La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
A Italia
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
Catalina se pone de canto
Los cardenales, a lo suyo
La cosa se pone violenta
El concilio de Pavía-Siena
Benedicto la casca, y Eugenio se la envaina
Los castellanos en Basilea
Partiendo perasLos cardenales, a lo suyo
La cosa se pone violenta
El concilio de Pavía-Siena
Benedicto la casca, y Eugenio se la envaina
Los castellanos en Basilea
El
intento de que los poderes temporales tomasen el control del problema
conciliar se concretó en una estrategia por parte de acercamiento de
la dupla Castilla-Francia hacia Segismundo. Como he dicho, los
intereses de ambos bandos habían sido antagónicos hasta ese
momento; pero en ese momento, por así decirlo, les acercaba, si bien
no les unía, la preocupación de que la bula papal convocando
concilio en Ferrara y la violenta reacción de los reunidos en
Basilea abría la posibilidad de que se produjese un cisma, aún de
raíces y consecuencias mucho peores que la división que
teóricamente se estaba cerrando. Así pues, las partes comenzaron a
hablar, con un intermediario de gran importancia que fue Alfonso de
Santa María.
El 8 de enero de 1438, las fuerzas papales, por así decirlo, celebraron la solemne ceremonia de inauguración del concilio de Ferrara. Eugenio supo mover sus hilos y consiguió una rápida victoria: los ingleses, malquistos desde el conflicto de la prelación en los asientos, anunciaron que se iban en bloque de Basilea. Así las cosas, la única cosa que podría forzar al Papa a negociar con los padres de Basilea era que Castilla, Francia y el Imperio presentasen una posición común. Para ello, la idea era ofrecerle una ciudad alemana como sede conciliar de consenso; tal vez Constanza otra vez, o si no Maguncia o Estrasburgo.
Dentro
de la coalición, sin embargo, los puntos de vista, y los objetivos,
eran distintos. Castilla era claramente propapal, mientras que
Segismundo era el baluarte del concilio, y los franceses se colocaban
en medio. Por lo demás, en octubre de 1437, apenas unas semanas
antes de la apertura del concilio ferrarense pues, las cosas se
habían puesto más complicadas una vez que Segismundo había dado su
último suspiro; no fue sustituido hasta marzo de 1438, en la persona
de Alberto de Habsburgo.
En
medio de ese proceso, un concilio de Basilea sobreactuado por la
rebelión contra el Papa y por el miedo que introducían las
novedades del momento, entre ellas, como he dicho, la pérdida del
principal apoyo temporal a la rebelión, hizo que los padres
conciliares, por así decirlo, se podemizasen,
se radicalizasen, todavía más de lo que estaban. Se produjo una
situación en la que el concilio perdió, por así decirlo, el
respeto a las delegaciones nacionales; cada vez más, cualquier
piquito de oro, aunque sólo se representase a sí mismo, valía más
en una polémica que aquéllos que representaban a las iglesias
nacionales. En estas condiciones, casi convertido el concilio en la
despedida de soltero de un militante de las CUP, los diferentes
representantes de naciones hispanas se acojonaron de tal manera
(porque en los concilios, ya he tenido ocasión de contarlo varias
veces, se han repartido muchas hostias, y no precisamente
consagradas) que comenzaron a desfilar más allá de los portazgos de
Basilea.
El
24 de enero, dos semanas después de haberse abierto el concilio de
Ferrara, los prelados de Basilea, exentos ya de todo freno objetivo,
decretaron la suspensión del Papa de sus funciones, fijando un plazo
de sesenta días para su deposición efectiva. Aquello fue demasiado
para el partido nacional más favorable a Eugenio, que era el
castellano. Los representantes del voluble rey Juan presentaron una
protesta formal, y solicitaron, con bastante racionalidad creo yo,
que cuando menos el concilio se esperase hasta que la Dieta hubiese
nombrado un nuevo emperador. Probaron también con el estímulo
positivo, asegurando que, si se hacían las cosas de esa manera,
ellos mismos apoyarían al concilio. Sin embargo, el 25 la decisión
fue firme, y los castellanos abandonaron en bloque la ciudad suiza.
Los
hombres de Juan, en todo caso, nadaban a favor de corriente. Entre
mayo y julio de aquel 1438, la típica asamblea de prelados
franceses, convocada por
el rey Carlos VII,
deliberó sobre las decretales de Basilea. La postura adoptada por
esta asamblea fue, la verdad, muy inteligente. De todas las normas
que había aprobado el concilio, los franceses tomaron las que más
les gustaban y las que les parecían más aplicables en el caso del
clero francés, y con ellas elaboraron una especie de ordenanza
general, que es lo que la Historia conoce como la Pragmática Sanción
de julio de 1438. Sin embargo, su valoración sobre la actitud de los
padres de Basilea tampoco dejó lugar a dudas. Condenaban, pues, a
los reformadores, aunque trataban de salvar su labor.
