sólo estuviesen enteradas cuatro personas en Madrid y quién sabe si en España: el general Franco, el almirante Carrero, Antonio Iturmendi (presidente de las Cortes) y Antonio María de Oriol, ministro de Justicia y notario mayor del Reino.
Esa noticia era la convocatoria extraordinaria de un pleno de las Cortes para tratar el asunto de la sucesión.
El general Franco, si hemos de creer a las personas cercanas a él que han dejado escritos sus recuerdos, nunca dejó de pensar en su sucesión desde que impulsó la Ley que lleva dicho nombre. Las cosas se pueden, incluso se deben, ver de otra manera: dentro de la preocupación constante de Franco por adquirir y luego conservar el poder, Franco pronto integró la cuestión de cómo montárselo para que el debate sucesorio no se lo llevase por delante. Todo lo que hizo Franco, por lo tanto, fue hacer las cosas de tal manera que todo el mundo, también los monárquicos, aceptasen el principio, que si se piensa dos veces es una gilipollez, de que la sucesión al trono de España debía de pasar por él, que era un civil que, por no llegar, ni había llegado donde Espartero, que fue príncipe y pudo, si hubiese querido, ser rey.
En los años sesenta, sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar. En primer lugar, Franco comenzó a pensar en la muerte, como le corresponde a una persona que alcanza edades que empiezan a salirse de las tablas de mortalidad al uso. Desde 1936 hasta 1957, más o menos, la relación de Franco con el poder es una relación basada en la pregunta de cómo conservarlo. Pero a partir de la segunda mitad de los cincuenta, para Franco permanecer en el poder ya no es un problema. El famoso manifiesto del Partido Comunista de 1956, aquél en el que acepta el principio de la reconociliación nacional y renuncia, de una forma más o menos expresa, a echar a Franco por la violencia (o sea, admite que el ejército rojo, en efecto, está cautivo y desarmado, y que las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos), es un documento que para Franco tiene el significado básico de que sus adversarios en el exilio, finalmente, aceptan barco como animal acuático. Para entonces, la República en el exilio ya sólo es legítima para México y dos o tres más, y tiene presidentes que en ocasiones no tienen ni para un taxi. Comienza, desde luego, la oposición interior; en 1962 el país se convulsiona con un rosario de huelgas, y la universidad incrementa exponencialmente su conflictividad, acorralando al SEU. Pero los árboles no deben impedir ver el bosque. Era una oposición conocida y en buena medida controlada.
La agitación de los sesenta; los susurros de las cancillerías occidentales, que ganan en decibelios desde el momento en que España se declara candidata a entrar en la Comunidad Económica Europea; la propia edad de Franco; y, sobre todo, la demanda sin ambages de toda una clase política que barrunta que en cualquier otra pecera que no sea la franquista no sería capaz de respirar y sobrevivir, hacen que los años sesenta sean los años en los que Franco se pasa las horas cavilando el asuntillo de quién le ha de suceder.
Mi idea a este respeto es bastante plana y sencilla. A despecho de que Franco había declarado España Reino y, por lo tanto, había comprometido que algún día tendría un rey reinante, la idea de Franco no era entregar el país a la monarquía. Esa idea era la de una buena parte del gotha militar español, que no es exactamente lo mismo. Ya hemos visto en pasados capítulos de esta serie que los militares monárquicos habían aceptado a Franco como un bueno, pero...; una solución de compromiso. A principios de los sesenta, sin embargo, sobre todo a partir del momento en que los planes de desarrollo comenzaron a dar dividendos, habría que ser idiota para sostener que Franco seguía siendo una solución provisional. Disparando la economía española como un cohete, colocando un Seat 600 en la acera junto al portal y una tele en el salón de cada casa, los tecnócratas le entregaron a Franco lo que éste había ambicionado siempre: la legitimación, por la vía de los hechos, del franquismo, no como estrategia de mando para ganar una guerra, sino para ganar un país. Para siempre. Atado y bien atado, bla.
El problema de Franco, sin embargo, es que era tan exigente con quienes se le acercaban, era tan renuente a cualquier mácula en la creencia franquista, que limitó sus aspiraciones de sucesión a su propia generación, lo cual fue la mejor forma de ponerse al propio franquismo un rejón de muerte. Sus alternativas, en efecto, eran pocas.
