La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
A Italia
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
Catalina se pone de canto
Los cardenales, a lo suyo
La cosa se pone violenta
El concilio de Pavía-Siena
Benedicto la casca, y Eugenio se la envaina
Los castellanos en Basilea
Los cardenales, a lo suyo
La cosa se pone violenta
El concilio de Pavía-Siena
Benedicto la casca, y Eugenio se la envaina
Los castellanos en Basilea
Al alborear el año de 1436, Castilla realizó un importante cambio
estratégico en su embajada conciliar. Gonzalo de Santa María, un
miembro más de la muy influyente familia de conversos que había
adoptado este apellido y obispo de Plasencia, se llegó hasta Basilea
junto con Gutierre de Sandoval para sustituir a un miembro del
equipo, Luis Álvarez de Paz, quien fue trasladado a Bolonia. Fue un
movimiento muy diplomático, provocado por el hecho de que se había
producido una importante novedad en materia de política exterior,
que podía e incluso debía dirimirse en el seno del concilio, ya que
ahí estaban representadas todas las naciones importantes: Juan de Castilla quería mejorar su presencia en Basilea y también en Bolonia, ciudad papal, para mejorar su capacidad de influencia en torno al conflicto con Portugal sobre la posesión de las Islas Canarias.
Portugal y Castilla llevaban, ya de aquélla, un montón de tiempo discutiendo sobre la materia. Ya los dos alfonsos, el cuarto de Portugal y el décimo primero de Castilla, habían intentado sin éxito llegar a un acuerdo sobre la partición de las Canarias, o sobre su potestad. Convertidas en un territorio notado, esto es conocido, pero sin Estado propiamente dicho, pues los desacuerdos provocaban que allí no hubiera corregidores, ni adelantados, ni nada que se le pareciese, las islas se habían convertido, aparte de los habitantes indígenas, en lugar para el paso y el establecimiento de piratas. A principios de aquel siglo XV, dos franceses, Jean de Bethencourt y Gadifer de Lasalle, ayudados por Enrique III y en su nombre, tomaron posesión de las islas. En 1424 Fernando de Castro, comandando una flota portuguesa cuyos gastos corrieron de cuenta de Enrique el Navegante, entonces infante, intentó conquistar la comunidad autónoma. No lo consiguieron, pero aun así los portugueses se apoyarían jurídicamente en la expedición de Castro para defender sus derechos sobre las islas.
En un movimiento inteligente, los portugueses solicitaron al Papa la
investidura de las Canarias como tierra cristiana y todo eso. Juan de
Castilla protestó por una solicitud que, entendía, le competía a
él. Para llevarse el gato al agua fue por lo que montó aquella
estrategia doble o más bien bífida, con presencia en Basilea y en
Bolonia a la vez, presionando y prometiendo a dos bandos que en aquel
momento estaban enfrentados.
La disputa por las islas Canarias en el seno del concilio de Basilea
provocó otro nuevo discurso de Alfonso de Santa María, entonces ya
obispo de Burgos, que es otra pieza, ya olvidada, de retórica
españolista, a menudo utilizada en el pasado para sostener la idea
de que la ídem de España ha existido desde hace más tiempo del que
parece. El converso sostuvo en su discurso que Castilla tenía una
misión que cumplir en las Canarias, la de la evangelización; idea
que está detrás del especial tratamiento que habrían dedispensarle los Reyes Católicos a los indígenas guanches. Asimismo,
defendía que las Canarias no habían sido conquistadas por Castilla,
sino reconquistadas, puesto que siempre habían sido suyas.
Lo verdaderamente importante, a la luz de eso que se suele denominar
nacionalismo hispano, es la forma en que Santa María trata de
desmontar las sólidas reivindicaciones lusas. Los portugueses, en
efecto, se apoyaban para sus reivindicaciones en lo que el, por así
llamarlo, derecho internacional de su tiempo aceptaba como común, y
es que aquél que llegare a un territorio no civilizado, sin
establecimientos claros, puede conquistarlo y hacerlo suyo (discusión
ésta que ha permanecido por mucho tiempo y que fue muy importante,
como ya hemos contado, alrededor de la cuestión de la Antártida).
El Derecho de la época establecía, por otra parte, que, de no
existir conquista, prevalecería el derecho del vecino más cercano,
cosa que los portugueses afirmaban de sí mismos (con bastante razón,
la verdad).
Ante estas ideas, que como digo tenían bastante fuerza legal, Santa
María opuso el concepto ya comentado de que las Canarias no habían
sido conquistadas porque siempre fueron castellanas, dado que siempre
había existido lo que él llamó la “totalidad hispánica”,
basada en dos escalones: primero, la unidad entre la península
ibérica y el norte de África; y, segundo, la superioridad de
Castilla dentro de la propia península. Basándose para todo esto
sobre todo en Isidoro de Sevilla, Santa María hacía a Castilla
heredera del trono gótico y, por lo tanto, de un reino de
dimensiones peninsulares en el que la independencia de Portugal había
sido apenas un accidente.
