Vamo' a hasé un sistema métrico
En París
España, contra el francés
En París
España, contra el francés
El 4 de mayo de 1814, Fernando VII
decretó el regreso de España a un régimen absolutista; regreso que
comportaría el arresto de la mayoría de los prohombres liberales
y, en ese mismo día, el decreto de nulidad sobre todos los
nombramientos realizados por la Regencia y las Cortes sin su expresa
aprobación; o sea, todos. El acto jurídico del 4 de mayo fue
clandestino; el rey todavía estaba en Valencia y, consecuentemente,
no las tenía aún todas consigo. La oportunidad, sin embargo, no
tardaría en llegarle.
El 10 de mayo, ya de camino hacia
Madrid, cuando comprobase por sus mensajeros que la capital estaba en
manos de las tropas del general Francisco Ramón de Eguía y López de Letona, quien ostentaría el bien explícito título de conde del Real Aprecio y era su gran apoyo, decidió salir
del armario: cesó a la Regencia y publicó el decreto de 4 de mayo.
Publicación que, de todas formas, se hizo todavía con cautela:
cuando el decreto fue público, los dos regentes distintos del
cardenal estaban ya arrestados.
Los regentes, en efecto, residían
entonces en habitaciones situadas en la planta baja del Palacio Real.
En la tarde del día 10 de mayo (el decreto no se publicaría hasta
la medianoche), el general Eguía, el conjunto de alcaldes de la Casa
y Corte y las necesarias tropas se presentaron allí para prender a
los regentes, que acababan de asistir a una sesión de las Cortes. Ya
el día 9 el general Eguía le había entregado al juez Francisco
Leyva la lista de una serie de personas que debían ser arrestadas en
Madrid; pero en esa lista no estaban todavía ni Agar ni Ciscar, lo
cual da la medida de la intensa prudencia con la que Fernando siempre
daba sus pasos.
La suerte de Ciscar, sin embargo, fue
relativamente blanda en principio. Detenido ya en la madrugada del
10, los jueces encargados de abrir los casos contra los detenidos no
encontraron motivo para elevarle causa, por lo que lo pusieron
rápidamente en libertad, eso sí, desterrándolo de la capital y
obligándole a residir en Murcia. Incluso el 14 de mayo el ya ex
regente obtuvo permiso para desplazarse de Murcia a Cartagena, dado
que allí residía su familia.
La llegada de Ciscar a Cartagena, sin
embargo, levantó las suspicacias de las autoridades absolutistas.
Gabriel era persona bien conocida en la ciudad, donde había
desarrollado buena parte de su carrera; Cartagena, además, era
población de honda raigambre liberal, así pues, al parecer, pronto
hubo pequeñas concentraciones frente al domicilio del marino que tal
vez tenían como objetivo expresarle apoyo y, temían los
absolutistas, prender la llama de la resistencia. De hecho, cuando
Madrid decidió nombrar gobernador de Cartagena a Spínola, viejo
conocido de Ciscar, las autoridades absolutistas protestaron
argumentando que, de esa manera, sería el ex regente el que
gobernaría la ciudad en la sombra.
Allá por julio, sin embargo, los
jueces se habían puesto ya las pilas y habían conseguido construir
causas contra la mayoría de los líderes liberales de las Cortes,
así como contra Agar y Ciscar. A finales de octubre llegó a
Cartagena la oportuna orden que decretaba el arresto de Ciscar y su
traslado a Madrid para responder por los cargos de aquella especie de
Causa General Absolutista. Ciscar fue detenido con mucha discreción,
hurtándose a la opinión pública el conocimiento del hecho hasta el
final, y trasladado a Madrid el 24 de noviembre.
En el juicio, Ciscar y Agar fueron
acusados de ser partidarios cerrados de los principios de la
Revolución Francesa, y de haber utilizado recursos presupuestarios
para realizar proselitismo de los mismos en toda España. También se
lo acusó de forzar con mañas las victorias parlamentarias
liberales; de haber bloqueado el juramento a Fernando VII hasta que
no acatase la Constitución; y, un clásico español, de haber
nombrado a dedo a amigos liberales para puestos públicos, entre
otras cosas.
