La primera CNT
Las primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo político
La República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo
Las cosas como son, como ya he dicho el sistema de comités obreros diseñado por los anarquistas sería todo lo ácrata que ellos dijesen, pero se parecía bastante al sistema de los soviet (aunque lo que un anarquista inteligente retrucará es que, en realidad, es el sistema de los soviet el que se parece al control obrero anarcosindicalista). Los comités fabriles de cada fábrica respondían ante un consejo general de industria, que eran órganos con capacidad de dictar reglamentos y regulaciones de obligado cumplimiento para los consejos fabriles; obligatoriedad que, hemos de entender, era una cesión del anarquismo más estricto hacia el hecho de que la situación era una situación de guerra. Los consejos de industria reportaban al Consejo de Economía, órgano consultivo del consejero de Economía de la Generalitat, que entonces era Joan Fábregas. Los comités obreros en las empresas privadas tenían amplias competencias fiscalizadoras.
Que para los anarquistas el decreto de colectivizaciones, tal y como quedó al final, fue una cesión respecto de sus principios, queda claro en la forma como lo juzgaron, incluso después de la guerra civil. Abad de Santillán, por ejemplo, dice de él que “no hizo más que desfigurar el sentido de la obra popular”, en referencia, entiendo, a la colectivización total. En todo caso, se felicita de que quedase en papel mojado, es decir, que su aplicación práctica se acercase más a lo que pretendían los anarquistas.
Santillán no miente. La Generalitat reguló; pero luego, en el juego corto, fábrica a fábrica, lo que acabó por imperar, de un modo u otro, fue la voluntad de la asamblea de obreros. También existen testimonios de asambleas celebradas en empresas pequeñas en las que la mayoría de la plantilla estuvo en contra de la colectivización; pero que fueron visitadas por líderes sindicalistas que dejaron claro que votar en contra era situarse en contra de la clase trabajadora (léase ganarse un billete al paseo nocturno), lo que hizo que las votaciones cambiasen radicalmente de sentido. La Generalitat, si tenía ganas de actuar en contra de estas acciones, no tenía ni medios ni poder. El día a día de la Cataluña republicana siguió siendo lo que, sobre todo, el faísmo quiso que fuera. Y esas prácticas, que en buena medida fueron abusos, deben de tenerse en cuenta a la hora de juzgar el estallido de mayo del 37.
El resultado de todo ello es que los anarquistas se incautaron de aproximadamente el 70% de las empresas catalanas. Pero, como hemos visto, en realidad no lo hicieron de una forma coordinada. Fracasado el golpe de Estado, y teniendo en cuenta la relación de fuerzas republicana, Cataluña y Aragón se enfrentaban, en la práctica, a tres modelos económicos: uno, basado en una planificación centralizada desde el gobierno, respondiendo básicamente al esquema que quería el PSUC; dos, un control efectivo por parte de quien realmente controlaba el cotarro, es decir la CNT y la FAI, pero de una forma centralizada, controlada desde los altos escalones del sindicato; tres, un proceso de empresas de taifas en el que la realidad de cada esquina dependía de lo que decidiesen veinte o treinta pollos en asamblea. Nunca sabremos si a Cataluña le habría ido mejor con las dos primeras opciones; pero es, cuando menos, mi convicción personal que así habría sido. La tercera opción era la peor de todas las posibles, y fue la elegida. En muy poco tiempo, Cataluña perdió prácticamente toda coordinación, toda referencia estadística. Nadie sabía, a ciencia cierta, cuánto se producía, dónde, dónde estaban las necesidades de materias primas, de divisas, esas cosas. Todo dependía de iniciativas personales ejercidas, en casos, por auténticos virreinatos anarquistas. La industria catalana de guerra, absolutamente fundamental para el esfuerzo bélico republicano y cuestión de vida o muerte tras la pérdida del Norte (otro factor que debe tenerse muy en cuenta al valorar la reacción anti anarquista de mayo del 37), nunca fue un cuerpo coordinado y que tuviese razonables dosis de autoconocimiento, que le permitiesen planificarse adecuadamente. Los catalanes marxistas escribirían en la posguerra páginas muy amargas responsabilizando a los anarquistas de todo esto.
