Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
En el
estado mental y físico que ya he descrito, Carlos IV, derrotado y
cansado, apenas se atrevió a exigirle a Napoleón que el nuevo rey
le fuese querido a los españoles (compromiso que Napoleón no
cumplió) y que garantizase la independencia (ja) y la integridad del
territorio. Con estas vagas promesas genéricas, el mariscal Duroc y
Godoy comenzaron una rápida negociación, por llamarla de alguna
manera, para la redacción del decreto de Bayona, que lleva fecha de
ese mismo día 5; lo cual nos da la medida de que debió redactarse
en un cuarto de hora o así; la negociación, pues, debió durar un adarme. Un decreto en el que Carlos “cede
todos sus derechos al Trono de las Españas y de las Indias, a SM el
Emperador Napoleón, como el único que, en el estado a que han
llegado las cosas, puede restablecer el orden”. Asimismo, se acoge
a la generosidad del francés para su vida material, sin pedirle
nada a los españoles (acogimiento del que con seguridad, habría de arrepentirse muchas veces pues, como veremos alguna vez en estas notas, Francia se portó con los ilustres exiliados, financieramente hablando, como la rana).
Mi venerado Padre y
Señor: para dar a VM una prueba de mi amor, de mi obediencia y de mi
sumisión, y a para acceder a los deseos que VM me ha manifestado
reiteradas veces, renuncio a la Corona en favor de VM deseando que VM
pueda gozarla por muchos años. Recomiendo a VM a las personas que me
han servido desde el 19 de marzo, confío en las seguridades que VM
me ha dado sobre este particular. Dios guarde a VM felices y
dilatados años. Señor: a LRP de VM [a los reales pies de vuestra majestad; merced cuando el apelado no era rey], su más humilde hijo, FERNANDO.
Bayona, 6 de mayo de 1808
Cevallos,
en sus autojustificativas y muy creativas memorias, no se para en
barras de reproducir una carta totalmente diferente. Ésta:
Venerado Padre y Señor:
el 1º del corriente puse en las Reales manos de VM la renuncia de mi
Corona en su favor. He creído mi obligación modificarla con las
limitaciones convenientes al decoro de VM a la tranquilidad de mis
Reinos, y a la conservación de mi honor y reputación. No sin grande
sorpresa he visto la indignación que han producido en el Real ánimo
de VM unas modificaciones dictadas por la prudencia, y reclamadas por
el amor de que soy deudor a mis vasallos.
Sin más motivo que éste
ha creído VM que podía ultrajarme a la presencia de mi venerada
Madre y del Emperador con los títulos humillantes; y no contento con
esto exige de mi que formalice la renuncia sin límites ni
condiciones, so pena de que Yo y cuantos componen mi comitiva seremos
tratados como reos de conspiración. En tal estado de cosas hago la
renuncia que VM me ordena, para que vuelva el gobierno de la España
al estado en que se hallaba en 19 de marzo, en que VM hizo la
abdicación espontánea de su Corona en mi favor.
Como
puede verse, ambas cartas se parecen como un huevo a una castaña; y
es así porque fueron escritas por dos Fernandos distintos: uno, el
de 1808 en Bayona; y otro, el de varios años después, a toro
pasado, cuando lo importante era justificarse ante la Historia por
haber realizado, por colleras con su padre, una repugnante e
intolerable cesión sin resistencia alguna. Cevallos se inventa esta
segunda carta para hacer decir a Fernando todas las cosas que en
Bayona nunca tuvo cojones Borbones de decir; y abona con ello, en mi
opinión, la tesis de que la primera de las cartas suyas que he
reproducido, la de contestación a su padre, o bien nunca se
escribió, o bien, se escribiera en los términos que se escribiera, nunca se mandó. En efecto, esta última carta
inventada por Cevallos se apoya en el hecho de que Fernando hubiera
puesto condiciones a su renuncia a la corona de España; condiciones
que estaban expresadas precisamente en esa carta sometida a la duda
histórica. Todo hace pensar, cuando menos a mí, pues, que ambos
textos forman parte de la misma fabulación novelesca de uno de los
tipos que entregaron a España en la almoneda de aquellos días de
Bayona y que, pasado el tiempo, experimentaba su vejez en medio de
las urgencias por demostrar que no había sido así.
