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Desde el primer mensaje que Francisco Franco dirige como alzado, a su llegada a Marruecos desde Canarias, se dirige a todos los españoles. Por lo tanto, el general asume, desde el primer momento de su aventura golpista, una dimensión nacional para sí mismo. Que se da ínfulas de estadista lo demuestra el hecho de que condecore al Gran Visir de Marruecos con la Laureada de San Fernando. Por lo demás, la rapidez con que el capitán Arranz llega a Hitler sólo puede deberse a unos buenos contactos con un personaje de gran importancia en el ejército alemán en ese momento, el almirante Canaris; lo cual sugiere que, como insinuaba en mi post anterior, Franco ya había tenido contactos anteriores. Gracias a esta fulminante ayuda alemana, que se instrumenta mediante elementos a toda luz y otros no tan vistosos, es como Franco, a pesar del relativo fracaso del golpe de Estado en la marina, consigue transportar tropas a la península, que es algo fundamental para llevar a cabo sus planes.
Como decíamos en el anterior post, en las primeras semanas lo que cada vez tiene más pinta de ser una guerra larga evoluciona radicalmente. Sanjurjo fallece, el golpe de Estado, como tal, fracasa, y se forma la Junta de Defensa Nacional al mando teórico de Cabanellas y práctico de Mola. Franco se ha quedado atrás pero, sin embargo, conforme el general adquiere información de cómo ha ido la cosa, qué ha ido bien y qué ha ido mal, se da cuenta de que tiene en la mano la maquinaria militar más eficaz de las que han quedado bajo control golpista. Por eso se da tanta prisa en cruzar la península. En parte es sincero esfuerzo por ayudar en la rebelión (sobre todo ayudar a Queipo quien, sin los legionarios de Franco, podría perder Sevilla a manos de su cinturón rojo, o de los republicanos que presionan desde las zonas mineras de Huelva), en parte es interés personal. Si logra llevar a cabo sus planes, que son avanzar a toda prisa para entrar en contacto con el ejército del Norte aislando a la República de la frontera portuguesa, aun no estando en la JDN nadie podrá negarle el puesto preeminente que como estratega cree merecer.
Franco entra el 3 de agosto en la Junta de Defensa Nacional, pero sigue despertando, probablemente, bastantes recelos entre sus conmilitones. La Junta de Defensa Nacional son, en esos momentos, dos cosas.
La primera. A principios de agosto del 36, la convicción la tienen los republicanos de que van a sofocar el golpe de Estado con dos de pipas. No hay más que leer testimonios de testigos que estuvieron en la Málaga roja antes de ser tomada por los nacionales, que nos dicen que una parte del fracaso republicano se debió a lo mentalmente relajadas que estaban las tropas, convencidas de que no estaban en lo absoluto en peligro. Por eso, la primera cosa que es la JDN es un instrumento para poner a todos los generales en el mismo cubo de fregar, corresponsabilizarlos y, consecuentemente, convencerlos de que no tratasen de resolver su futuro por su cuenta. Ya se sabe que en los golpes de Estado que no salen bien hay muchas posibilidades de que alguien decida salvar su culo vendiendo los demás; y no olvidemos que en el bando alzado hay militares de convicciones en ese momento tan leves como Agustín Muñoz Grandes.
La segunda cosa que es el ejército golpista es un popurrí de ideas distintas. Conforme se desarrolla el mes de agosto, como probablemente sabía Franco y algún otro fino estratega del bando rebelde (yo diría Yagüe, y probablemente Mola), se hace patente que el ejército nacionalista es un compendio de fuerzas muy diversas y, sobre todo, que su lucha es un compendio de frentes también diversos, con sus necesidades y su demanda de coordinación. Porque quienes estaban en el bando azul eran militares, no cometieron el error de la República de crear un ejército de taifas en el que, además de disparar desde la trinchera al enemigo, había que dar codazos a los compañeros de los lados para hacerse sitio. Los militares no cometen ese error porque han aprendido en la Academia (en buena parte, la enseñanza militar se basa en eso) que es mucho mejor que uno se equivoque que que acierten cincuenta. Por lo tanto, alborea septiembre y ya es bastante evidente entre los jefes alzados que hay que nombrar a un jefe de los ejércitos, cuando menos para la conducción de la guerra.