Lo que la CNT propugnaba en el ámbito industrial: la colectivización de absolutamente todo, era lo mismo que propugnaba en el ámbito agrario. Sin embargo, desde el principio de la revolución había estado presente en ella la Unió de Rabasssaires, y eso pesaba mucho. El 5 y 6 de septiembre de 1936 se celebró en Barcelona una especie de reunión de campesinos revolucionarios en la que se decidió que las colectivizaciones deberían respetar al pequeño propietario. El agricultor modesto, se venía a decir, llegará a la colectivización; pero llegará por convicción, no por imposición.
Como siempre en estos procesos en los que intervino la CNT, hecha la ley, hecha la trampa. Los anarquistas, conforme fueron avanzando por el Aragón rural, fueron imponiendo la colectivización “voluntaria”. En un arabesco ideológico acojonante, Vicente Uribe, el ministro de Agricultura comunista, defendía los intereses de los pequeños propietarios; sí, esos mismos que su padrecito Stalin había deportado en masa por no haber querido hacer eso que ahora los anarquistas pretendían imponerles, aunque con etiqueta roja. Uribe, muy al cabo de la calle de las nuevas tendencias soviéticas, pues en 1936 era ya el propio Stalin el que hablaba de los “excesos de la colectivixzación”, olvidando, claro, que eran los excesos de Stalin; Uribe, digo, propugnaba expropiar las tierras de los grandes terratenientes (como el aristócrata interpretado por Adolfo Marsillach en La vaquilla).
En Cataluña, la presencia de los rabasssaires, fuertemente organizados en su sindicato y ligados a la Esquerra, que sabía bien eran un importante vivero de votos para ella, hizo que la política agraria tuviese que ser más moderada de lo que los anarquistas hubiesen deseado. Los rabassaires no eran propietarios sino arrendatarios con derechos, y esto facilitó que se identificasen con la revolución. El 22 de julio de 1936, veinticuatro horas después de haber ingresado en el Comité de Milicias, recomendaron a sus asociados apropiarse las cosechas, impagar los arriendos e incautar las grandes fincas; en otras palabras, no les costó apuntarse a la corriente revolucionaria. Cuando el gobierno de la Generalitat sustituyó teóricamente al Comité de Milicias, en la formación del gobierno de 26 de septiembre, la Unión recibió la cartera de Agricultura. Aquel mismo año de 1936, además, la UR incrementó su poder e implantación al absorber la Unió de Sindicats Agricoles para formar la Federació de Sindicats Agricoles de Catalunya. La Generalitat reforzó esta tendencia legislnado la obligación de los agricultores catalanes de afiliarse a la FSAC. Así pues, el sindicalismo anarquista agrario, que en otras partes de España había sido tan importante, quedó en Cataluña cercenado de raíz. Pero lo cierto es que dicho sindicalismo vivía de la figura del jornalero, prácticamente desconocida en el campo catalán. El dirigente de la UR José Calvet, que asumió la conserjería de Agricultura, negó constantemente cualquier apoyo a las tentativas colectivizadoras de los anarquistas.
La consolidación de la visión de los rabassaires en el campo catalán se produjo con los decretos de la Generalitat de enero y febrero de 1937. Se declararon nulos los contratos de cultivo anteriores al 19 de julio, y se pasó la carga de pagar los impuestos de los propietarios a los cultivadores. Asimismo, en una medida claramente antianarquista, se declaró que las fincas trabajadas por quienes hubieran sido arrendatarios de las mismas antes del golpe debían ser respetadas, incluso aunque el propietario hubiese sido declarado faccioso. Era, por lo tanto, un decreto anticolectivización, lo cual es curioso pues, en buena parte, estaba apoyado por unos tipos que obedecían a las consignas internacionales de la URSS, un país que pocos años atrás había colectivizado todo lo colectivizable a base de hostiar a ancianos, hombres, mujeres y niños, y matarlos de hambre.
