Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
Para Robert Deveraux, la verdad es que
la expedición a Cádiz, en su conjunto, había sido, si no un
fracaso, sí una mala idea. El problema es que, lógicamente, no pudo
participar en ella sin ausentarse de las islas, y eso dejó un
espacio importante a su gran oponente en el favor de la reina, Robert
Cecil, quien se quedó en casa. Cecil, un hombre más moderno en el
sentido lato de la palabra, ya no era uno de esos pares de la Corte
que basaban su predicamento ante el rey en su poder o capacidad
militar. Poco a poco, en los Estados europeos el señor feudal con
mesnadas a disposición era sustituido por eso que hemos terminado
por llamar un tecnócrata. Cecil, como su padre, era de esta clase, y
en la ausencia bélica de Essex no hizo otra cosa que maniobrar en su
contra a favor de sí mismo. Cuando lord Hundson se murió, Cecil
cantó bingo al conseguir el nombramiento de su suegro, lord Codham,
como lord Chamberlain.
Los caprichos del destino, sin embargo,
habrían de ponerle palos en las ruedas a los planes de Cecil. En las
primeras semanas de 1597, su mujer sufrió un aborto que le impactó
sicológicamente y, para colmo, muy poco tiempo después moría el
propio Codham, con lo que Cecil perdió a un peón muy bien situado
en la Corte para acceder a la reina y malmeterla sobre sus rivales.
Essex, no obstante, tampoco estaba en la mejor de las situaciones. En
los últimos años del siglo, muchas de las deudas que había
contraído para llevar a cabo su campaña normanda y la acción de
Cádiz estaban a punto de vencer y, en el mejor de los casos,
triplicaban su capacidad de renta anual total.
En realidad, siempre había sido así,
en Inglaterra como en otros países, dado que, de verdad de la buena,
ese tipo de dispendios acababa por pagarlos el Erario público. Esto
era así porque Essex, como otros notables de la Corte, se había
acostumbrado, por así decirlo, a que esas situaciones de
imposibilidad financiera se salvasen gracias a generosas aportaciones
de la reina, que las sacaba de donde las sacaba. Esta vez, sin
embargo, era distinto. Burghley, que lo sabía todo, estaba
perfectamente informado, cuando Essex partió para Cádiz, de las
muchas deudas que había contraído; y, por eso, nada más salir el
chulesco noble de Londres, se dedicó a comerle la oreja a la reina
para que las garantías hasta ahora concedidas graciosamente pasaran
por un, por así decirlo, proceso de auditoría. De esta manera, las
garantías reales pasaron a precisar la forma mancomunada de tres o
cuatro miembros del Consejo Privado, de los cuales, esto es
importante, uno debía ser Burghley, sí o sí. Isabel aceptó, lo
cual está en contra de lo que sabemos sobre su carácter y forma de
hacer las cosas. Ella era una monarca absoluta. Sin embargo,
probablemente se sentía ya cansada y un tanto incapaz para seguir el
ritmo agotador de la administración de un país.
Para William Cecil, las noticias de que
Essex había decidido tomar la ciudad de Cádiz, en contra de las
instrucciones de su commander in chief, fueron oro molido.
Ésta fue la situación que se encontró Essex cuando regresó a
Londres. El conde, como hemos visto, estaba acostumbrado a jugar con
red. Si hacía las conachadas que hacía, como por ejemplo perder
tontamente el mayor botín que jamás habría podido conseguir una
flota inglesa, era en parte porque era gilipollas, y en otra porque
podía serlo. Devereaux era un poco como un jugador de poker que va a
todas las manos porque tiene alguien que le da más fichas cada vez
que la caga. Ésta vez, sin embargo, no había crédito.
Essex sabía que tenía que reaccionar
para sobrevivir. Era eso, o retirarse a alguna esquina de Inglaterra
donde no lo pudieran encontrar ni las ardillas hambrientas. Como no
era ninguna inteligencia superior, no supo ver el principio general
de las venganzas, y es que deben tomarse frías; decidió ir a por
los Cecil aquí y ahora, acusándolos de corruptos y ladrones.