Las dos grandes alternativas de sucesión que le aportaban sangre nueva y joven se autoanulaban la una a la otra. Me refiero, obviamente, a tecnócratas y azules. La tercera pata, los tradicionalistas, perdía sitio a marchas forzadas a causa de las innúmeras, y profundas, querellas ideológicas internas del carlismo.
Franco podría, de hecho, entregar el país a los tecnócratas. Podría, por ejemplo, haber nombrado presidente del gobierno a Carrero (a lo largo de los sesenta, se entiende), o incluso a López-Rodó, dejando que el Estado rulase poco a poco dentro de los esquemas de un gobierno desideologizado que fuese pareciéndose cada vez más a la democracia cristiana europea y que, finalmente, haciendo uso de las buenas relaciones con Estados Unidos, el rollo de parar el comunismo en Europa y bla, haber generado una especie de PRI a la española que detentase el monopolio del poder de facto. Es muy probable que ese fuese el sueño de muchos tecnócratas, de hecho. Pero contra esta posibilidad se alzaban tres peros.
En primer lugar, los tecnócratas no eran un partido, ni una facción organizada. Contra lo que piensan muchos de que aquellos políticos se pasaban el día en casas de oración del Opus Dei maquinando sus estrategias, no es verdad; la relación entre algunos tecnócratas, de hecho, era bastante superficial, cuando no directamente inexistente.
En segundo lugar, y éste es un pero de grandísima importancia teniendo en cuenta la sicología de Franco, esto suponía generar una élite gobernante en España cuyos vínculos con la guerra civil eran, por decirlo suavemente, tenues. Incluso cuando era ya sólo un conjunto tembloroso de huesos cubierto con piel arrugada, Franco seguía dejándose ver en el Valle de los Caídos, con su boina, su camisa azul y su corbata negra, honrando a sus caídos. El general no concebía una España que no estuviese todo el día pensando en la guerra civil y buscando en ella sus referencias; en eso se parecía a no poca gente de hoy en día. Franco aceptaba trabajar con unos tipos que sólo sabían hablar de la balanza de pagos, el spread de la deuda y las condiciones del mercado mundial de materias primas; pero de ahí a convertirlos en el posfranquismo, como que no.
El tercer pero es que los azules no se habrían quedado quietos. A la luz de lo que pasó a partir del 69, que contaremos pronto, cabe adivinar que una definición clara de Franco a favor de los tecnócratas habría provocado una reacción furibunda de una clase política que los odiaba a muerte, entre otras cosas porque tenía claro que, como en los diálogos de las pelis del Oeste, ambos no cabían en el mismo pueblo.
Entregar la sucesión del franquismo a la Falange habría sido, quizás, la decisión ideológicamente más lógica. Falange era la columna vertebral del régimen; en 1974, cuando se aprobó la Ley de Asociaciones Políticas y se abrió la ventanilla para crearlas, los Círculos Doctrinales José Antonio presentaron una solicitud para inscribir como asociación Falange Española y de las JONS. La respuesta de la Administración fue que FE de las JONS no podía ser una asociación política porque era un patrimonio de todos los españoles. Con un par. Además de ideológicamente lógica, habría sido relativamente sencilla desde el punto de vista orgánico o jurídico, pues para ello apenas habría sido necesario convertir los órganos del Movimiento en órganos de regencia, y darles más poder y contenido.
En este caso, los problemas presentados también son tres.
El primer problema es que, conforme avanzan los años sesenta, hasta Franco se da cuenta de la desafección de la sociedad española respecto de Falange como atractor social universal. Vale que el general era un tipo muy ideologizado, que vería sólo la parte del mundo que le dejaban ver sus acólitos, etc. Pero en modo alguno eso puede querer decir que no estuviese enterado, por ello, del retroceso en masa del SEU en la universidad, y de los gravísimos problemas creados, en el plano sindical, por la estrategia de caballo de Troya ejercida por las Comisiones Obreras. En la tristísima sesión de la comisión permanente de las Cortes tras el asesinato de Calvo Sotelo, Gil Robles afirmó que, de celebrarse elecciones en ese día, Falange las ganaría de calle entre las derechas y clases medias. Pero eso había ocurrido en el 36. Treinta años más tarde, quienes habían nacido más o menos mientras Robles pronunciaba esas palabras apedreaban a los grises.