¿Cómo consiguió Franco ser nombrado? A mi modo de ver, hay varias claves para explicar esto. En primer lugar, y es un elemento importantísimo, Franco contaba con la admiración de Mola. Ya en 1933, éste escribía páginas hondamente laudatorias sobre aquél y, una vez surgida la guerra, el coordinador de la conspiración se convenció pronto de que, si alguien podía ser el commander in chief, ése era Franco. Eso sí, la historiografía franquista olvida con elegancia que, durante aquellos quince días centrales de septiembre durante los cuales se coció todo esto, Mola dejó bien claro a todo el que le quiso escuchar que era especialmente importante que no se le cediese a Franco la jefatura del Estado. Probablemente, Mola, sin ser un republicano, sí tenía la convicción de que, una vez triunfado el golpe de Estado, habría que crear un Directorio militar y que incluso éste tendría que apartarse después de un tiempo. Es lógico que lo pensara, pues había sido alto funcionario (director general de Seguridad) en la dictadura de Primo de Rivera, así pues conocía de primera mano lo que ocurre cuando un jefe militar pretende perpetuarse en la jefatura civil.
Es muy difícil que Franco no conociese lo suficiente a Cabanellas como para saber que rechazaría el nombramiento. Lógico. Un general de su perfil se sabía inhabilitado para presidir un Estado Mayor mayoritariamente monárquico.
Y aquí está el quid de la cuestión. Yagüe, Orgaz y, sobre todo, el aviador Kindelán, todos ellos picas clavadas en el Flandes de la España nacional por Alfonso XIII, se convirtieron, en esos días, en defensores de la candidatura de Franco. Cualquiera que haya leído un poco sobre la segunda mitad del siglo XX en España, todos los años de la difícil relación entre Juan de Borbón y el propio Franco, sabe que los monárquicos, en materia de apoyos políticos, no actúan según su albedrío, sino obedeciendo instrucciones. Franco, pues, igual que se las ingenió para conseguir llegar a Hitler, llegó a Alfonso XIII, probablemente le convenció de que era un monárquico de toda la vida (cosa que no era, sin que ello quisiera decir que fuese republicano) y, también probablemente, lo acojonó con la posibilidad, remota pero no implanteable, de que fuese un general de ideas republicanas el que resultase elevado a los cielos generalísimos.
Para Alfonso XIII era entonces probablemente obvio que él no volvería a reinar en España; pero lo de sus descendientes ya era harina de otro costal, y había personas en la Junta que, de acceder al poder omnímodo de un generalísmo, podrían enviar a la familia Borbón definitivamente al paro. Franco, sin embargo, es al menos mi opinión, se las ingenió para aparecer ante Alfonso XIII como el candidato ideal, y consiguió que el Borbón moviese a sus terminales en apoyo del ferrolano. De hecho, si imaginamos la posibilidad de que Franco le prometiese al ex rey que algún día su familia volvería a reinar en España, es lo cierto que no le mintió.
Aquellas dos semanas de septiembre del 36 albergan la negociación probablemente más compleja de toda la guerra, ambos bandos incluidos. La complejidad de las negociaciones la conocemos sólo a medias, pero bien podemos estimarla a partir del resultado final, que es el nombramiento definitivo de Franco como Generalísimo de los ejércitos, que se produce mediante un comunicado que, bien leído, es un prodigio de equilibrio.
El decreto, bien conocido, dice lo siguiente:
«Artículo 1. En cumplimiento del acuerdo adoptado por la Junta de Defensa Nacional, se nombra jefe del Gobierno del Estado español al excelentísimo señor, general de división, don Francisco Franco Bahamonde, quien asumirá todos los poderes del nuevo Estado.
Artículo 2. Se le nombra, asimismo, generalísimo de las fuerzas nacionales de Tierra, Mar y Aire, y se le confiere el cargo de general en jefe de los Ejércitos de operaciones.
Artículo 3. Dicha proclamación será revestida de forma solemne, ante presentación adecuada de todos los elementos nacionales que integran este movimiento liberador, y de ella se hará la oportuna comunicación a los gobiernos extranjeros.
Artículo 4. En el breve lapso que transcurra entre la transmisión de poderes, la Junta de Defensa Nacional seguirá asumiento cuantos actualmente ejerce.
Artículo 5. Quedan derogadas y sin vigor cuantas disposiciones se apongan a este Decreto.
Dado en Burgos, a veintinueve de septiembre de mil novecientos treinta y seis. Firma: Miguel Cabanellas».
Cabanellas firmó el decreto, pero éste es probable obra de la pluma de Yanguas Messía, un político entonces ya avezado que había sido ministro de Primo de Rivera y formaba parte del entourage monárquico. Es, a todas luces, un texto escrito muchas veces y muchas veces enmendado pues, de alguna forma, si se lee con atención, se verá que, en el fondo, dice una cosa y la contraria. El decreto, de hecho, es un tal prodigio de ineficacia jurídica, que no puede ser debido a la pluma de un experto jurista como Yanguas sin mediar pies forzados.