Arruinado como estaba, Essex distribuyó
pequeñas prebendas y gavelas entre quienes lo visitaban para crearse
una camarilla de poder. Dentro de dicha camarilla captó a Henry
Wriothesley, conde de Southhampton; y a lord Henry Howard, hermano
pequeño del duque de Norfolk, que había sido ejecutado en 1572
después del affaire Ridolfi. Wriothesley era un joven
afeminado y bisexual que había escandalizado a la Corte casándose
de penalty con Elisabeth Vernon, una de las aristócratas al servicio
de la reina. En cuanto a Howard, era un católico escondido que desde
muchos puntos de vista seguía siendo fiel a la causa de la reina de
los escoceses. Personaje ambicioso como era, evidentemente llevaba
muy mal su lejanía del poder. Era persona de elevada confianza de
Essex, hasta el punto que cuando Anthony Bacon fue incapaz ya de
gestionar la correspondencia personal del conde, él asumió la
tarea. El círculo más íntimo del conde se completaba con lord
Rich, casado con Penélope, la hermana menor del propio Essex. Era,
en su tiempo, el más afamado abogado de Londres.
Essex, sin embargo, lo tenía muy
complicado para llegar a la reina. Isabel tenía para entonces 63
años, que son como ochenta u ochenta y pico de hoy en día. Sufría
diversos problemas de salud y frecuentes dolores invalidantes que
tenían como consecuencia que raramente se moviese de sus palacios
londinenses, donde era fácilmente controlada por sus más cercanos.
El conde, por lo tanto, comenzó una especie de campaña de prensa de
sí mismo, tratando de destacar su perfil religioso para sacudirse la
fama de picha brava. La cosa, sin embargo, no le salió muy bien,
porque se encoñó con la condesa de Derby, la joven Elisabeth
Stanley; que, para colmo, era nieta de Burghley y la sobrina favorita
de Robert Cecil. La verdad es que el tipo no tenía, que se dice, el
don del tacto.
En la punta sur de Europa, un también
envejecido Felipe II tenía problemas para tragar con la humillación
de Cádiz. Al rey español todas las cosas que los ingleses habían
hecho mal en la operación se la sudaban, porque lo que sentía era
una profunda vergüenza por haber sido noqueado. Quizá por eso, y
tal vez en contra incluso de su propio juicio, ordenó la puesta en
el mar de una segunda Gran Armada, el 13 de octubre de 1596, a todas
luces demasiado tarde en el calendario anual.
Era una flota de unos 126 barcos cuyas
órdenes principales eran devolver en Brest la acción de Cádiz e
invadir las islas. Sin embargo, el 17 de octubre se produjo una
galerna que causó gravísimas pérdidas a la flota, mientras que los
barcos supervivientes se tuvieron que bajar a Coruña y Ferrol.
Este fracaso era más o menos
contemporáneo en el tiempo con las reuniones que comenzaron a
mantener lord Howard y Burghley, discretamente convocados en casa de
éste último, para discutir medidas que llevasen a consolidar el
liderazgo inglés en el Atlántico. Howard, sin embargo, era
demasiado mayor para poder comandar la operación. Por esta razón,
la reina, en cuanto supo de ella, sugirió el nombre de Essex.
Devereaux, una vez más, estuvo a piques de cargarse su candidatura
al exigir que se realizase una operación en plan Gran Armada
Inglesa; fue rechazado, pero por lo menos tuvo la cintura de
acercarse a Robert Cecil y Ralegh para acordar una postura conjunta,
que fue finalmente aprobada en abril de 1597.
El plan de abril de 1597 le daba
oficialmente a Essex lo que éste siempre había pretendido: el
permiso y la orden para atacar y tomar permanentemente un gran puerto
español, que a partir de ese momento se convertiría en una base
inglesa desde la que la marina de su Majestad procedería a bloquear
la costa española. Ralegh sería su adjunto, papel a cambio del cual
pudo regresar a la Corte y recibir de nuevo su viejo empleo de
Capitán de la Guardia, además de algunas estipulaciones en la
expedición que le garantizaban sustanciosos beneficios. Cecil
recibiría por su parte otro puesto, el de canciller del ducado de
Lancaster, generosamente dotado de rentas y el almirante Howard
también recibía una serie de tierras, en este caso a cambio de no
irle a la reina con movidas que la impulsaran a desaprobar la
operación. Da la impresión, por lo tanto, de que allí todo el
mundo ganaba a costa de la acometividad del conde.