El segundo problema es, lógicamente, la actitud de los otros: tecnócratas, ejército e Iglesia. Todos ellos habrían perdido de haber sido Falange la heredera del franquismo. Así las cosas, pensando que la solución pudiera ser ésa, los lobbies franquistas estornudaban, y eso suponía que a Franco le llegasen toses a puñados de las cancillerías europeas y de Washington.
El tercer problema era la propia desunión del monolito falangista. La verdad, la cohesión nunca ha sido el fuerte del movimiento falangista; no hay más que ver cómo ha acabado en democracia. La Falange 1.0, la de José Antonio, ya no era un grupo cohesionado, puesto que acabó resolviendo sus diferencias a tiros en Salamanca. Pero lo de la Falange 2.0 ya era de traca. Si José Solís fue designado para ser su líder teórico fue por el don de gentes del político cordobés, La Sonrisa del Régimen, que parecía garantizarle que se llevaría bien con todos. Pero el gran problema de Falange es que, como para medrar en política en el franquismo había que ser falangista sí o si, al final se llenó de falangistas que, en el fondo, no lo eran. Si estaban ahí era tan sólo porque ése, el de la camisa azul, era el cursus honorum del franquismo. Así las cosas, quienes hubieran tenido que construir ese teórico monopolio falangista del poder posfranquista eran personas como Manuel Fraga o Torcuato Fernández Miranda que, en realidad, trabajaban, o acabarían por trabajar más bien, en contra de ese monopolio. No por casualidad, a la muerte de Carrero, cuando Franco ve cegada la vía tecnocratoide y piensa en virar, se plantea nombrar presidente del gobierno a un falangista de primera hora, Antonio Girón, que no está de salud mucho mejor que el propio Franco.
Descartados los políticos, a Franco aún le queda la opción que más le pide el cuerpo. ¿No es el franquismo una dictadura militar? Y, ¿qué es lo que pasa en el campo de batalla cuando el coronel cae muerto? Pues que, rápidamente, entre los comandantes surge uno que toma el mando, y a partir de ese momento todos le siguen.
Esta forma de entender las cosas explica que Franco llegase a una edad bastante provecta sin dar pasos serios para designar sucesor. En la mente de un militar, el que manda, manda hasta el segundo anterior a que una bala le reviente la cabeza; no hay que pensar en la sucesión hasta ese momento. Para mí, la continuada y sistemática procrastinación de Franco con el tema de la sucesión es muy reveladora de dos hechos: uno, su propia ambición de poder, que le llevaba a dudar de mostrar la debilidad de entregarlo, aunque fuese a plazo fijo; dos, su intención escondida de perpetuar el esquema de dictadura militar.
El problema para Franco es que el síndrome yo no gané la guerra también le afectó al ejército. Dicho de otra forma: Franco nunca encontró, entre los militares jóvenes, alguien que mereciese subirse al pedestal de sucederle. Este hecho, unido al importante factor de que la perpetuación de la dictadura no sonaba bien a las potencias occidentales, limitó enormemente las posibilidades del dictador. No podía cederle el poder a ningún militar monárquico, porque ya sabía lo que iba a hacer su sucesor en segundos tres nada más tomar el cetro. No podía cederle el poder a militares cercanos al falangismo, por razones ya expuestas. No podía cederle el poder a un militar joven, porque no se acababa de fiar. Su gran alternativa, en mi opinión, fue Camilo Alonso Vega. Con don Camilo, don Francisco se entendía bien. Eran conmilitones en el sentido más amplio y estricto de la palabra. Pero, claro, la buena salud de Franco le jugó una mala pasada, porque Alonso Vega quedó para el arrastre antes que el dictador. Carrero, a mi modo de ver, fue una segunda opción, colocada ahí cuando Franco comenzó a saber de las veleidades de su heredero, de sus contactos y conversaciones, y decidió comprarle al Príncipe un doberman que lo vigilase.
La monarquía, además de un compromiso desde la Ley de Sucesión, o sea desde aquel trile montado para legitimar el franquismo, era, literalmente, lo que quedaba.