¿Por qué digo que dice, de alguna manera, una cosa y la contraria? Pues porque, por un lado, otorga a Franco la jefatura de Gobierno del Estado; al decir eso también adquiere importancia lo que no dice. Porque no dice que a Franco se le otorgue la jefatura del Estado. En términos actuales: se le nombra Zapatero, pero no Borbón. Y, ¿quién es el Borbón de esta película? Nadie. Éste es otro punto de equilibrio del documento, que se refiere a España como «el Estado español», expresión que provocará media sonrisa a muchos que están acostumbrados a ver esta expresión en boca de los nacionalismos independentistas. Es evidente que ninguno de los generales de la Junta estaba pensando en presentarse a las municipales en las listas de Bildu. Si usaron esta expresión es porque no podían usar otra. Si hubieran apostado por la monarquía, por la república, por cualquier fórmula, el documento no habría visto la luz.
El decreto, pues, se pliega a los temores de Mola poniéndole un límite a Franco: mandará como gobernante, pero no como estadista. Pero Franco, a su vez, gana, y gana, de cara al futuro, mucho más. Gana que el decreto no apueste por una forma de Estado, que es su posición porque él va de apoyar a los monárquicos, que no pueden aspirar a que, en ese punto procesal, los alzados apoyen el regreso de la monarquía. Gana en que se le permita asumir todos los poderes del Estado. Gana que, a pesar de que asumir los poderes del Estado viene a suponer asumir la dirección de la defensa nacional y, consecuentemente, la dirección de la guerra, dicho mando le sea concedido en un artículo específico, distinto del primero, con lo que consigue que el texto admita tácitamente que una cosa es el gobierno y otra la dirección de la guerra, ambas concedidas a su persona. Por lo tanto, Franco, con este decreto, supera, tácitamente, la limitación para la cual la norma fue creada, que era establecer que el mando especial de Franco era el propio de un dictador, esto es debería extinguirse terminada su causa, es decir la guerra.
Más aún. El decreto nos dice que hasta que Franco asuma sus poderes la Junta de Defensa Nacional asumirá los que ejerce hasta el momento; redactado que, de alguna manera, borra de la faz del problema la posibilidad de que la Junta pudiera seguir existiendo como una especie de instancia de supramando sobre Franco (o sea, ostentando la jefatura del Estado que está por encima del jefe del gobierno y del general jefe de las tropas). En suma, por lo tanto, el decreto tan sólo insinúa que hay un poder por encima de Franco (la jefatura del Estado), pero deja esa silla vacante, tan vacante que, en puridad, ni la cita. Y la única institución que podría ocuparla es disuelta de facto.
Todo provisional. Todo para ganar la guerra. Pero, merced a las maniobras monárquicas, redactado en unos términos tan difusos, tan etéreos, que deje claramente el portillo abierto para la vuelta de la monarquía.
O, piensa un gallego mientras cena sus dos ciruelas, para la perpetuación del mando.
Franco, no lo olvidemos, hizo todo lo que pudo para que éste fuese el resultado final. ¿Nos hará creer el caudillo que el gesto de Yagüe en Cáceres el 27 de septiembre, proclamando a Franco jefe del Estado por su cuenta, fue un calentón del que él no tuvo noticia? Dato de gran importancia, por cierto: la novedad que utilizó Yagüe para dar ese paso fue la liberación del Alcázar; lo que hace pensar, una vez más, que el gesto de proceder a dicha liberación no fue gratuito.
Algunos autores, como Thomas, incluso hablan que el decreto original no tenía exactamente la redacción conocida por la Historia; que algo pasó entre la entrega del borrador y su llegada a la imprenta del BOE; y que Nicolás Franco no fue ajeno a esas vicisitudes.
Franco, por lo tanto, adelantó a todos sus rivales aprovechando para ello las conveniencias de una escudería, la escudería Borbón, que creyó manipularlo para conseguir sus objetivos, pero resultó finalmente manipulada por este general maniobrero que, como ya he dicho, manejaba magistralmente los tiempos.
Nombrado jefe de gobierno, todo lo que tenía que hacer Franco era correr, coger ventaja. Un año después, cuando el 28 de septiembre de 1937 se instaure oficialmente la Fiesta del Caudillo, el BOE dirá que dicha fiesta se hará para conmemorar «la proclamación del general Franco como jefe del Estado». Para entonces, en efecto, el trile será ya completo.
Entre el día en que Franco fue nombrado jefe del gobierno y el día que se conmemora la fecha
anterior como de nombramiento como jefe del Estado medias dos cosas. Una son los éxitos militares de Franco. La otra es su segundo pacto de hierro. Pues el ejército no fue el único puntal del franquismo.
Y en este punto, amigo Sancho, con la Iglesia hemos topado.
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