En junio de 1823, cuando Ciscar fue
nombrado miembro de la Regencia por segunda vez, las tropas del duque
de Angulema se encontraban ya avanzando en España como el cuchillo
caliente en la mantequilla, y las Cortes tenían muy claro que el rey
Fernando las estaba esperando y ambicionaba contactar con ellas. Por
ello, en un último gesto para salvar su régimen, declararon al rey
transitoriamente enajenado y designaron una regencia.
Como ya he escrito en estas notas
anteriormente, refiriéndome a la llegada de Fernando a la corona de
España, durante todo el primer tercio de siglo se aprecia una
melodía sorda en la Historia de España, una melodía que tal vez
cambia de tono precisamente a partir del segundo tercio, por la cual
las fuerzas absolutistas exhiben mucha mayor pericia política, y una
mucho mejor comprensión de la situación, que sus contrarios
liberales. Ocurrió con la llegada de Fernando con la sabia
utilización de la Iglesia y su capacidad de movilización, en la que
se aprovechó el error táctico de poner demasiada carne en el asador
de la abolición de la Inquisición. Y volvió a ocurrir en 1822-23,
cuando el absolutismo estuvo muy fino a la hora de instrumentar el
típico trile del desarrollador de software antivirus: primero
te infecto, ergo creo el problema; y después aparezco yo, como
salvador, y te vendo mi producto.
Los absolutistas crearon el ambiente
irrespirable del verano y el otoño de 1822. Por lo tanto, primero
crearon el problema de un país que no era capaz de recuperar la
normalidad; y, con posterioridad, exigieron soluciones de hierro que
la garantizasen. A partir de octubre de dicho año cantan bingo
cuando el Congreso de Viena se fija en la situación en España y
decide que va a tomar cartas en el asunto para reinstaurar en el
Palacio Real a un rey absoluto. En febrero de 1823 las Cortes, que ya
tienen claro que el país va a ser invadido con la anuencia secreta
del rey, comienzan a pensar en la necesidad de dictar un cambio de
residencia del mismo; y por dicha causa algunas semanas después lo
despachan hacia Sevilla. De hecho a finales de aquel mes de marzo el
gobierno de España, como ciento y pocos años después haría en
dirección a Valencia, habrá abandonado Madrid para situarse en la
capital andaluza. El 7 de abril, la fuerza francesa pactada por la
Santa Alianza, los Cien Mil Hijos de San Luis, pasa el Bidasoa. En
Sevilla, como ocurrirá en 1939 en París y en México DF, queda un
gobierno que se intitula de tal y que ante la Historia tiene la
legitimidad de serlo pero que, la verdad, no gobierna nada. De hecho,
en un gesto muy español (y muy liberal siglo XIX, y muy republicano
guerra civil), las diferentes banderías y capillas existentes en el
poder constituido (ejem) se suelen enfangar en peleas intestinas que
muy poca lógica; como dos ganaderos peleándose por la propiedad de
una vaca moribunda.
Los militares, como suele pasar, se van
oliendo la tostada y toman sus decisiones. Importantes comandantes de
la tropa española, en lugar de presentarle batalla al duque de
Angulema, se le unen. En realidad, las Cortes ya no saben muy bien en
quién confiar. Cuando los franceses llegan a Madrid, establecen allí
una Regencia propia, que cuenta inmediatamente con la anuencia de las
grandes potencias europeas. Para entonces, en Sevilla las divisiones
entre liberales, que alcanzan el cainismo con la misma facilidad con
la que se mató a hostias a Andreu Nin un siglo después, unidas a la
agitación absolutista, cada día más descarada, convierten a la
ciudad en un lugar donde es peligroso incluso irse a comprar un
condón. En las propias Cortes, diputados que durante el trienio
liberal han estado más o menos callados, ahora hablan del rey
absoluto sin pudor; y el partido de los que quieren llegar a algún
tipo de entente crece, porque todo el mundo quiere siempre conservar
el cuello, la coima y el puestecillo.
Llegado junio, el núcleo liberal del
régimen decide apostar por la épica histórica: repetir la jugada.