Pero regresemos a lo que es el centro de estas notas, esto es, el
conflicto eclesial y el proyecto que, de forma enfrentada, abordaban
en ese momento el Papa y el concilio de Basilea sobre la organización
de una nueva Iglesia que superase los problemas del cisma. El
problema, con la muerte de Benedicto el Terco, había dejado de ser
el cisma en sí, por mucho que en diversas zonas, y sobre todo en lo
que hoy es España, hubiera muchas irreductibles aldeas galas que no
estaban dispuestas a regresar así como así a la obediencia romana.
El problema, como ya he apuntado algunas veces, era, sobre todo, el
enfrentamiento entre los padres conciliares y el Papa, pues ambas
partes pretendían ser el commander in chief en el proceso de
reforma de la Iglesia; los conciliares, tal vez, para reformarla; y
el Papa, como siempre, para someterla a cambios lampedusianos y
cosméticos que mantuviesen incólume su poder personal.
Esta lucha, que era evidente desde el inicio del concilio, adoptó
los tonos de Obispos, papas y viceversa a partir de 1436. El 9
de junio de aquel año, el concilio aprobó una decretal en la que le
arreaba al Santo Padre una patada en sus (¿santos?) huevos:
aprovechando que todos los inquilinos del Vaticano, sin excepción,
se han llenado la boca, se la llenan y se la llenarán, defendiendo
el concepto de la pobreza esencial del Vicario de Cristo;
aprovechando eso, digo, y aunque los papas esto lo hacen en plan
posturitas y nada mas, Basilea cogió el rábano por las hojas y, en
la dicha decretal, suprimió de golpe las annatas, los derechos de
palio y otras tasas de beneficio eclesial que eran directamente
recaudadas por el Papa para sí. Los padres conciliares, además,
sabían muy bien lo que hacían, ya que el Papa que había sustituido
a Martín V (Gabriele Condulmer de soltera, Eugenio IV de casada con
Cristo) tenía un huevo de problemas en Roma y, de hecho, en 1434 sus
contrarios le habían montado una revolución que le había obligado
a salir por el Tíber arriba disfrazado. Eugenio, pues, necesitaba la
pasta más que nunca para montar su contraataque.
Eugenio, sin embargo, jugó la carta francesa. A veces pienso que la
historiografía de raíz marxista, ésa que quiere ver en todo
fuerzas telúricas que han sido prácticamente las mismas siempre y
se repiten de forma dialéctica, tiene su parte de razón. Porque lo
cierto es que Francia, tradicionalmente, ha sido un país bastante
cobarde frente a las novedades, renuente a apoyarlas; lo cual
convierte en bastante lógico el hecho de que, finalmente acabase
siendo la sede de uno de los principales cambios revolucionarios y
sistémicos de toda la Historia de la humanidad. A Francia siempre le
han dado mucho cangui todos los cambios que no ha podido controlar.
El cisma lo llevó bien porque, lógicamente, el establecimiento del
Papa en Aviñón no significaba otra cosa que la creación de una
Curia incapaz de actuar contra Francia, esto es de su control casi
pleno; sobre todo en un momento en el que la alianza con Castilla le
garantizaba a París una estabilidad amplia como potencia
continental.
No son pocas, pues, las veces que, cuando el tema se emociona, allí
aparecen los reyes franceses para matar el partido o, cuando menos
intentarlo. Y ésta es una de ellas.
Carlos VII, por lo demás, no podía aspirar a colocarse frente al
Papa. A través de René de Anjou, tenía una ambiciosa política en
Italia que se disolvería rápidamente sin el apoyo o cuando menos la
comprensión de los Estados Pontificios. Por eso, su plan fue llegar
a una alianza estrecha con Castilla que le permitiese a ambas
naciones controlar el concilio y, de aquella manera, rebajar las
ínfulas de control sobre el Papa que cada vez eran más fuertes.
Ante la decretal de las annatas, reaccionó el Papa enviándole un
burofax a todas las monarquías europeas situándose personalmente en
contra del tal medida, y solicitándoles su anuencia. Feliz
coincidencia para Eugenio fue que, en el momento en que la carta
llegó a la Corte de París, en ésta se encontrase una embajada
castellana dirigida por el arcediano de Toro. El castellano se había
llegado a París para buscar apoyo para Castilla en la cuestión, que
ya he comentado, de los asientos en las sesiones del concilio. Carlos
le concedió gustoso a los castellanos apoyo en esto, y envió
inmediatamente al maestro Robert, deán de Bourges, a Basilea con
instrucciones al respecto. Buscaba, claro, ganar a los castellanos
para el bando papal.