El día
10, de nuevo Duroc y, esta vez, Escoiquiz, firman un tratado por el
cual queda apuntado que SAR el príncipe de Asturias se adhiere a la
renuncia dinástica firmada por su padre cinco días antes. En dicho
tratado es donde figuran las rentas y privilegios con que Napoleón
compró tanto a Fernando como a su tío, el impresentable infante don
Antonio (dicho sea sin querer transmitir, con la frase, la intención
de que en esa familia quedase alguien presentable).
Pero
retrocedamos un poco en el tiempo para recordar cómo se produjo la
rebelión del pueblo español
(ya lo siento por los historiadores à la mode),
rebelión que se produjo en defensa de su rey absoluto, de
sus privilegios, fueros y leyes viejas (véase
paréntesis anterior).
En realidad, el optimismo mostrado por Murat en sus cartas, aunque tenía una base porque es cierto que la bajada de las tropas francesas desde Vitoria se había producido en un ambiente bastante proclive, era un optimismo excesivo. El 24 de marzo, no hacía ni un día que las tropas francesas habían entrado en Madrid, por la puerta de urgencias del Hospital General entró una ambulancia con tres soldados franceses que habían sido heridos por españoles. El número de víctimas no hizo sino aumentar en días sucesivos, y la cosa tiene lógica pues los pacientes seguidores de estas notas ya habéis podido leer que, a la llegada del pérfido francés a España, las autoridades se apresuraron a regular que gabachos y españoles, en lo posible, incluso bebieran en tabernas diferenciadas.
En realidad, el optimismo mostrado por Murat en sus cartas, aunque tenía una base porque es cierto que la bajada de las tropas francesas desde Vitoria se había producido en un ambiente bastante proclive, era un optimismo excesivo. El 24 de marzo, no hacía ni un día que las tropas francesas habían entrado en Madrid, por la puerta de urgencias del Hospital General entró una ambulancia con tres soldados franceses que habían sido heridos por españoles. El número de víctimas no hizo sino aumentar en días sucesivos, y la cosa tiene lógica pues los pacientes seguidores de estas notas ya habéis podido leer que, a la llegada del pérfido francés a España, las autoridades se apresuraron a regular que gabachos y españoles, en lo posible, incluso bebieran en tabernas diferenciadas.
El
día 27 hubo un enfrentamiento muy serio en la plaza de la Cebada que
sólo de milagro no se convirtió en un bloody shambles.
El 6 de abril, Fernando, quien todavía estaba en Madrid, cursó
visita al Parque de Artillería, en el palacio de Monteleón, y allí
ya se produjeron expresiones ardorosas por parte de los artilleros en
el sentido de morir si era necesario en defensa de su rey. Apasionadas promesas que, como sabemos, muchos de ellos cumplieron con puntualidad histórica.
Quien
hizo mucho, muchísimo, por disparar el 2 de mayo, fue Murat. Era el
duque de Berg un francés de pura cepa; o sea, si el pollo de
Kentucky es pollo-pollo, Murat era un francés-francés, lo cual
quiere decir que era, básicamente, gilipollas-gilipollas en cuestión
de España, los españoles, y los vientos que nos dan por delante y
por detrás. Debió enviar Napoleón, en mi opinión, a alguien menos
chovinista y menos sobrado (de haberlo encontrado, claro); alguien a quien le hubiesen enseñado en
la Academia, en la vida o en ambas partes, que no hay enemigo pequeño
y, sobre todo, que nunca hay que vender la piel del oso antes de
haberlo cazado. Alguien taimado y convencido de que es mejor mentir que decir la verdad, aunque lo segundo nos hinche el orgullo. Alguien que no tuviese un plan general (que la Francia dominase las Españas) y, a la vez, un plan personal (ser rey de España). Alguien como Savary, tal vez.