El mismo enemigo, Francia; y el mismo lugar: Cádiz. Angulema es
dueño ya de todo el norte y las Cortes no se sienten seguras en
Sevilla. El 11 de junio se distribuyen por la ciudad noticias,
algunas ciertas otras ya no tanto, que dicen que los Cien Mil Hijos
de San Luis están en la boca del primer túnel del AVE en
Despeñaperros, así pues que no van a tardar nada más que unos días
en presentarse en Kansas City (barrio). El Consejo de Estado propone
que gobierno, Cortes y rey se trasladen a Algeciras, pero es el
único: la mayoría de la opinión se decanta por Cádiz, atraída
por las capacidades galvanizadoras del gesto. Una comisión
parlamentaria, presidida por Cayetano Valdés, se dirige a ver al rey
para explicarle el plan del viaje. Es entonces cuando Fernando, que
desde hace semanas ambiciona entrar en contacto con las tropas
francesas, se niega a salir de Sevilla, dándole la excusa perfecta a
Alcalá Galiano para proponer su declaración de enajenación mental
transitoria, lo cual lleva aparejada la formación de la Regencia que
ya he adelantado.
Esta Regencia fue nombrada, en todo
caso, con un mandato provisional que sólo le alcanzaba a garantizar
el traslado del rey a Cádiz. El presidente de la misma fue Cayetano
Valdés porque en ese momento era uno de los prohombres liberales más
comprometidos con la causa; si Ciscar y Vigodet entraron en la terna
fue por mantener las formalidades, ya que eran los dos consejeros de
Estado más antiguos; un gesto con el que los liberales demostraron
que seguían siendo, la verdad, unos maulas. Con la norma de la
antigüedad colocaron a un hombre rectamente comprometido con el
liberalismo como Ciscar; pero también es cierto que colocaron a
otro, Vigodet, que tenía muy pocas ínfulas revolucionarias; tantas
que, en un gesto totalmente impropio, solicitó del rey su placet
para aceptar el nombramiento.
¿Era un gesto necesario formar esa
Regencia? La verdad, es dudoso; y más dudoso se convierte si lo
ponemos en relación con las consecuencias que provocó. Una vez más,
nos encontramos aquí con el problema de la miopía liberal; de
nuevo, un hecho que establece un paralelismo con otro enfrentamiento
civil que tendrá lugar en España como cien años después.
El gran problema de las fuerzas
políticas que en España han representado, en cada momento,
posiciones que se suelen denominar progresistas, es la superioridad
moral. En 1823, como en 1936, se produjo el fenómeno de una serie de
personas, representantes de posturas ideológicas que establecían
grandes elementos de novedad sobre lo conocido, que, convencidas de
la bondad intrínseca de sus ideas, no quisieron aceptar el concepto
de que la calle tal vez no compartía con ellos tan altos y
beneficiosos designios. Las Cortes de 1823, a pesar de que ellas
mismas se habían fijado la regla constitucional de que para
establecer la enajenación del rey haría falta constituir un consejo
médico que así la auditase; las Cortes, digo, se saltaron su propia
legalidad declarando a Fernando loco porque yo lo valgo.
Establecieron una Regencia de dudosa legalidad (puesto que el
catalizador de la misma, la locura del rey, no estaba aceptablemente
establecido), y le dieron a la propaganda absolutista, no me cansaré
de decir que mucho más eficiente que la suya, la disculpa perfecta
para divorciar a la calle del régimen constitucional. Sin embargo,
cuando las gentes en Sevilla se alzaron violentamente, que lo
hicieron como en otras muchas ciudades, las Cortes simplemente se
negaron a creer que era por su culpa. La gente tenía que
entender que todo lo hacían por el bien de la nación y por el logro
supremo de la libertad. Exactamente igual que tantos y tantos
republicanos en 1936 no fueron capaces de entender que el hecho de
que las zonas donde triunfaba el golpe de Estado no se produjesen
protestas de importancia tal vez se debía a que había mucha gente
que no les creía cuando se decían defensores de la democracia.
Es por la razón de lavar esta mancha
que, a toro pasado, pasadas las décadas, el propagandismo liberal,
como el propagandismo republicano, se afanó en ridiculizar la
actitud absolutista (vivan las caenas), en convertirla en cosa
de cerriles agricultores cejijuntos que jamás habían leído otra
cosa que la Biblia; como se ha embarcado en la misión, exitosa, de
convencernos de que el golpe de Estado del 18 de julio del 36 fue
idea de cuatro amigos egoístas y apoyados por los grandes de España.
Esta es una forma de designar la realidad pero es, sobre todo, una
forma hábil de extender un espeso sudario sobre los errores propios.