El status quo en el campo catalán, por lo tanto, respondía a un extraño sistema, en el cual los agricultores no eran declarados propietarios de la tierra, pero todo lo demás se regulaba de manera que pudiesen ejercer como tales. Incluso se decretó la disolución de las colectividades que incumpliesen la norma. La lenidad revolucionaria rural catalana explica, cuando menos en parte, los excesos en la otra dirección que se produjeron en Aragón. En la región colindante, la CNT y la FAI eran dominadoras en las milicias que luchaban; y esto les permitía imponer su ley en aquellas poblaciones rurales que llegaban a controlar. Esta labor de convencimiento no siempre fue pacífica y, aunque hoy la mierdoria histórica no sea muy partidaria de sacar a pasear estas cosas, para el recuerdo quedaron episodios como el de Fraga, donde la angélica columna Durruti asesinó a 38 vecinos, argumentando que eran peligrosos fascistas, aunque más bien parece que lo que era, eran propietarios rurales que no querían entrar por su aro. Este estado de cosas permanecería así hasta el 11 de agosto de 1937 cuando, como una consecuencia de los sucesos de mayo, Enrique Líster, al mando de una brigada formada por soldados que hasta cagaban a la misma hora que Stalin, entraron en Aragón por la retaguardia, detuvieron a Joaquín Ascaso, presidente del Consejo de Defensa de Aragón, lo acusaron de robo de alhajas, lo destituyeron, disolvieron el Consejo de Defensa y, en las semanas por llegar, disolvieron los ayuntamientos revolucionarios y muchas de sus colectividades agrarias.
Pero nos hemos adelantado en el tiempo. En varios párrafos anteriores me he referido al hecho de que los anarquistas entraron en el gobierno de la Generalitat. Y en esto, como decía Pepe Ysbert en Bienvenido Mr. Marshall, os debo una explicación.
La colaboración anarquista con la gobernación no es sino el resultado de que muchos militantes anarcosindicalistas acabasen por darse cuenta de que los comunistas y otros republicanos tenían toda la razón al sostener que pretender contruir la revolución al tiempo que se intentaba banar la guerra, como canta el bolero, era necedad. Esto les movió a resignarse a la colaboración con los gobiernos de la guerra. El 4 de septiembre, en Madrid, dimitió el gobierno Giral, la última esperanza blanca de que el bando republicano fuese gobernado y coordinado por las fuerzas republicanas burguesas. Su sustitución fue plenamente lógica en manos de Francisco Largo Caballero. Caballero era, en ese momento, el republicano más popular y el hombre que, muchos de los republicanos estaban convencidos, sería capaz de aplastar a los facciosos. Largo formó un gobierno con tres socialistas moderados, otros tres de su cuerda, cinco republicanos y dos comunistas. En otras palabras, hizo un gobierno del Frente Popular, pero bien preocupado en dejar claro que dicho Frente había sido siempre lo que él decia que había sido: un instrumento suyo. Los anarcosindicalistas fueron invitados a formar parte del Ejecutivo, pero no quisieron. Ellos ayudarían, dijeron, pero darles carteras ministeriales era negar su esencia.
Nada más formarse el gobierno llamado de la victoria (aunque no había ninguna ministra llamada Victoria), la CNT convocó un pleno nacional de regionales para fijar posición frente a dicha formación. Se acordó apoyarlo, crear en cada ministerio un consejo asesor integrado por miembros de la CNT, la UGT, el Frente Popular y el propio ministerio. Y se acordó estar bien vigilantes de que el gobierno no recortarse los derechos sociales ya conseguidos (algo que, como hemos visto, estaba pasando, por ejemplo, en la actitud de la Generalitat frente a algunas colectivizaciones agrarias catalanas).
