Las primeras relaciones
Reyes y revoluciones
Nunca te fíes de un francés
Nguyen Ai Doc
Tambores de guerra
El tsunami japonés
Grandeza y miseria de la Kempeitai
El Viet Minh
Los franceses hacen lo que mejor saben hacer (no definirse)
Dang vi qui, o sea, naniyori mo hitobito
El palo y la zanahoria comunistas
Puchimones contra podemitas
Aliados a pelo puta
Franceses y comunistas chapotean para no ahogarse
Vietnamitas listos + británicos estúpidos + periodistas gilipollas = muertos a decenas
Si tu ne voulais pas de bouillon, voici deux tasses
Francés busca indochino razonable
Los problemas del comunismo que se muestra demasiado comunista
Echa el freno, Madaleno
El factor chino
El factor USA
El problema de las tres mareas
Orchestal manoeuvres in the dark
O pacto, o guerra
El acuerdo de 6 de marzo
Buen rollito por cojones
El Plan Cédiletxe
No nos queremos entender
Dalat
Las inquietudes y las prisas del almirante D’Argenlieu
Calma tensa
La amenaza nacionalista
Fontainebleau bien vale unos chinos
Francia está a otras cosas
Memorial de desencuentros
Maniobras orquestales en la oscuridad (sí, otra vez)
El punto más bajo de la carrera de Ho Chi Minh
Marchemos todos, yo el primero, por la senda dictatorial
El doctor Trinh, ese pringao
Allez les bleus des boules!
D’Argenlieu recibe una patada en el culo de De Gaulle
París no se entera
Si los Charlies quieren pelea, la tendrán
Give the people what they want
Todas las manos todas, amigo vietnamita
No hay mus
El comunista le come la tostada al emperador
El momento del general Xuan
Conditio sine qua non con un francés: cobra siempre por adelantado
La ocasión perdida
El elefante chino entró en la cacharrería
Apenas un día antes de que franceses y vietnamitas firmasen su histórico acuerdo de marzo, en Francia los electores habían rechazado el proyecto de nueva Constitución para la República. Esa Constitución preveía una evolución de los territorios de ultramar hasta el estatus de Estados asociados. Aquellos legisladores habían previsto una Unión Francesa que evolucionaría desde un estatus de confederación de naciones para convertirse en una comunidad en la que el nexo de unión dejaría de ser la administración francesa o la presencia del ejército metropolitano, sino la lengua, los vínculos culturales y, sobre todo, la relación económica.
Si esta idea chocaba en algún lugar, sin duda, era Viet Nam. Por mucho que Indochina hubiese tenido sus dimes y sus diretes con sus monarquías imperiales, que en ocasiones habían sido débiles y apenas simbólicas, aquella esquina de Asia era, con mucho, la porción de las viejas posesiones francesas donde la conciencia nacional y la idea de un desarrollo presente y futuro totalmente independiente de los designios de París estaba más enraizada.
El 6 de julio, la conferencia de Fontainebleau se abrió en la Sala de las Columnas de ese palacio tan famoso para algunos de nosotros. Y empezó casi como el culo. Max André se marcó el típico discurso de bienvenida lleno de los lugares comunes y las palabras huecas a las que la diplomacia de la Unión Europea nos ha acostumbrado tanto. En otras palabras, su discurso fue bastante parecido a una redacción escolar escrita por José Borrell y corregida por la Von der Mierden. Pero los vietnamitas no habían llegado hasta allí para escuchar mierdas. Pham Van Dong, en lo que los franceses esperaban fuese el típico discurso de respuesta lleno de buenas ideas y citas de las obras completas de Bambi, se marcó un mitin allí mismo, en el que se dedicó a poner al almirante D'Argenlieu y, consiguientemente, la política francesa en Conchinchina, de puta para arriba. Y terminó: a pesar de las sucesivas decepciones que ha sufrido nuestra política de amistad franco-vietnamita desde el 6 de marzo, nosotros tenemos la convicción de que esta política es buena, que, por si sola, es capaz de satisfacer las profundas aspiraciones de independencia del pueblo vietnamita. En otras palabras, la delegación asiática trataba de dejar abierta la puerta que sabía que tanto le interesaba a los franceses; pero quería dejarles bien claro el precio.
A los franceses les costó varios días digerir aquel discurso. Lógico: no están acostumbrados a que alguien les lea la cartilla, mucho menos un mono amarillo. Ellos no habían ido para eso, sino para Dalat: natural, natural, pase de pecho, y entrar a matar. Y se encontraron con que el toro hacía cálculo diferencial.
Prueba de la situación de desprogramación en que se quedaron los franceses es que se tardó tres días en acordar el orden del día. El finalmente pactado contenía cinco puntos: problemas para la integración del Viet Nam en la Unión Francesa; creación de la Federación Indochina; cuestión de la unión de los tres ky y el referendo conchinchino; temas económicos; redacción de un proyecto de tratado.
El trabajo comenzó inmediatamente y, por decirlo así, fue como el día siguiente de Dalat. Las posiciones, obviamente, estaban, por ambas partes, exactamente donde se habían quedado.