El
concilio, sin embargo, rechazó la Pragmática Sanción como, por así
decirlo, obra intermedia de sus trabajos. Y resulta interesante
preguntarse qué podría haber pasado en la Historia de la Iglesia,
lo cual es decir la Historia de Europa y del mundo, si los padres
conciliares hubiesen tenido la inteligencia de aceptar aquel programa
reformador, que llegaba además con la anuencia de Castilla. La
Ordenanza, en efecto, tenía puntos de gran interés. Decretaba la
suspensión de todas las sentencias de una parte o de otra hasta que se llegase a una concordia. Se suplicaría del Papa la aceptación de
los decretos conciliares pero, ante la más que previsible negativa,
se trabajaría para que fuesen aceptados por los poderes temporales
en sus ámbitos (lo cual casi garantizaba su vigencia en Francia,
Castilla, el Imperio y probablemente Navarra). Se procuraría que el
concilio se pudiera mover a Aviñón. En todo caso, concilio y Papa
podrían nombrar cuatro árbitros que decidirían en última
instancia el lugar del concilio. En suma, eran condiciones que,
indirectamente, tendrían a perpetuar lo fundamental de la labor
reformadora que se había elaborado en Basilea.
El
rey castellano Juan, consciente de que tras su salida y la de Francia
del concilio el emperador era ya el único valedor de importancia del
mismo (también estaba Aragón, pero no era suficientemente fuerte
como para sostenerlo solo), se apresuró a enviarle embajadores a
Alberto II para intentar consensuar una posición. Después de un
largo periplo, molestado por los enfrentamientos armados con los
husitas, los embajadores consiguieron llegar a Breslau, donde
estuvieron varios meses. Desde allí tuvieron que cruzar Bohemia,
lugar difícil por la penetración husita; de hecho, fueron objeto de
al menos una emboscada en la que alguno de los embajadores estuvo a
punto de dejarse la vida. Finalmente, lograron llegar a Maguncia,
donde se tenía que celebrar una Dieta que sería la versión
imperial de la asamblea del clero francés del año anterior. Dicha
Dieta produjo más o menos el mismo resultado, ya que los principales
resultados de Basilea se incorporaron al Derecho canónico alemán.
Tras hacer esto, los prelados imperiales conminaron oficialmente a
los padres de Basilea a que se sometiesen a la autoridad papal. Nos
encontramos, pues, ante un caso típico de sintaxis revolucionaria:
una serie de elementos, de forma totalmente sincera, inician un
proceso de cambio radical; hay poderes temporales que apoyan, de
diversas maneras y por conveniencias geopolíticas, dicho cambio;
pero llega un momento en el que esos mismos poderes tienen la
sensación de que ya han conseguido lo que quieren y, por lo tanto,
si siguen cebando el horno pueden encontrarse con que incluso pierden
lo que ya tienen y, por lo tanto, tascan el freno. Abandonan la
revolución.
Todavía
esperaron en Maguncia los castellanos, vanamente, la noticia de que,
llegada a Basilea la comunicación de las decisiones de la Dieta, el
concilio decidiese regresar a la disciplina papal. Esto, sin embargo,
no pasó. El concilio de Basilea, ahora ya en manos de prelados
totalmente radicalizados y partidarios de la huida hacia delante,
decidió no transar con nadie, sostenella y no enmendalla,
prácticamente huero de apoyos.
A
partir de 1439 comienza el proceso, digamos, de normalización de
relaciones entre Castilla y el Papa. Eugenio, preocupado siempre por
lo más importante, que no era en modo alguno la salvación de los
castellanos y el lavado de su pecado original o esas cosas sino la
pasta, siempre la pasta,
envió rápidamente a un representante y nuncio, Bautista de Padua,
quien llegó a Castilla con la instrucción de restablecer las rentas
papales; si bien también es cierto que Eugenio siguió financiando
parcialmente la guerra contra los moros e incluso rebajó el montante
de la décima que Castilla había de pagar para la unión de las
Iglesias y para la guerra contra el turco. El pescado estaba ya
vendido. El 8 de julio de 1439, el concilio de Basilea nombró a un
Papa, Amadeo V de Saboya, pero cuando menos en Castilla no le
apoyaron ni los ratones.
Y
fue de esta forma tan aparentemente sencilla como se cerró el cisma
de occidente. Un suceso que hoy no parece importar demasiado, tal vez
porque la mayor parte de la gente que lo contempla o sabe algo de él
lo ve como lo que fue en su superficie, esto es como un conflicto
dentro
de la religión.
Lejos
de ello, me parece a mí que el cisma de occidente, igual que el
follón de Trento, que no es otra cosa que la tentativa de cerrar los
problemas que esto que contamos hoy dejó abiertas, sólo que ya en
plan jodido pues la Reforma estaba ahí; o igual que el follón entre
arrianos y oficialistas en tiempos de Constantino; el cisma de
occidente, digo, no es en modo alguno un conflicto dentro de la
religión, entre otras cosas porque tal cosa no existe. El cisma de
occidente fue una consecuencia de la Guerra de los Cien Años y las
alianzas geopolíticas que generó, muy notablemente la convergencia
entre Castilla y Francia, que fue un pacto que funcionó
razonablemente bien mientras Castilla fue Castilla, pero que se
acabaría por ir a la mierda cuando Castilla se convirtió en España,
y Francia comenzó su larga carrera de recelo ante el poder español;
carrera que sólo terminaría con la colocación en la corona de
España de una terminal francesa, la dinastía Borbón.