Mientras
Napoleón jugaba con Carlos IV el partido de fútbol del futuro de
España escamoteándole a la vista la pelota en cada jugada, Murat
hacía lo contrario. Desplegó todo un catálogo de desplantes hacia
Fernando, dejando bien claro que sólo lo consideraba príncipe de
Asturias; y, lo que es peor, se dedicó a insinuar primero, y dejar
bastante más que claro después, en todas las tertulias a las que
iba, que lo de la renuncia del rey Carlos estaba hecho.
Es
teoría mía, ciertamente; pero EMHO, fue el rocapollas de Murat el
que generó el 2 de mayo. Y digo esto porque el 2 de mayo la gente no
se alzó exactamente porque la familia real estuviese saliendo de
Madrid, sino porque sabían perfectamente lo que
significaba ese traslado; y
quien les había informado había sido este envarado aristócrata,
hijo de un posadero que sin embargo había adoptado la altivez de los
de sangre azul con la fe del converso.
Todavía
la marcha del infante don Carlos pasó prácticamente desapercibida
para los madrileños. Sin embargo, cuando el que se marchó fue
Fernando, su rey, la cosa cambió. Y éste es el tema que aspiro a
explicaros: que un rey se marchase de Madrid no era tanta novedad. De
hecho, si repasáis la agenda anual de los reyes de España,
especialmente desde Felipe V, una cosa que os sorprenderá es el
escaso tiempo que pasaban en Madrid. Fernando, además, no se olvide,
se marchaba a Vitoria,
donde en ese momento esperaba encontrarse con el emperador; no a
Bayona. ¿Por qué, entonces, a los madrileños les excitó tanto que
Fernando se marchase? Pues porque todos los españoles estaban con la
mosca detrás de la oreja, como bien sabemos por las muchas
exhortaciones de que fue objeto Fernando al llegar al País Vasco. Y,
¿por qué estaban con la mosca detrás de la oreja? Pues,
básicamente, porque Murat era un puto bocachancla.
Los
franceses, que en cuestión de españoles, como digo, son bastante
lerdos (aunque se obstinen en seguir exportándonos desechos de
tienta para que nos solucionen la vida), a veces tienen momentos de
lucidez que les llevan a hacer las cosas adecuadamente. La marcha de
Fernando de Madrid fue casi clandestina (una prueba más, por si
hacía falta, de la cobardía esencial de este personaje), así pues
no generó problemas; lo que sí los generó fue el progresivo
conocimiento de la noticia.
El
13 de abril, que era Miércoles Santo, fray Gaspar de San Ildefonso,
un curita de la parroquia de San Gil, se fue a ver a Sebastián
Piñuela, ministro de Gracia y Justicia. Cagándose y meándose en
sus obligaciones dizque sagradas
como sacerdote, allí mismo rompió su secreto de confesión y le
dijo al ministro que alguien le había informado en confesión de que
se preparaba una conspiración para liberar a Godoy. A Piñuela ese
anuncio le puso muy nervioso; sus muchos nervios eran, de nuevo, producto de la propaganda de
Murat, decididamente pro-príncipe de la paz, a quien como sabemos
quería liberar a toda costa. Los deseos del francés, sobradamente
confesados, dieron alas a la confesión del cura de San Gil. El
resultado fue que la Junta de Gobierno sobreactuó, generando unas
medidas de seguridad excesivas que mosquearon fuertemente al
personal. El Jueves Santo, durante una de las principales misas del
año en una de las principales iglesias de Madrid entonces (el
convento de la Encarnación), no se sabe cómo comenzó a correr por
las bancadas de fieles la noticia de que un enfrentamiento entre
franceses y españoles era inminente. A pesar de que era costumbre en
esos tiempos permanecer los templos abiertos día y noche durante la
Semana Santa, aquella noche todas las iglesias de Madrid chaparon las
puertas. El día 15, Murat le escribe al emperador que se ha dado
cuenta de que el tema de Godoy es un tema muy delicado y que, por lo
tanto, ha resuelto guardar silencio sobre la materia unos días. Como
decimos en mi tierra, tarde piaches, langrán.