El 11 de julio, en uno de esos gestos que se tienen en estas conferencias para hacerlas avanzar, la delegación francesa presentó una nota completa sobre el encaje de Viet Nam dentro de la Unión Francesa. Era una nota, por así decirlo, muy francesa, en la que se decía que la Unión Francesa no debía concebirse como un mero interés común, sino como una comunidad de visiones compartidas (léase: una organización en la que los demás deberían compartir y defender la forma francesa de ver la vida). También escribieron los franceses que la Unión Francesa sería “la puesta en común de las capacidades económicas y militares” (léase: la sumisión de las capacidades económicas y militares de cada socio a las necesidades y prioridades de Francia). También decía, en la parte más sincera del documento, que las gestiones diplomáticas de cada Estado no tendrían validez sino en el marco de la Unión; es decir, una vez más, estarían sometidos al visto bueno de Papá, no sea que, solitos, los estados indígenas se fuesen a hacer daño. Hablamos, en suma, de un federalismo muy mediterráneo, pues aquí, la verdad, no podemos decir “muy francés” sin reconocer que también hablamos de la concepción nuestra como españoles. Puesto que es un federalismo montado por quien no cree en lo federal; y eso, ni más ni menos, es lo que somos franceses y españoles.
Los vietnamitas, por supuesto, no fueron partidarios. Como un adolescente al que sus padres tratan como si tuviera ocho años, la delegación del Viet Minh consideró claramente que el trato que esa nota les daba partía de un concepto de minoridad y dependencia en el que ellos estaban muy lejos de creer. Para ellos, el concepto era el de alianza. Estaban dispuestos a reconocer que tenían toneladas de intereses comunes con Francia (y es que los tenían); pero los querían compartir de igual a igual; lo cual, aunque ellos no lo dejaran tan claro, quería decir que, el día que decidiesen que ya nos los compartían, nadie podría obligarles.
El 12 de julio, los indochinorris contestaron con su propia nota en la que se declaraban dispuestos a participar en una Asamblea de la Unión Francesa, a condición de tener en la misma una representación proporcional a su población y que esa Asamblea fuese meramente consultiva. Los jefes de gobierno de la Unión, o sus delegados, se reunirían en conferencias anuales para hablar de sus cositas y tratar de coordinarse. Pero, lógicamente, para los vietnamitas todo aquello no debía ser sino como las conferencias bilaterales que celebra España con otros países de la UE: reunirte, discutir, dialogar, firmar acuerdos allí donde sea posible y, luego, cada uno a su casa a ejercer libremente su soberanía.
Ese mismo día 12, para reforzar los mensajes de su nota, los vietnamitas decidieron convocar una rueda de prensa, que fue presidida por el mismo Ho Chi Minh. En dicha conferencia, Ho dejó claro que cualquier tratado que saliera de Fontainebleau debería basarse en el principio sagrado de “la independencia de los Estados a la hora de disponer de sí mismos”. “Somos partidarios”, dijo, “de una alianza con Francia a través de la Unión Francesa en los planos económico y cultural”. Y continuó: “La existencia de la Federación Indochina se justifica en la necesidad de coordinar las actividades de Viet Nam, Laos y Camboya, por lo que debe ser esencialmente económica (…) Viet Nam está decidido a impedir que la Federación Indochina se convierta en una especie de Gobierno General disfrazado”.
Por supuesto, Ho fue preguntado, como con seguridad esperaba, por la Conchinchina. Por ello, tenía su respuesta bien preparada: “La Conchinchina es tierra vietnamita. Antes de que Córcega fuese francesa, Conchinchina ya era vietnamita. En este tema, tengo la confianza en la nueva Francia. Un referendo es algo muy caro. Si nos podemos entender, será mejor. Si no es así, en todo caso haremos ese referendo, sincero y leal, y el resultado será el mismo”.
La parte más garantista, por así decirlo, de aquella conferencia de prensa, fue sin duda la relativa a los intereses franceses en el país. Ahí Ho, claramente, quiso aparecer como un auténtico osito de peluche; como ese dirigente de ETA que dijera “cómo siento lo de toda la gente que se tuvo que marchar de Euskadi; honradamente, no sé quién pudo echarlos”. Viet Nam, dijo el líder del Viet Minh, “está en condiciones de garantizar la seguridad de los capitales franceses que se inviertan en nuestro territorio” (Ja) Y aseguró que su país invitaba a todos los técnicos franceses a ir a su país, y que les invitaba con prioridad sobre los nacionales de otros países desarrollados.
Desde el 13 hasta el 30 de julio trabajó una comisión para tratar el contenido de las notas de ambas partes, tan diferentes en el fondo y en la forma. Dicha comisión apenas consiguió reproducir la retórica y los problemas de Dalat.