Yo creo que la CNT diseñó aquella propuesta pensando que todo sería algo así como la famosa frase de Romanones. O sea: haga vuecencia los ministerios, que ya haré yo las comisiones asesoras. Los anarquistas, pues, confiaban en ser una especie de shadow cabinet que decidiese en la sombra, limitándose los ministros de cada ramo a ser meros ejecutores de lo que se les dijera. Pero nada de eso pasó: ni los ministros se dejaron borbonear por las comisiones asesoras ni, de hecho, la CNT mandó tanto en las mismas. Así pues, pocos días después de haberse formado el gobierno de Largo, los anarquistas ya estaban reclamando juego revuelto y alguna solución que les permitiese tocar más pelo. Así pues, pronto pasaron dos cosas: una, el 27 de septiembre, que la CNT entró en el gobierno catalán; y otra, en noviembre, que lo hizo en el nacional.
Lo primero, por supuesto, era lo más sorpresivo. En la cuna del anarquismo obrero español, que era Barcelona, todo el mundo tenía bien asumido el apoliticismo cenetista. El anuncio de que los anarquistas serían consejeros dejó a todo el mundo pijarriba. La ultima ratio de este gesto de los anarquistas era la hostilidad, cada vez más evidente, del gobierno de Madrid hacia muchas de las decisiones que se tomaban en Cataluña. Esta hostilidad, teniendo en cuenta que en Cataluña mandaba de facto el anarquismo, venía a convertirse en el hecho de que el gobierno republicano atacaba al anarquismo y, por lo tanto, éste tenía que defenderse. El bastión anarquista, por otra parte, carecía de fábricas de armas, por lo que dependía en buena medida del suministro de Madrid. Otras posibles fuentes les eran hostiles: los vascos, por ejemplo, gentes que no le habían reservado ni un sitio a la CNT en su propio Consejo de Defensa, eran intensamente renuentes a mandarles pertrechos a los catalanes.
A finales de septiembre, Buenaventura Durruti no paraba de darle el coñazo a Largo Caballero con que necesitaba armas para su columna. Mariano Vázquez, dirigente sindical catalán, y Joan Fabregas, fueron a Madrid a tratar de conseguir algo del oro del Banco de España. Puede ser, aunque yo no lo tengo del todo claro, que hubiese anarquistas que decidiesen tomar dicho oro por las bravas. Aunque es difícil adverarlo, cierto es que algo así explicaría muy bien por qué el traslado se hizo con el secretismo y el concurso de tanta fuerza armada con que se hizo.
Cataluña le pidió a Madrid varios préstamos, poniendo como garantía unas acciones que había en la oficina barcelonesa del Banco de España, depositadas por las cajas de ahorros (y que yo tampoco creo que valiesen gran cosa). También les propusieron que el oro del Banco de España fuese llevado a Barcelona, para que se pudiese, además, reservar una partida para gastos de la propia Generalitat. El gobierno de Madrid no sólo les dijo que no sino que les vino a decir que Cataluña les debía dinero. Para valorar adecuadamente el intenso aroma de desconfianza entre ambas partes en que se desarrollaron estos hechos deberías leer o repasar el artículo en el que te cuento, entre otras cosas, el gesto que había tenido semanas antes Josep Tarradellas, por el cual se había hecho con todos los recursos de Hacienda y del Banco de España por artículo 33; un gesto que en Madrid sentó a cuerno quemado y que levantó un muro de incomprensión entre los dos territorios. Muro de incomprensión que hizo mucho por debilitar la capacidad bélica de la República, aunque éste sea un matiz de la GCE que la historiografía actual no tenga muchas ganas de analizar.
Pero lo más importante es que Madrid dejaba claro que, para cualquier ayuda, el Comité de Milicias, es decir, el gobierno paralelo de Cataluña ostentado por una mayoría obrera no votada y en buena parte impuesta por la fuerza de las armas, debería desaparecer. Abad de Santillán viene a decir en sus memorias que la CNT, sometida ante la posibilidad de perderlo todo, acabó por darse cuenta de que perder una parte (su pureza antipolítica) tal vez era un pago soportable.
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