Fernando VII aporta una figura genial para todo esto porque fue, con
mucho, el peor rey que ha tenido España; el más egoísta, el más
mentiroso, el más traidor, el más cruel. De haber tenido enfrente
un Carlos III, a los liberales les habría sido muy difícil arrimar
el ascua a su sardina histórica; pero con seguridad lo habrían
conseguido porque la gente, y los catedráticos no digamos, siempre cree que lo que quiere creer, siempre lee libros donde sabe que pone lo que quiere leer.
Sin embargo, lo cierto es que la calle,
y no sólo los Cien Mil Hijos de San Luis (que, como se ve, el mantra
ése de ganaron por la ayuda extranjera siempre ha dado para
mucho), se les puso en contra. La gente no es tanto que estuviera
encantada de ser encadenada; es que no estaba dispuesta a apoyar a un
sistema constitucional que declaraba loco a su jefe del Estado con
alevosía y fraude de ley. La ceguera de los liberales, sin embargo,
es tal que el propio Ciscar, a la hora de juzgar la pertinencia de la
Regencia, argumenta que es una medida necesaria para evitar un
atentado al Rey y a la Real Familia; ignorando, en estas
palabras, que tal vez eran los miembros de la Regencia los que
corrían más peligro que Fernando si se paseaban por la calle.
El día
11 de junio, un grupo de liberales había conseguido ya abortar una
rebelión absolutista dirigida por el general John Downie, un escocés
que servía en el Ejército español desde 1810. Downie estaba en
confluencia con algunos oficiales, y, aunque ya había militares
liberales que tenían poca confianza en él, consiguió que Vigodet
le autorizase a tomar unas tropas de caballería de palacio, con lo
que se hizo con unos efectivos tal vez suficientes como para llevar a
cabo su plan, que no era otro que tomar al rey y llevarlo al
encuentro de Angulema. Pero un oficial del Ministerio de la Guerra,
Braulio López, salvó la situación in extremis entrando en palacio
a las nueve y media de la noche, incluso sin conocimiento de sus
superiores, y arrestando al escocés.
Dentro
de la labor tan magra realizada por la Regencia, el trabajo más
importante de Ciscar se produjo el 12 a primera hora de la mañana,
cuando le fue encomendada la labor de entrevistarse con el rey para
convencerlo de trasladarse a Sevilla. Fernando, genio y figura, dijo
que sí, como siempre, aunque son sus actos dijo que no. Dilató lo
más posible el viaje, con la excusa de que tenía que hacer el
equipaje. En todo caso, no fue el único que le hizo luz de gas al
proyecto del gobierno. Las propias autoridades sevillanas no se
dignaron contestar a los requerimientos gubernamentales, y en el
propio Ejército no faltaron altos mandos que pusieron palos en las
ruedas.
En un
gesto muy español (recuérdese el chiste del Infierno español y el
cubo de mierda), para cuando la Regencia tuvo listo el viaje,
descubrió que carecía de los carros necesarios para llevar todo el
equipaje. Ciscar, de hecho, se entrevistó por segunda vez con el
rey, para decirle que el traslado debía producirse con o sin
equipaje. La Regencia hubo de encontrarlos por sí sola, mientras el
ya general Riego se ofrecía a las Cortes para convencer él
por sus medios al rey. La actitud de Riego, que no ocultaba su
intención de sacar a Fernando poniéndole una pistola en la oreja,
forzó una tercera entrevista de Ciscar con el Borbón, tras la cual,
por fin, Fernando accedió a moverse. En los minutos que
transcurrieron entre las cinco, hora en la que Riego se presenta ante
la Regencia para solicitar permiso de ver al rey; y las seis y media,
hora de partida de la expedición, algo debió pasar, y no muy bueno,
entre los regentes y el otrora teniente alzado, porque el hecho es
que Riego se negó, días después, a que las Cortes declarasen
beneméritos a los regentes.
Aquella Regencia, sin embargo, no fue
tal, y eso es algo que los propios regentes sabían y asumieron. Fue
un órgano constituido para organizar el viaje del rey a Sevilla, y
con el final de tal viaje feneció. Fue creada un 11 de junio a las
11 de la noche; al día siguiente, ya por la tarde, consiguió sacar
al rey de Madrid y, a la llegada del mismo a la capital de la Bética,
el día 15, fue disuelta por un decreto.
