La primera CNTLas primeras disensiones
Triunfo popular, triunfo políticoLa República como problema
La división de 1931
¿Necesitamos más jerarquía?
El trentismo
El Alto Llobregat
Barcelona, 8 de enero de 1933
8 de diciembre, 1933
La alianza obrera asturiana
La polémica de las alianzas obreras
El golpe de Estado del PSOE y la Esquerra
Trauma y (posible) reconciliación
Tú me debes tu victoria
Hacia la Guerra Civil
¡Viva la revolución, carajo!
Las colectivizaciones
Donde dije digo...
En el gobierno
El cerco se estrecha
El caos de mayo
A pesar de que, exteriormente, los signos parecían claros de que Cataluña estaba en las manos efectivas de quienes teóricamente la habían salvado del zarpazo golpista, es decir los anarquistas, en realidad, antes de que terminase el año 1936, y sobre todo cuando los asesores enviados por la URSS comenzaron a tener peso en las decisiones estratégico-políticas de la guerra, la operación de recentralización, por así decirlo, del poder catalán, comenzó a desarrollarse. Ya en octubre de 1935 se creó una Junta de Seguridad Interior que, de forma no muy pública, asumió, entre otras, a la Junta de Seguridad, es decir, el control sobre la disidencia golpista real o inventada. Al frente de la Junta de Seguridad estaba un esquerrista, Artemi Aiguadé; por lo tanto, un elemento relativamente importante, sobre todo en la retaguardia, pasaba a estar controlado por alguien procedente de la estructura de gobierno en su día democráticamente elegida por los catalanes. Era un movimiento necesario, dado que, al entrar la CNT en la gobernación catalana como veremos, se hacía necesario mejorar el control institucional para poder evitar que la estrategia de revolución total que defendían anarquistas y poumistas se convirtiese en algo imposible de regatear. El decreto de octubre también adscribió amplias competencias en la Consejería de Justicia, con lo que también se trataba de conseguir un mayor control de los tribunales populares que, la verdad, eran lo que eran (y, en parte cuando menos, siguieron siéndolo).
Lo que, sin embargo, no se podía evitar, en un marco de milicias populares como fue el que vertebró la respuesta militar republicana al golpe de Estado, fue que la CNT y la FAI fuesen absolutamente mayoritarias en lo que al esfuerzo bélico en Cataluña se refiere. El ejemplo más claro fue la ampulosamente llamada Columna de la Victoria o Columna Durruti. Beneficiándose de una imagen de invencible, Buenaventura Durruti fue pronto capaz de reunir más de 150.000 voluntarios para su columna. El 1 de agosto, en Madrid, el gobierno de la nación movilizó a las quintas de 1933 y 1935. El gobierno catalán ordenó lo mismo. Sin embargo, en un gesto que fue muy significativo para todas las fuerzas republicanas, la CNT proclamó que sus soldados no se integrarían en un ejército convencional, con sus uniformes y sus mandos y sus cosas; y, de hecho, organizó un acto monstruyo, en el teatro Olimpia, en el que 10.000 milicianos anarquistas proclamaron su idea del ejército popular de milicias. Declararon que estaban dispuestos a luchar, pero no a ir a cuarteles donde recibir órdenes de mandos “no emanantes de las fuerzas populares”. El fondo de la cuestión era claro: la CNT se consideraba inmersa en la revolución social que siempre había propugnado; pero era casi la única.
La reacción a la situación del Comité de Milicias fue ordenar el acuartelamiento de los soldados para, inmediatamente después, proceder a repartir los cuarteles entre las fuerzas políticas y sindicales. Así, la Esquerra se quedó con el cuartel de Montjuïch, el POUM con el cuartel de Lepanto, el PSUC con el del Parque; y la CNT y la FAI se quedaron cinco cuarteles.
En las milicias se introdujo un sistema de consejos de obreros y soldados (que, claro, no los llamaron soviets, pero, les guste o no, como si) para arbitrar el control ideológico de las milicias y, de paso, purgarlas de posibles elementos no queridos. Muchas milicias tenían a militares profesionales que se habían decantado a favor de la República, o simplemente el golpe de Estado les había pillado donde les había pillado, que actuaBan como “asesores”. Los comités de obreros y soldados cuidaban de mantenerlos en su sitio y de que no asumiesen más mando que el que ellos quisieran otorgarles. La extrema confianza que los anarquistas, principales defensores de la figura del comité de obreros, tenían en la misma, se demuestra por el hecho de que pervivieron a a creación del comisariado político militar por parte del gobierno de la República.
El Comité de Milicias Antifascistas, por otra parte, era un gobierno bélico paralelo en toda regla. Responsabilidad suya era pagar los emolumentos de los soldados que estaban en el frente, las indemnizaciones a sus familias, así como pertrechar las unidades. Esta última demanda, de hecho, era la que estaba en el centro del otro gran poder de los anarquistas en la zona catalana: el control económico. Puesto que ellos tenían que dotar a las unidades de lo que necesitaban, también eran responsables de convertir la industria de paz en industria de guerra.