El
mundo de hace seis o siete siglos todavía estaba en buena parte
dominado por el concepto principal que introduce, filosóficamente
hablando, ese monumental ejemplo de falsificación y campaña de
intoxicación que llamamos la Donación de Constantino. El principio
de dicho documento es claro: el único soberano del mundo es
Jesucristo (y mira que el tipo dijo que su reino no era de este
mundo; pero ni caso, vaya) y, consecuentemente, el único rey, que es
rey del mundo, de la Cristiandad, es su vicario, o sea el
Francisquito de turno. Como Francis se tiene que dedicar a dar misas
y lavar pies y redactar bulas y tal, y como los papas, por
definición, son muy humildes, el primer pobre de la Tierra y todas
esas mandangas, lo que hace el vicario de Cristo es subcontratar el
poder temporal en los príncipes; que son gobernantes, claro, pero se
intitulan muy católicas majestades, reyes cristianísimos y todas
esas hipérboles que vienen a significar que ellos no son Amancio
Ortega sino Pablo Isla, so
to speak.
Este
principio es un principio desequilibrado y desequilibrante, como bien
apreció Constantino que, sin ser siquiera miembro de la Iglesia
cristiana ni nada, jamás permitió que la misma tuviese un prelado
con suficiente fuerza como para hacerle sombra como líder
espiritual. La inteligencia de Constantino la perdieron los reyes
cristianos posteriores, quienes fueron aceptando, algunos
apasionadamente, otros arrastrando el escroto, un sistema mucho más
complejo en el que los poderes temporales aceptaban que la Iglesia,
si no tuviese poder temporal (neto de los Estados Pontificios), sí
lo tenía económico. Todo esto empezó ya con los reyes de la Alta
Edad Media, esos que firmaron todos los documentos que hoy se guardan
en los archivos cediéndoles a ésta o aquélla comunidad religiosa
la heredad de tal para que montasen un monasterio y
cobrasen las rentas y los pechos correspondientes;
que aquí lo importante no es tanto lo de la casa de monjes como eso
de enriquecer la sede. Este principio, en la Baja Edad Media, cuando
se va perfeccionando el mecanismo de los impuestos, se va
convirtiendo en una parte para el poder temporal y otra para la
Iglesia. En este contexto, Roma se convierte en una potencia
económica, capaz entre otras cosas de tener sus propias tropas o de
financiar la leva de otras nuevas, con lo que el Papa se convierte en
un señor temporal más del tablero geopolítico europeo, que para
nosotros es casi como decir mundial.
El
cisma de occidente es el resultado de una estrategia desplegada por
Francia, la primera nación continental europea que resuelve
razonablemente los problemas a la hora de definir su perímetro y su
fuerza, para debilitar al Papa. En puridad, el intento de Francia fue
más bien un intento de quedarse con el papado, de hacerle una OPA y
crear una dinámica de continuos papas franceses o profranceses;
pero, como quiera que el tema se le puso de canto por la obstinación
de los italianos, que pueden ser tontos pero no gilipollas, no les
quedó otra que inventarse un Papa propio.
Toda
la pelea del cisma que aquí os he intentado contar es, en realidad,
una pelea por el poder en Europa; el poder económico y también
político. El intento, fallido, es el intento de debilitar el poder
del inquilino del Vaticano. Francia y Castilla no lo hicieron del
todo mal, pero es que el Papa es mucho Papa. Y, además, en el fondo
a los conspiradores, por llamarlos de alguna manera, les faltaba dar
un paso. El concilio de Basilea, por muy radical que se mostrase, lo
que quería era mantener las cosas como estaban; quedarse dentro del
perímetro de la Iglesia. Rechazaba, por así decirlo, el camino que
le trazaban los husitas.
Faltaba
alguien que se diese cuenta de que ese tipo de rebeliones tienen que
llegar hasta el final, porque, si no, al final el Papa te atrapa con
su palabrería, su pasta y el indudable atractivo que, para el humano
medio, tiene lo que ya existe. Sólo hay un sentimiento más poderoso
que el de continuidad, y es el de la revolución. Esto fue lo que
entendió Lutero; y, entonces, sí que la lió parda.
Extraordinario, muchas gracias por estos artículos. No sé cómo en su cabeza cabe tanto conocimiento.
ResponderBorrarSoy básicamente abstemio.
BorrarEs el único truco que se me ocurre.
BorrarUn tema muy interesante. Llevo años leyendo este blog (desde 2011, según creo), nunca he escrito ningún comentario, y quería aprovechar para darte las gracias por esta labor de divulgación que haces.
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