El traslado a Sevilla, como sabemos,
poco resolvió. En la ciudad andaluza, como en cualquier otra
importante de España, había un núcleo significativo de personas de
tendencias absolutistas, y el gobierno temía que en cualquier
momento decidiesen animar una revuelta. A todo ello se unía la
actitud del rey, que si antes se había mostrado contrario a irse a
Sevilla, ahora redoblaba su negativa respecto de ir a Cádiz. Algunos
testimonios, como los del propio Ciscar, nos vienen a decir que los
prohombres liberales (¡down from the guindo!)
no se sentían seguros.
De
hecho, Sevilla, tras la partida de gobierno, Cortes y rey hacia
Cádiz, se sumió en un profundo caos. Las turbas se hicieron dueñas
de las calles y, automáticamente, se produjo esa situación que hay
quien tiene en un pedestal, en la cual la propiedad privada quedó
abolida de facto. En
Cádiz, mientras tanto, las Cortes reanudaban sus sesiones el 18 de
junio. Si las primeras Cortes de Cádiz pueden ser definidas, con un
poquito de ilusión mítica todo hay que decirlo, como las Cortes de
la Ilusión, éstas segundas, cuando menos para mí, bien pueden ser
consideradas las Cortes de la Ceguera. Los diputados dictaban normas
creando tribunales especiales para el juicio de las actuaciones
contra el régimen, como si no supieran que esos tribunales ya no
tendrían soberanía ni sobre los testículos derechos de Sus
Señorías. Por lo demás, en un gesto abracadabrante, aquellas
Cortes se aplicaron a desarrollar la labor legislativa
ordinaria, discutiendo leyes y
enmiendas, como si el país no estuviese ocupado por una potencia
extranjera.
Aquellas
Cortes, en todo caso, vendrían a servir como teatro principal de los
enfrentamientos cada vez más evidentes entre los diferentes bandos
liberales. Su primer punto de fricción, que ya he apuntado, fue su
propuesta de declarar beneméritos y heroicos a los miembros de la
Regencia. Conforme avanzó el tiempo, sin embargo, las diferencias se
centraron en el ámbito militar. Los franceses, en todo caso,
avanzaban muy deprisa, y el 20 de septiembre se hicieron con Sancti
Petri. El general Riego tomó la decisión épica de colocarse al
frente de las tropas, en un gesto que buscaba galvanizar a los
españoles liberales; sin embargo, como era un buen conspirador pero
como militar dejaba algunas cosas que desear, por no mencionar que
aquélla era ya una lucha de uno contra diez, cayó prisionero casi
en los movimientos de apertura. El 28 de septiembre, un gobierno y
unas Cortes totalmente desbordados no tuvieron más remedio que
autorizar una entrevista entre Fernando de Borbón y el duque de
Angulema.
Fernando,
el 30 de septiembre y antes de partir hacia la entrevista que, lo
sabía él y lo sabía todo el mundo, iba a acabar con el régimen
constitucional, publicó un decreto en el que prometía un olvido
general de todo lo pasado y el mantenimiento de todos los empleos (lo que para gentes como Ciscar era fundamental). Si en ese momento
hubo pocas o muchas personas que se coscaron del detallito de que el
Borbón tenía ya una larga historia prometiendo una cosa y haciendo
la contraria, no sabría decir; tiendo a decantarme porque buena
parte de los liberales, apoyados en el bastón ya comentado de la
superioridad moral, le creyeron.
Como
prueba de lo que digo, Ciscar, Vigodet y Valdés, en su calidad de ex
regentes (a la que el último de ellos unía la de líder de las
Cortes), acompañaron al día siguiente, 1 de octubre, al rey hasta
el Puerto de Santa María, donde lo esperaba Angulema. El rey se
entrevistó con el francés, así como con el Duque del Infantado,
que presidía la Regencia absolutista creada en Madrid; y con fray
Víctor Damián Sáez, ministro de Estado en el gobierno de la
capital del país. Entre éstos y el propio rey redactaron un
manifiesto, que lleva fecha de ese día, en el que el rey declara que
no ha sido dueño de sus actos y que, cómo no, donde dije digo,
ahora digo por culo.