Toda, absolutamente toda, la fiesta, la
pagaba la reina. Da la impresión, de nuevo, que los conspirados
habían negociado entre ellos con la convicción de que Isabel no
sería ningún obstáculo; que, de alguna manera, seguía siendo la
jovencita inexperta y un tanto acojonada que era décadas atrás.
Pero ahora Isabel era una vieja bastante amargada y con mucha
experiencia y, la verdad, les vio venir cuanto todavía no habían
llegado ni a un kilómetro de Nonsuch, y por toda respuesta a su
propuesta les dijo niet. Su argumento fue simple: ella siempre
aprobaba acciones así como respuesta a amenazas, y los ahora
coligados no habían sido capaces de demostrarle que existiese una
ahora.
Lo que dijo Isabel era una verdad a
medias. En los días anteriores a la propuesta había tenido noticias
precisas de serios contratiempos sufridos en Normandía por los
intereses defendidos por los ingleses. Las tropas protestantes
holandesas habían consolidado su poder sobre las seis provincias del
norte (Holanda) tras ganarle a los españoles la batalla de Turnhout
(enero de 1597); sin embargo, el esfuerzo de controlar lo que se
consolidaría como la Holanda protestante les dejó demasiado secos
como para poder plantar nueva batalla en la Picardía, donde Enrique
IV estaba haciendo lo que podía.
Sin embargo, pasó algo. El comandante
español archiduque Alberto tomó Amiens pocas semanas después de
que Ralegh, Cecil y Essex elaborasen su ambicioso plan. Ahora las
tropas españolas podían cruzar el Somme y acampar a tiro de lapo de
París. Enrique había enviado emisarios a Isabel en demanda urgente
de ayuda; tan urgente que incluso le ofreció quedarse con Calais
como garantía frente a las deudas que el rey francés estaba
contrayendo contra ella; siempre y cuando la reconquistase, claro.
Isabel, sin embargo, le dijo aquello de los catalanes del chiste de
la Cruz Roja (“yo ya he dado”), a pesar de que tal respuesta
colocó al francés en la tesitura de pactar con los españoles.
Efectivamente, la estrategia de Enrique fue, a partir de la negativa
de Londres, recuperar Amiens y, después, activar el pacto con El
Escorial que se había comprometido con Londres a no negociar
unilateralmente. De hecho, casi inmediatamente activó terminales en
Roma para que contactasen discretamente con representantes españoles
allí.
La toma de Amiens, pese a provocar la
negativa de la reina respecto de las peticiones del rey francés,
tuvo sin embargo la consecuencia de moverla a repensarse su negativa
a los planes de un ataque a España. Los ingleses tenían informes
precisos de que Felipe II estaba acopiando y reparando una importante
flota en Coruña, Ferrol y Lisboa, que podría llegar a tener la
capacidad de transportar 16.000 hombres. De hecho, a finales de mayo
de aquel 1597, Isabel le estaba escribiendo al conde Mauricio de
Nassau para pedirle que le enviase de vuelta un millar de veteranos
de las tropas de sir Francis Vere.
Essex, por su parte, se endeudó
todavía más para financiar la adquisición de varias decenas de
barcos más, mientras desarrollaba un plan para realizar una leva de
marineros entre los mejores soldados de las milicias locales
inglesas. Este plan era, en realidad, una ilegalidad, pues no se
podía obligar a miembros de milicias locales a embarcarse, pero el
conde debió de considerar eso de que en tiempos difíciles,
soluciones sencillas. El 4 de junio, tras mucha yenka como de
costumbre, la reina le firmó a Essex su nombramiento como teniente
general de la expedición. Según sus instrucciones, el principal
objetivo de la acción sería la destrucción de todos los navíos
surtos en el puerto de El Ferrol, tras lo cual lo más racional sería
que Essex navegase hacia las Azores y allí tomase la isla de
Terceira, con un ojo puesto en los barcos mercantes que llegarían de
Indias, claro. Se incluía, eso sí, la autorización para tomar
cualquier plaza española, aunque da la impresión de que, acojonada
con las consecuencias de sus propias acciones, conforme se acercaba
el momento de la partida, más partidaria era Isabel de centrar todos
los esfuerzos en la isla de Terceira.
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