Desde que Juan de Borbón hizo público el conocido como manifiesto de Lausana, que mira que los reyes pueden llegar a ser torpes pero éste se lleva la palma, quedó claro en la mente de Franco que no sería rey. Es posible que al ferrolano, de vez en cuando, algún cortesano le comiese la oreja con el argumento de que Juan de Borbón era el heredero legítimo de la corona de España. Franco, por su parte, contestaba, si hemos de creer a Franco Salgado-Araújo, que Juan de Borbón sólo serviría para montar una débil monarquía constitucionalista que acabaría por traer de nuevo la República (o sea, más o menos lo que hoy no pocos republicanos esperan de Felipe de Borbón); tesis que quedó abonada durante los años sesenta, cuando Juan de Borbón quiso convertirse en eso que Rafael Borrás ha llamado «el rey de los rojos».
Sin embargo, yo creo que al argumentar esto, Franco mentía un poco. Me da la impresión de que su rechazo a la candidatura de Juan de Borbón proviene de que no lo soportaba, ni soportaba a su camarilla de ansones, gilrobles y pemanes. Como no soportaba los movimientos orquestales en la oscuridad de los monárquicos en el ejército, ni su instilación dentro de las estructuras del régimen. Gregorio Morán, en su libro sobre Adolfo Suárez, relata una visita de Franco a Sevilla poco después de que en unos barrios de la ciudad se hubiesen producido unas inundaciones. El gobernador civil, Hermenegildo Altozano, monárquico a machamartillo, le organizó una visita a los dichos barrios, vista en la que el ambiente estaba tan eléctrico que, nos dice Morán, al salir de allí, Franco bufó: «¡Y todavía me aplauden!» La vida del Caudillo se encontraba, con frecuencia, con estas patadas monárquicas en sus canillas.
Porque no soportaba a Juan de Borbón, no le otorgó ni medio metro en el asunto de la educación de su hijo Juan Carlos, que el dictador quería netamente española, mientras que el padre quería para el niño una formación más cosmopolita. Juan de Borbón quería un hijo con idiomas, modernillo, entendido en cibernética y cosas modernas, que le diese a él, rey de España, una vitola de contemporaneidad de la que él, de natural, carecía después de haber dicho y escrito cosas como que tenía que ser rey de España porque la Tradición y la Historia y bla. Franco, en cambio, quería un autómata a su medida, un Roborey con el disco duro bien programado; el dictador no quería un tipo que hubiese comido pato laqueado en Shangai o fuese amigo de la familia Kennedy, sino alguien que hubiese probado la experiencia de ser castigado a subir al palo mayor del Juan Sebastián Elcano.
Una vez que este tema se embridó más o menos como él quería, Juan Carlos entró con fuerza en la terna en la que también estaban Alfonso de Borbón Dampierre y la Regencia, o sea la patada a seguir. El régimen, obviamente, quería la tercera; aunque, como hemos visto, la regencia presentaba el gran problema de escoger el gato que llevaría el cascabel. Durante los años sesenta, desde el franquismo irredento se escribieron páginas y páginas destinadas a colocar a los Borbones en el pelotón de los torpes, fibrilando con ello a la sociedad española la idea de que aceptarles de nuevo era poner el país en manos de mamones. Llovía sobre mojado, pues ya la centurias de Falange, en los primeros años del régimen, gritaban y cantaban eso de «Que no queremos reyes idiotas».
El siempre laberíntico Pemán ha dejado escrito que, apenas 24 horas antes de que Franco dejase caer la bomba de la convocatoria de Cortes, el propio príncipe le había dicho a su padre que el verano transcurriría sin grandes novedades. Lo más probable es que fuese así, y lo fuese porque Juan Carlos no sabía realmente nada de lo que iba a pasar. Bueno, más bien, lo que no sabía es cuándo iba a pasar; porque lo que iba a pasar tenía que saberlo cuando menos desde enero de aquel año, cuando concedió una entrevista a la agencia Cifra que, leída hoy en día, huele a preparación de candidato más que la girola de la catedral de Santiago a incienso.
Se vanagloria en su tumba un visir egipcio, quiero recordar que Tiy, de haber construido la tumba de su señor Faraón en absoluto secreto de los demás. «Nadie me vio, nadie me oyó», asevera en los bajorrelieves de su propio mausoleo. Algo así hicieron los constructores de la designación de Juan Carlos, que fueron los citados y quizás, tan sólo quizás, Laureano López-Rodó. Esto quiere decir lo que quiere decir: a la sala de máquinas del franquismo, es decir la antigua Falange, no se le contó nada.