Lo que
siguió fue, lógicamente, el enseñoreamiento de las calles por
parte de las partidas de la porra absolutistas, normalmente lideradas
por gente ensotanada. Con tal liberalidad en las hostias se
desempeñaron que el propio duque de Angulema, un absolutista francés
de libro, se largó de España llenándolas de improperios. Todo lo
que oliese a liberal fue condenado a muerte; incluyendo, el día 4,
los tres maulas que habían acompañado al rey en su periplo.
Un
general francés, el conde de Ambrugeac, hemos de suponer que tan
horrorizado con lo que estaba pasando como el propio Angulema, hizo
algo más productivo que largarse: avisó a Ciscar y a Valdés de que
les estaban preparando la soga. Buen indicativo del nivel de ceguera
que habían alcanzado aquellos liberales es que ninguno le creyó en
un primer momento. Ambos dijeron que se presentarían ante el
oportuno tribunal (a pesar de que su condena se había dictado sin el
concurso de alguno de ellos) para probar su inocencia. Ambrugeac y el
jefe de las tropas francesas en Cádiz, conde de Bourmont, decididos
a salvar a aquellos dos lirios de su propia inocencia, los arrestaron
y los metieron en un barco francés.
De ahí Ciscar pasó a una corbeta que, el día 7, puso proa a
Gibraltar.
Ya
en la colonia británica, Ciscar permaneció en su ceguera. Como la
mayoría de los exiliados de la Historia de España, es claro que
pensaba permanecer fuera del país muy poco tiempo, pues pronto,
creía, se esclarecería el hecho de que él todo lo que había hecho
había sido cumplir con su deber. Ya el 26 de octubre le escribe a
Juan María Villavicencio y de la Serna, jefe de la Armada, para
incoar su caso y defender su inocencia. El alto mando militar
fernandino ni siquiera se dignó acusar recibo del email. En
diciembre, Ciscar volvió a la carga, escribiéndole en este caso a
Bourmont. Solicita ser incluido ya sea en una amnistía
general, ya sea en una providencia especial que no infame mi
reputación, y afirma estar casi
ciego, con mucha debilidad de cabeza y falto de salud,
sin recursos y abocado a trasladarse a Inglaterra a
mendigar el sustento.
Como
quiera que el francés tampoco le contesta, en marzo de 1824 Ciscar
lo intenta directamente con el rey. Fernando nunca le contestó a su
carta y, de hecho, le contestó el 24 de mayo cuando, por decreto,
reguló la amnistía de los delitos de la etapa liberal, con expresa
exclusión de la misma de algunos de ellos... entre otros, los de la
Regencia.
Convencido
ya de que le van a hacer un juicio, Ciscar redacta una defensa que
envía al tribunal sevillano; tribunal que, sin embargo, el 20 de
abril de 1825 lo condena a muerte. El 16 de noviembre de 1826,
Fernando confirma la sentencia.
Para
entonces, la situación crematística de Ciscar había mejorado, pues
el duque de Wellington le había señalado una pensión de su
peculio. Pero, lógicamente, para un hombre tan gustoso del honor,
aquella sentencia tuvo que ser la puntilla.
Gabriel
Ciscar vio su salud muy rápidamente deteriorada en Gibraltar. No
debe de ser el Peñón el mejor lugar para vivir exiliado de España;
al fin y al cabo, los lugares que a uno le gustaría pisar están a
tiro de lapo, pueden verse cada mañana. Puestos a estar exiliado,
supongo que es bastante mejor estarlo en las islas Sandwich, o en
Nueva Escocia. Es probable que tanta cercanía con las vilezas que
ocurrían en su persona minase la salud del marino, que ya no era un
hombre joven (63 años cuando cayó el régimen liberal) y, además,
se vio acosado por varias desgracias familiares. A las cuatro de la
tarde del 12 de agosto de 1829, falleció en el exilio.
Exilio
territorial, exilio sentimental y, sobre todo, exilio histórico.
Porque España, ese país que le reserva la calificación de
benemérito y famoso a tanto y tanto pollas que todo lo que ha hecho
ha sido escribir libros diciendo que hizo, España no tiene casi
ningún respeto por los regentes del rey Fernando. Quizá porque
simplemente hicieron lo que pudieron que, la verdad, no fue mucho.
Pero queden aquí estas notas para celebrar, aunque sea entre los 600
a 1.000 amigos que por aquí pasan de cuando en cuando, la figura de
Gabriel Ciscar, por dos veces regente de España, que es algo que yo
no sé si alguien más puede decir.
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