El día
13 se había producido ya una muerte, la de un capitán francés en
Carabanchel. Al parecer, el sacerdote dueño de la casa donde se
alojaba el militar le había descerrajado un tiro. Ese presbítero se
llamaba, a los carabanchelinos os sonará, Antonio López. Los
franceses, siguiendo su civilizada costumbre (heredada por el
ejército israelita, entre otros), quemaron la casa del cura. López
huyó a casa de un amigo en la calle de Los Milaneses, donde se
escondió. Pero allí lo acabó por encontrar la policía del
teniente corregidor León de Sagasta, encomendado de la investigación
del suceso. Murat trató el asunto tras la detención con mano
izquierda, pues Fernando estaba todavía en territorio español y no
quería ponerle excusas para no pasar la raya de Francia.
El día
20, sin embargo, el duque de Berg tuvo plena certeza de que Fernando
estaba pasando a Francia; así pues, pensó que ya no hacía falta
disimular más. O sea: Napoleón, en Bayona, todavía estaba, en esos
momentos, con sus cucamonas y sus medias palabras, escondiendo sus
intenciones finales; pero eso no iba con su lugarteniente, que se
creía Dios; tara mental de la que no hay que culparle pues, al fin y
al cabo, es lo que le pasa a la mayoría de franceses adultos.
La
misma noche del 20, Murat, sin necesidad de fiscales ni abogados del
Estado ni hostias, liberó a Godoy. Se lo llevó al más grande
campamento francés en Madrid, el que estaba emplazado en Chamartín.
La Junta de Gobierno (no tanto Murat quien, como buen francés, creía
tener la situación mucho más controlada de como la tenía) temía
que las turbas, de conocer el paradero del príncipe de la paz, se
fueran para allá a lincharlo. De haberlo llegado a saber, mayo de
1808 habría sido más bien abril. Los gobernantes españoles
reaccionaron con una notable preocupación por el orden público:
ellos mismos fueron los que le procuraron a Godoy las ropas y otros
pertrechos de los que carecía por completo. Y dilataron la
publicación en La Gazeta de
su salida de Madrid hasta el 22, cuando ya estaba bien lejos.
El mismo
día 20 de abril en que Murat liberó a Godoy, la Junta recibió del
duque de Berg la comunicación oficial de que Napoleón pasaba a
reconocer únicamente a Carlos de Borbón como rey de España pues,
entendía, su hijo “si había admitido la corona, había sido para
aquietar al pueblo”.
Como
podemos ver, pues, yo creo que entre los franceses hubo un claro
problema de descoordinación: el frente madrileño, por así decirlo,
avanzó mucho más deprisa que el frente de Bayona. Algo que carece
de toda lógica, pues si alguna oportunidad había de que el pueblo
español aceptase los planes de Napoleón, en todo caso pasaba porque
los franceses pudiesen exhibir, nunca mejor dicho, un fait
accompli: que pudieran exhibir, por intermedio de la Junta de
Gobierno y la Gazeta, los decretos en los que la renuncia
dinástica se oficializase. Recuérdese el detalle, hoy tan preterido
por la historiografía patria, que tantas veces pretende ser una
historiografía 4.0 cuando más bien es una historiografía 0.4, de que los españoles que se levantaron el 2 de mayo, y bien pudieron
hacerlo días o incluso semanas antes, se levantaron en defensa de
su rey absoluto. ¿Qué hubieran hecho si ese mismo rey absoluto
les hubiera mostrado su voluntad de dejar de serlo? Es bastante
evidente, a la luz de los hechos, que ni siquiera en ese caso habrían
creído las noticias oficiales; lo más probable es que se hubiesen
amotinado en cualquier caso. Pero la única, por muy tenue que sea,
posibilidad de evitar ese levantamiento, se la cargó el orgullo, el
sobradismo y el supremacismo francés de Murat, quien nunca ni soñó
estar enfrentándose con un dragón, pues él se obstinaba en ver
sólo una lagartija.