El primer punto de fricción era el estatus jurídico de la Federación Indochina. Los vietnamitas no querían ni oír hablar de que la Federación fuese un gobierno en sí misma. Consideraban que debía ser un órgano de coordinación económica, pero no desde luego un gobierno con todas sus potestades (que era lo que quería Francia para, sobre todo, poder sumar toda la diplomacia indochina a sus propias posiciones geopolíticas). Los vietnamitas sólo aceptaron pasos relacionados con el pragmatismo económico, como permitir que la Federación pudiese tener un Instituto de Emisión de Moneda y una Oficina de Cambio, amén de controlar la política aduanera (algo relativamente parecido a la Unión Europea, pues).
Cuando las conversaciones llegaban a la madre del cordero, que eran las políticas militar y diplomática, ahí es donde se liaba parda. Los franceses querían que el ejército indochino tuviese un mando único (de ojos redondos, por supuesto), y los vietnamitas les contestaban que dejasen el Calvados por las mañanas. A base de mucha presión, de mucha puta y mucha Ramoneta, los amarillos acabaron por aceptar un Estado Mayor mixto en tiempos de paz, pero sujeto a condición suspensiva si, en el momento en que se definiesen a fondo sus competencias, el mojo no les gustase. Asimismo, aceptaron que su ejército se organizase de la misma forma que se organizaba el francés, algo que con lo que los galos buscaban una fácil integración en caso de necesidad; pero en modo alguno aceptaron que los mandos dejasen de ser propios.
De ahí se pasó a la negociación de las bases militares francesas en territorio vietnamita, que eran necesarias, decía París, para poder asistir a Viet Nam en caso de guerra. Los vietnamitas aceptaron la idea general de la existencia de bases en su territorio, pero por tiempo tasado. Estas bases, además, eran únicamente navales y aéreas. Las bases de tierra debían estar evacuadas en su totalidad el 6 de marzo de 1951. El Estado Mayor francés dejó claro y diáfano en las conversaciones que nunca firmaría algo así.
En materia diplomática, los vietnamitas, como ya habían hecho en Dalat, pidieron el servicio completo: total libertad de diplomacia activa y pasiva, y representación propia en la ONU; aunque se avenían a crear un sistema de consultas periódicas para coordinar mierdas. Los franceses, por su parte, no admitían nada más que la integración de los diplomáticos vietnamitas en la representación de la Unión Francesa; aunque, eso sí, sí permitían representaciones consulares vietnamitas, es decir, para que extendiesen pasaportes y se comiesen el marrón de repatriar a nacionales con problemas.
El ambiente en Fontainebleau se enrareció de tal manera con tanto desencuentro que, en realidad, incluso se extendió al ámbito que se hubiera podido pensar, partiendo de las posiciones iniciales en ambos bandos, que podría ser el más fácil: el económico. A pesar de tanta voluntad positiva, Dong lanzó la bomba sobre las negociaciones el día que dijo, sincero y directo, que en el nuevo Viet Nam los franceses no podían esperar ser ciudadanos de primera. “Ustedes”, dijo, “vienen a nuestra casa, igual que nosotros ahora estamos en la suya. La diferencia es esencial”.
Eso sí, los negociadores vietnamitas, muy en la línea con su jefe en la rueda de prensa, prometieron un régimen preferencial para los franceses, y prometieron que no se desarrollarían contra ellos legislaciones discriminatorias (noniná). Los franceses, dijeron, tendrán libertad de establecimiento, con la única reserva de cumplir las leyes del país.
Los franceses, por supuesto, no querían eso. Querían más, primero porque eran muchos sus intereses; y, segundo, porque eran franceses, seres de luz elegidos de Dios a los que, en el fondo, no podían mandar unos mediopensionistas limoncello. Así las cosas, exigían que cualquier cambio legislativo que les pudiera afectar tuviera que ser consensuado con ellos. Esta exigencia, hay que decirlo, era, a los ojos de los vietnamitas, y de cualquier persona medianamente racional, un ejemplo de doble rasero y de intolerable cinismo como sólo son capaces de desarrollar los franceses. Porque el caso es que la Francia que estaba sentada en Fontainebleau defendiendo que a un empresario francés no se le podría ni incrementar el IVA sin el asenso de París era la misma Francia que se acababa de emascular las minas privadas, el sector eléctrico, el gas, los bancos y las compañías de seguros por razones de interés público. Lo que se dice, la cara de cemento armado. Pero los franceses se defendían con su cara de póker, ésa que les nace de la convicción de que siempre están hablando con personas treinta o cuarenta puntos de coeficiente intelectual por debajo de ellos.
En materia de asistencia técnica y tecnológica, el problema nacía de que los franceses no querían un trato preferente; querían el monopolio. Los vietnamitas, obviamente, retrucaban que esa prioridad absoluta jugaría en casos en que la calidad ofrecida fuese la misma; pero si llegaba un no francés que lo hacía mejor y a mejor precio, no estaban dispuestos a hacer amigos. Tampoco aceptaban que la recluta de técnicos privados tuviese que pasar por el Estado francés. Ambas partes llegarían a un acuerdo con estos principios, dado que la posición francesa, la verdad, estaba fuera de la realidad.
Por sobre todos estos obstáculos, sin embargo, estaba la Conchinchina.
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