El rey Fernando, quien yo creo que en
todo momento juzgó que el meollo de la oposición que tenía no eran
los regentes sino otros personajes contra los que desplegó su
violencia, fue relativamente lenitivo con Ciscar. El ex regente
estuvo en el maco poco más de un año, desde octubre de 1814 hasta
diciembre de 1815. El 15 de este último mes, el rey decretó el
destierro de Agar y Ciscar, así como su obligación de correr con
las costas de su proceso. Puesto que el destierro lo era a la
localidad de origen, Ciscar llegó el 28 de diciembre a Oliva,
población de la que no se movería hasta 1820. La rabia de Fernando
contra él en ese momento no debía de ser muy elevada, pues apenas
un par de años después, en medio de su destierro, y cuando Ciscar
escribió exigiendo una serie de sueldos que se le adeudaban,
Fernando se los concedió.
En este punto bien podría terminar la
referencia histórica de la vida de Gabriel Ciscar si no fuera por la
variabilidad que mostró la España del siglo XIX, y el reinado de
Fernando muy en particular. Dada la elevada calidad media de mis
lectores, en este punto daré por sabida la lección de que, en 1820,
seis años después del regreso del rey, éste se vio obligado a
jurar los principios constitucionales de los que había aborrecido a
causa del pronunciamiento de Cabezas de San Juan, que pronto encontró
yesca en otros puntos de España y que hizo girar el gobernalle de la
Historia de una forma bastante radical. Gabriel Ciscar, según su
propio relato, es decir el que hizo para tratar de evitar la condena
a muerte que dictó contra él Fernando, se encontraba entonces en
Oliva; llevaba allí muchos años, según él, bastante amargado por
la persecución injusta de que había sido objeto en 1814 y
totalmente alejado de cualquier movimiento político. Sin embargo, fue nombrado, por segunda vez, consejero de Estado. El nombramiento
no se producía porque Ciscar estuviese en contacto con la rebelión
liberal; fue un hecho automático porque una de las decisiones de los
alzados fue, simplemente, reintegrar a los consejeros de Estado
cesados en el 14. Es bastante seguro que Ciscar recibiese la noticia
de dicho nombramiento con notable disgusto, lo cual demostraría que
no sólo no se lo esperaba sino que, una vez producido, lo temió.
Contrito y todo, Ciscar no se lo pensó
(lo cual puede ser un síntoma de su sentido del deber, o de su plena
identificación con un proyecto que de alguna manera conocía) y se
fue a Madrid a jurar el cargo, cosa que hizo el 16 de abril. Esta
etapa, sin embargo, ya no está revestida de los oropeles de la
anterior. Ciscar ya no es un hombre tan joven, hemos dicho desde el
principio que era de natural enfermizo, así pues parece que el
intenso ritmo de trabajo y el clima (por llamarlo de alguna manera)
de Madrid le afectan mucho. En diciembre pide una licencia y se
vuelve a Oliva, donde permanecerá más o menos un año y, lo que es
más importante, solicitará a Madrid la jubilación de su empleo por
enfermedad (o sea, en términos actuales, más o menos una pensión
por invalidez). De Madrid le dijeron que ni de puta coña, así pues
en octubre de 1821 se trasladó de nuevo a Madrid, esta vez con toda
la familia, para reincorporarse al puesto. Como siempre, el sentido
del deber, ése que hace que los militares estén cortados de otro
árbol, hace que este tipo, que hizo todo lo que pudo para convertir
su compromiso liberal en una gavela que le permitiese tocarse los
huevos, una vez que no lo consiguió se implicó al máximo con su
trabajo. De hecho, fue de los pocos consejeros de Estado que acompañó
a Fernando a Sevilla cuando los Cien Mil Hijos de San Luis llegaron a
Madrid.
Hasta 1822, la labor de Ciscar fue la
de consejero de Estado más, en términos sucintamente muy parecidos
que los actuales.
En julio de 1821, el régimen liberal
se enfrentó a una seria crisis de opinión pública. Hubo grandes
manifestaciones en las calles contra el gobierno, que fueron
reprimidas. Las Cortes se dirigieron al rey censurando las
manifestaciones, pero también solicitándole un cambio de gobierno
pues el Legislativo consideraba que, en buena parte, la
responsabilidad de los disturbios era de la inoperancia de algunos
ministros. Por dos veces, el 29 de diciembre y el 31, el rey convocó
al Consejo de Estado; pero era tal la diversidad de opiniones que
albergaba éste que fue imposible elaborar un dictamen. Como fue muy
habitual en aquella época, los desencuentros de los consejeros de
Estado se convirtieron en una serie de votos particulares. En uno de
ellos, firmado por varios consejeros entre los cuales estaba Ciscar,
se proponía el cambio de gobierno, pero también la implantación
de algunas restricciones en el régimen liberal, como por ejemplo en
materia de imprenta o derecho de petición.