Los azules, dueños y señores de las Cortes que habrían de ratificar a Juan Carlos de Borbón como sucesor pero abocadas a votar que sí en todo caso, quedaron noqueados. José Solís, para entonces ya timonel del oficialismo pitufo, se cayó del caballo en menos de una semana y, en menos de una semana, él como todos los demás diputados a Cortes, se volvió monárquico. El día 21, en un plenario de procuradores sindicales, la propuesta del Caudillo fue aclamada; muchos de los centenares de convertidos habían sido albigenses relapsos hasta la tarde anterior. Las dictaduras (de país, de partido...), es lo que tienen.
Veinte países pidieron señal de televisión para el acto de proclamación de Juan Carlos. Pero se quedaron sin ella, porque ni TVE ni Radio Nacional, acojónate vecina, retransmitieron el acto en directo, sino en un extraño semidirecto, con cierto decalaje en el tiempo, que permitía introducir una voz en off, con las puntualizaciones correctas, cuando apetecía. Toda una tradición del franquismo. En aquella época, sin ir más lejos, el partido de liga de los domingos por la noche se emitía en falso directo, con dos o tres segundos de decalaje; yo vivía entonces a tiro de lapo de un estadio, el de Riazor, y lo puedo atestiguar. Esto se hacía así para que se pudiese cortar la señal a tiempo si alguien desplegaba una pancarta aprovechando una toma. En realidad, que yo sepa, el férreo control de la televisión franquista sólo lo rompió el entrenador de un equipo de balonmano, en los setenta, que fue objeto de una entrevista bastante insulsa, pero en directo. Como al final de la entrevista el periodista le hiciera la famosa pregunta de si tiene usted algo más que añadir, con toda naturalidad, dijo: «Bueno, ya que estamos aquí, me gustaría pedir la libertad para los presos políticos vascos».
Votaron NO a Juan Carlos de Borbón diez procuradores del tercio familiar, representantes de Álava, Guipúzcoa (dos), Navarra (dos), Cádiz, Las Palmas, Teruel y Barcelona; seis procuradores sindicales, cuatro de los productores y dos de los técnicos; dos consejeros nacionales, ambos de Alicante; y dos procuradores de designación directa de Franco: Torcuato Luca de Tena (nobleza obliga) y el general García Valiño. Se abstuvieron cuatro procuradores familiares (Asturias, Huesca, Madrid y Sevilla) y dos sindicales, uno de ellos consejero nacional de Palencia y otro integrado en el grupo de propietarios de la Hermandad Nacional Sindical de Labradores y Ganaderos.
En total, 29 versos sueltos. 33 años antes, Franco había necesitado de los monárquicos para encumbrarse. Ahora, era la monarquía la que necesitaba a Franco para volver. Quizás alguna neurona, dentro de la cabeza del general, gritó: ¡Chúpate ésa!
Aquella designación fue una victoria sin paliativos de Carrero y los tecnócratas, que habían tenido la habilidad de mutar su candidatura para ser los eternos regentes del posfranquismo (con escasas posibilidades de éxito, como hemos visto) por la enmienda transaccional de traer al Borbón 2.0. Los talibanes del régimen, por supuesto, querían una regencia o algo parecido que, de facto, permitiese mantener al frente de la nave a un nuevo Franco. Pero fue que no.
Pero, con las mismas, los falangistas dijeron: Nunca mais.
Preguntas de detalle.
ResponderBorrar1. ¿a los procuradores que votan que no les pasaba algo? Supongo que no pue le da una cierta patina democrática, más allá de canalizar las "rabietas" e indignaciones reales(como cuando los procuradores canariso se ausentaron en la votación que revertía al Sahara de provincia a colonia camino de su entrega/abandono.
2. ¿Quién era el entrenador? ¿Qué le pasó?
3¿Puede averiguarse el nombre del procurador de Las Palmas que votó en contra?
1.- En general, nada. Eran considerados un rozamiento despreciable; como el voto de Fray Justo Pérez de Urbel contra la ley de reforma política.
ResponderBorrar2.- Desconozco el nombre. Pero es probable que tuviera que pasar una temporada en San Juan de Luz, sí.
3.- Puede, si se mira la prensa de la época. Especialmente la canaria. A ver si un día puedo.