Hola Juan. No tiene nada que ver con esta entrada pero me gustaría pedirte una información, si dispones de ella. Siempre se dijo que la República (o lo que quedaba de ella) tenía que haber ganado la Guerra, porque el Alzamiento no había triunfado en las zonas más ricas e industriales y porque los alzados apenas contaban con barcos y aviones. Ya sabemos lo que ocurrió y, en mi opinión, por la absoluta inoperancia de la República. ¿Hubo alguna vez algún plan para desembarcar en el Marruecos Español, clave en estos primeros meses de la Guerra? ¿Aparte de pelearse entre ellos, la República tenía algún plan militar serio? Porque lo cierto es que, con muy contadas excepciones, siempre fueron a remolque. Muchas gracias
ResponderBorrarEl friki de los temas militares no soy yo, sino Tiburcio, que está un poco perdido últimanete. O Eborense, que no sé si leerá este comentario.
BorrarEn todo caso, yo lo que siempre le he escuchado a Tiburcio cuando hemos hablado de esto presencialmente es que el ejército de la República, o si lo prefieres el genio militar de Miaja, se concentraba en la capacidad de hacer grandes operaciones sorpresivas, buenos golpes de efecto; pero luego era bastante malo a la hora de mantener lo ganado en la continuidad. A ello hay que unir que la República se pasó las primeras semanas de la contienda convencida de que aquello iba a durar dos días y que terminaría con una victoria suya sin paliativos. Por esa dejadez, perdió Málaga frente a los mismos italianos a los que semanas después arreó de capones en Guadalajara.
Por lo tanto, yo reputo que la República nunca pensó en desembarcar en Marruecos, porque cuando lo pudo pensar ya no estaba en condiciones de hacerlo. Lo que sí sabemos, y de hecho hemos comentado en este blog, es que tuvo un proyecto de gran ofensiva en Extremadura, cuyo nonato fracaso es uno de los misterios de la GCE, de hecho.
En las primeras semanas de la guerra las fuerzas republicanas lograron con éxito un desembarco en Mallorca. Con abundante superioridad naval y aérea (esta última poco a poco contestada, y al final casi perdida), y en una costa sin fortificaciones ni guarnición. Una superioridad abrumadora; realmente, la única baza que tenían los republicanos para lograr poner pie en tierra a la vista de su incapacidad para encuadrar fuerzas militares dignas de tal nombre.
BorrarEn aguas del Estrecho, más confinadas, relativamente cerca de la base naval de Cádiz (en manos de Franco), con la posibilidad de que aparecieran por allí los cruceros de Ferrol (que acabaron apareciendo, en efecto, algo más tarde, y hundieron un destructor), en una costa que sí contaba con algunos puntos fortificados y tenía aún una guarnición relativamente grande (no todo el Ejército de África había pasado a la Península por entonces)... pues hubiera sido mucho más difícil. Mucho más.
Apunto dos detalles más. El acorazado Jaime I (un barco viejo, pero con más cañones de los que tenía Franco en sus barcos) bombardeó Algeciras y Melilla, sin oposición, con muy poco efecto. Su potencia se veía muy lastrada por tener una dotación revolucionaria, esto es, nada concentrada en la guerra. En esa misma línea, el cañonero Dato espantó al destructor Alcalá Galiano, muy superior en velocidad y artillería, y por las mismas razones de poca calidad de su dotación. Con semejante flota, y por las demás razones que apunto arriba, yo creo que nadie con dos dedos de frente en el mando o así republicano se hubiera planteado en serio un desembarco en Marruecos.
Eborense
Muchas gracias a ambos. Confirmáis mi idea de la absoluta ineptitud de las fuerzas republicanas. Como la historia se convierte en relato el inepto era Franco y si ganó fue porque tuvo suerte y por la ayuda alemana.
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