Un año después de comenzados los
disturbios, éstos están alcanzando un momento muy intenso. La
guardia del rey asume el intento de cambiar el régimen, si bien
entre los conspiradores había puntos de vista divergentes pues no
todos eran partidarios de defender el absolutismo. El 3 de julio de
1822, con este cuerpo militar en abierta rebeldía contra el
Ejecutivo, el rey Fernando convoca al Consejo de Estado, al gobierno
y a todas la autoridades de Madrid, a las cuales presenta una nota.
En dicho texto el Borbón, con notable cinismo, se queja de una
situación de rebelión militar que él mismo ha alentado (podríase
decir, por lo tanto, que en ese acto Fernando VII inventa al político
español moderno, amigo de decir una cosa y la contraria, y de crear
el problema para luego proveer la solución); y critica abiertamente
la presencia de Riego en Madrid, conectándola sibilinamente con
algunos rumores y noticias que dice tener de que hay una conspiración
en marcha para asesinarlo (al rey). Fue un movimiento destinado a dejar al
gobierno en evidencia, pues todo el mundo sabía que su capacidad de
responder a estas amenazas era nula. De hecho, los ministros,
conscientes de su debilidad, hicieron un renuncio a la hora de saltar
el obstáculo, y dejaron al Consejo de Estado el encargo de contestar
al rey.
El 4 de julio el Consejo de Estado
elaboró una respuesta en la que negaba la existencia de la
conspiración contra el rey, e intimando a éste para que cualquier
noticia que tuviese o dijese tener la pusiera en su conocimiento para
poder actuar. En plena reunión, sin embargo, le llegó al Consejo,
que estaba en compañía del propio gobierno, la noticia de que las
guarniciones seudo sublevadas de la guardia real, a las que se les
había ordenado el traslado a Toledo y Talavera de la Reina, se
negaban a moverse del Foro. Era un movimiento más de Fernando, como
hemos dicho antes, en el que creaba el problema para luego poder
exigir la solución. El Consejo, maliciándose que eso es lo que
estaba pasando, reclamó al rey que se desplazase a su presencia. El
rey empezó con su típico juego del gato y el ratón; decía que ya
iba, pero nunca llegaba. Una tonada mexicana canta:
porque es que estás
que te vas
y te vas
y te vas
y te vas,
pero no te has ido.
... pues éste era Nando.
[y yo estoy esperando tu amor,
esperando tu amor,
esperando tu amor,
o esperando el olvido.
Ésta era España.]
porque es que estás
que te vas
y te vas
y te vas
y te vas,
pero no te has ido.
... pues éste era Nando.
[y yo estoy esperando tu amor,
esperando tu amor,
esperando tu amor,
o esperando el olvido.
Ésta era España.]
En aquella reunión Ciscar, el marqués de Piedrablanca y el militar general Francisco Ballesteros firmaron un voto particular, que lleva fecha de 6 de julio, que defiende textualmente que el problema que sufre el país tiene su origen en la desconfianza del modo de pensar Su Majestad sobre la Constitución, fundada en la conducta de alguno de sus dependientes o familiares. Por lo que aconseja al rey que se aparte de esas gentes y licencie la guardia real. Este texto, al parecer, es sólo el trasunto de cosas más precisas que los firmantes dijeron durante la sesión del Consejo, y muy especialmente Ciscar al parecer, en defensa del régimen liberal y en ataque frontal a la actitud de Fernando respecto del mismo.
Ese
paso al frente, esa actitud nada renuente a exponerse al vilipendio
de los enemigos (se escribieron muchos folletos clandestinos acusando
directamente a Ciscar) pero también a la admiración de los
parciales, probablemente labró la fama de Ciscar, y también su
caída. Si se hubiera estado más callado, es probable que un año
después, a mediados de 1823, cuando el régimen liberal hacía aguas
por todas partes, las Cortes hubieran pensado en otro nombre para
asumir la Regencia. Pero no: pensaron en Gabriel Ciscar. Cierto es que fue Regente en cumplimiento de un formalismo; tan cierto como que ese formalismo podría haberse apartado si lo hubieran querido las Cortes. Ciscar fue Regente, simple y llanamente, porque los liberales quisieron.
Era
junio de 1823 y las tropas del duque de Angulema ya estaban en
España. El régimen estaba en peligro evidente y, para dirigirlo,
hacían falta personas que siempre hubiesen mostrado disciplina y
compromiso con el liberalismo. Una Regencia de última hora para la
que se eligieron los nombres de Cayetano Valdés, de Gaspar Vigodet
y, cómo no, de Gabriel Ciscar.
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