Los anarquistas, dominantes en el Comité, se encontraron desde el primer momento con un problema muy grave; problema que, en buena parte, habían creado ellos: la escasez de armas para el frente. Se ha estimado que, en las primeras boqueadas de la guerra, habían en los frentes 30.000 fusiles, mientras que en Barcelona había el doble. Muchos de los que tenían armas, normalmente porque se habían hecho con ellas en las primeras horas tras el golpe, preferían guardárselas y esconderlas cuando el Comité trataba de allegarlas. Pero es que, además, para la CNT, puesto que además de la guerra también estaba construyendo la revolución, tan importante como resistir en los frentes era tener poder en la retaguardia para castigar a los señoritos e imponer su organización social; y para eso necesitaba armas porque, la verdad, el anarquismo, cuando llegó la guerra civil, se encontró con la inesperada, desagradable sorpresa de que, contra lo que postulaban sus teorías, a la gente el anarquismo ni le entra fácil, ni propende a él por naturaleza, ni leches. En muchas zonas de Cataluña y de Aragón, el anarquismo se impuso a hostias; y para dar hostias, hay que tener puños. Si a esto unimos que el gobierno de Madrid siempre estuvo tardano a la hora de dotar a las tropas del frente de Aragón, suspicaz como se sentía a la hora de valorar exactamente a quién, y para qué, enviaba todo aquello, pues ya tenemos el panorama completo de la escasez constante de armamento que se sufrió en el frente noreste.
Otro elemento importante del poder anarquista tras el golpe de Estado fueron los ayuntamientos. En su mayoría, éstos desaparecieron de la faz de la Tierra, incluso en el caso de que fuesen de la cuerda, y fueron sustituidos por comités locales que, en un proceso muy tradicional español que recuerda al levantamiento contra el francés siglo y pico antes, otorga el poder formal a instituciones informales. En los últimos días de 1936, el gobierno de Madrid derogó estas figuras alegales; pero no pudo acabar con ellas en Cataluña, donde siguieron existiendo hasta mayo del 37.
Por lo general, se formaban dos comités: uno político, y otro económico. Eran elegidos en asambleas obreras, con lo que venían a ser una especie de mix extraño entre la dictadura del proletariado marxista y el federalismo pimargalliano, que ya sabéis que consideraba que el municipio es la célula básica de decisión. La regulación de estos comités que hicieron los dos gobiernos, el de Madrid y el de Barcelona, exigía que dichos comités tuviesen una representación paritaria de todas las fuerzas republicanas; pero esto, como diría Rajoy, se cumplió, o no. En realidad, la relación de fuerzas reproducida era, normalmente, la del propio lugar.
En el ámbito económico, probablemente la primera medida que se tomó tras fracasar el golpe en Cataluña, de un fuerte significado simbólico, fue la apertura de las cajas de los montes de piedad y la devolución de aquellos objetos al pueblo. En efecto, el monte de piedad era el lugar donde mayoritariamente las personas de pocos recursos empeñaban lo poco que tenían para poder comer un día más o comprar tal o cual medicina. En pura teoría anarquista, todos aquellos objetos le habían sido robados a las personas por el sistema, y se les debían devolver. Según la propaganda del momento, sólo ese gesto le devolvió a las mujeres catalanas 3.000 máquinas de coser (porque, claro, en aquellos tiempos nadie, ni líder obrero ni leches, imaginaba para qué narices podía querer un hombre una máquina de coser...)
El segundo paso, que ya he insinuado, fue que la autoridad anarquista, ejercida fundamentalmente a través del Comité de Milicias Antifascistas, se hiciese con el control de los medios de producción. Una vez más, lo hizo con un gran espíritu anarquista, imponiendo algunas de sus medidas más queridas y defendidas, como el egalitarismo salarial. Este esquema, sin embargo, pronto se encontró con problemas. El primero de los problemas, obviamente, vino de que las desigualdades salariales, por mucho que muchas veces sean injustas, tienen su punto de verdad. Unas personas cobran más que otras porque trabajan más, trabajan mejor o, simplemente, su trabajo tiene más importancia que el de otros y crea más valor. En un entorno en el que todo el mundo gana lo mismo (por no mencionar a los que ya no ganan nada porque han sido declarados facciosos, y que eran, en su mayoría, los que de verdad gestionaban las fábricas); en un entorno así, digo, los incentivos para eslomarse son mínimos. Si a eso le unimos que el resto del mundo no se había vuelto anarquista y, por lo tanto, comenzaron a escasear las importaciones de Estados Unidos (sin las cuales el textil catalán no era nada) y que la peseta se había hundido, la industria catalana anarquizante muy pronto comenzó a tener problemas que, en puridad, no sabía cómo resolver. En consecuencia, en el paraíso revolucionario obrero comenzaron a producirse cifras alarmantes de desempleo obrero; en muchas fábricas hubo que imponer las jornadas de tres o cuatro días laborables, porque no había más cera que la que ardía. Eso sí, los salarios no sólo no se movieron, sino que el 19 de julio habían sido incrementados un 15%. Anarquistas y ugetistas, por otra parte, y puesto que podían ser tontos pero no gilipollas, pronto distinguieron entre incautar y controlar una fábrica. Las fábricas controladas, en las que la propiedad, por lo tanto, no había sido transferida, fueron, mayoritariamente, las que eran de capital extranjero. Los anarquistas no querían problemas reputacionales.
En términos generales, en todo caso, el gran problema de la Cataluña republicana era que había sido pasto de un proceso popular de creación de maxipoderes, poderes, minipoderes, podercillos y podermierdas por todas partes. En cada esquina de Cataluña, sacar adelante cualquier gestión, como obtener un pasaporte para poder irte al pueblo de al lado, era una gestión en la que, en ocasiones, era casi imposible saber verdaderamente a quién había que irle con la petición. Eso afectó especialmente al funcionamiento económico, con diferentes unidades productivas obedeciendo a instrucciones dispares según dónde estuviesen ubicadas o cuál fuese la composición ideológica mayoritaria en su plantilla. Desde agosto del 36, con la creación de un Consejo de Economía, comienzan las intentonas centripetas. Este consejo, sin embargo, estuvo lógicamente dominado por los anarquistas, quienes impusieron su agenda: monopolio del comercio exterior, expropiaciones a cascoporro, limitación de los alquileres sí o sí, colectivización de industrias, expropiación de unos negocios y control obrero de otros.
En octubre de aquel año, cuando la CNT decidió dar el paso de entrar en el gobierno de la Generalitat, ya no hubo obstáculos para que esta política centralizadora y racionalizadora se realizase desde el propio gobierno catalán. El principal resultado de aquello fue lo que conocemos como el decreto de colectivizaciones de 26 de octubre de 1936. El diseño de este decreto fue más que tormentoso. Juan Fábregas, su principal impulsor y redactor, llegó a tener un enfrentamiento tan frontal con el esquerrista Josep Tarradellas que incluso llegó a pensar en cargárselo. Aquel decreto, que pretendía salvar los muchos problemas surgidos en el post golpe mediante la colectivización generalizada de la economía catalana, iba lógicamente en contra de los intereses de la clase media y media-alta catalana; es decir, el vivero de voto fundamental de la Esquerra, que iba (y va) de muy de izquierdas, pero luego saca lo que saca donde lo saca. Pero no era ERC la única que estaba en contra. El PSUC, a cuyo través llegaban a Cataluña la prudencia con que en la URSS se estaban tomando la revolución española y que pretendía, más o menos, aplicar en la zona republicana las recetas leninistas de la NEP, sólo era partidaria de incautar aquellas empresas cuyos propietarios hubiesen "abandonado" por huida o fusilamiento, mientras que el resto debían seguir en manos de sus propietarios, con un control obrero un tanto desdibujado que asesorase, más que impusiese, al empresario.
El decreto fue aprobado a las cuatro de la mañana del 26 de octubre y se publicó aquel mismo día. Finalmente, afirmaba la voluntad de fomentar la colectivización de las grandes empresas, mientras que las pequeñas quedarían en manos de los particulares. De alguna manera, la CNT transigió. Pero lo hizo mucho menos de lo que puede imaginarse porque, la verdad, a finales de octubre de 1936, después de tres meses y medio de revolución en Cataluña, muchas de las industrias y empresas que el decreto decía proteger de la colectivización, en realidad, ya no estaban en manos de sus dueños; y la norma, la verdad, no decía nada de retrotraer incautaciones. La norma, por lo tanto, lo único que pretendía, y no era gran cosa, era proteger a aquellos de los votantes tradicionales de la Esquerra que, de alguna manera, habían conseguido permanecer tres meses al frente de sus negocios sin que sus empleados les hubieran señalado la puerta de salida. De hecho, la mayoría de estos casos eran establecimientos fabriles en los que, por unas razones u otras, la presencia de la CNT y de la FAI era mínima; así pues, también eran, en realidad, aquellos establecimientos que los anarquistas estaban menos interesados en controlar a través de estructuras presuntamente representativas de todas las sensibilidades republicanas que, en la realidad, ellos no iban a ser capaces de dominar.
En todo caso, las empresas catalanas quedaron encuadradas en dos tipos: las empresas colectivizadas, dirigidas por los obreros; y las empresas privadas bajo el mando de su empleador o gerente, asesorado por un comité de control. Todas las empresas de más de 100 trabajadores, o aquéllas en las que sus patronos hubiesen huido, eran declaradas como colectivizadas. También se colectivizarían aquéllas de menos de 100 trabajadorees en las que los obreros votasen la colectivización, y aquéllas consideradas esenciales por el Consejo de Economía.
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