Cuando el arcediano de la ciudad de los godos llegó a París, la
nueva embajada francesa para el concilio de Basilea ya había
partido, y llegó, de hecho, en junio de 1436. Lo primero que
hicieron tras su llegada fue exigirle al concilio algún tipo de
medida que compensase al Papa por la pérdida de ingresos de la
anterior decretal; lo cual lo dice todo sobre lo seriamente que se
han tomado siempre en la Iglesia todas esas declaraciones sobre las
pobreza de los servidores de Dios y otras chorradas. Para ser más
concretos, los franceses calcularon que, con la quinta parte de los
ingresos derivados de beneficios vacantes (impuestos de la Iglesia
que, por así decirlo, no tuviesen padre), ya le llegaba. El 30 de
julio de 1436, sin embargo, durante el debate de esta propuesta, se
vio bien claro que la mayoría del concilio no estaba dispuesta a
transigir en la putada al Papa; y que, por lo tanto, Basilea se
rompía en dos. Castilla, en ese proceso, entre otras cosas porque
dependía fuertemente de las ayudas papales para poder sacar adelante
las guerras combinadas contra Granada y Aragón, se definió
claramente como vaticanista; tan claramente como, hasta dos
telediarios antes, había sido aviñonista.
Aquel verano de 1436 se consumió en Basilea en debates inútiles y
encuentros públicos y privados en los que probablemente hubo hostias
de varias naturalezas. En llegado octubre, las cosas estaban jodidas
en modelo DEFCON 1. En dicho mes, el Papa adelantó una torre y
comunicó, a través de sus legados, que los representantes griegos
le habían dicho que les era muy difícil desplazarse a Basilea, tan
lejos; y que, por eso, estaba pensando que sería más cómodo para
todos desplazar el concilio a Italia. Proponía las sedes de Roma,
Pisa, Florencia y Siena, a cuál más papal, la verdad. El concilio,
cuando recibió esta comunicación en la que Donald Trump les ofrecía
reunirse en la Torre Trump, se puso como el puma de Baracoa y dijo
que ni de coña; que, en todo caso, si Basilea escocía por alguna
razón, el concilio habría de trasladarse a una ciudad de su
elección y, en todo caso, fuera de Italia. Inmediatamente, Carlos
VII ordenó a sus legados que hiciesen pandi con el Papa, y le
escribió a los castellanos solicitándoles que se ajuntasen. Los
castellanos, es de suponer que después de unos tripis, llegaron a
enviar una carta proponiendo Sevilla como nueva sede del concilio.
A partir de ahí, Papa y concilio se empeñaron en una lucha
continuada por labrarse cada uno de los bandos el favor de Francia y
Castilla. Ambas naciones, ya lo he dicho, eran en esencia propapales,
pero formalmente aparecían más como mediadoras que como parte de
uno de los bandos. Las cosas no se podían arreglar, y quizá fue por
eso que no se arreglaron.
El 5 de diciembre de 1436 se votó en el seno del concilio la
decisión de permanecer en Basilea; propuesta que fue ampliamente
apoyada por los votantes, en medio de grandes protestas de la nación
castellana. Eso sí, si los griegos seguían diciendo que no podían
llegarse a la villa, el concilio podría moverse a Aviñón o a
Saboya. El resultado de la votación se recibió en la sala como un
gol de Messi. Castilla apenas pudo montar una propuesta transaccional
de última hora que salvaba muy levemente el honor del Papa: si los
griegos no podían llegar a Basilea, se les ofrecería Aviñón; si
no, Ginebra; y si no, en cuarto y último lugar, Florencia.
Eugenio no podía permitir aquella rebelión en modo alguno y, por
eso, convencido ya de que no sería capaz de encontrar un modo de
acordar con los padres de Basilea, comenzó a trabajar para el
bombardeo del concilio en sí. Nunca hay que subestimar el poder de
un Papa. No se trata de que sea el portador del mensaje de Cristo ni
cosa que se le parezca; se trata de que un Papa atesora siglos de
tradición diplomática, de poder y, sobre todo, maneja muchos
privilegios que rápidamente se convierten en dinero. Un Papa siempre
ha tenido, tiene y seguirá teniendo el poder de hacer que gentes
vivan sin necesidad de morirse para ir al Cielo a cambio de tocarse
la porción de su cuerpo que más les guste. Y por “gentes” no
hemos de entender dos o tres personas, sino cientos, cuando no miles.
En Basilea había un huevo de gente que, directa o indirectamente,
dependía de que el Papa les quisiera mantener el momio del que
vivían, normalmente varias veces por encima del nivel de vida de sus
conciudadanos (¿acaso no decimos en España eso de vives como un
cura?); a éstos comenzó Eugenio a susurrarles al oído que, tal
vez, había llegado el momento de que se dedicasen a fornicar la
gorrina.
Y eso hicieron. Basilea se convirtió en cualquier cosa menos la
ordenada asamblea de curitas que supongo mucha gente imagina que es
un concilio. El 26 de abril de 1437 se reunió la congregación
general y, la verdad, por lo que se sabe de ello no parece que se
distinguiese mucho de una velada organizada por Don King en Las
Vegas. Allí se hizo ver una mayoría de miembros, vociferante y
prostibularia, formada fundamentalmente por personas del bajo clero,
que exigían la concesión de una nueva décima para el concilio (la
pasta siempre por delante, no lo olvidéis.
La-pasta-siempre-por-delante), además del traslado del concilio a
Aviñón (amago de cisma 2.0) o, qué coño, decían algunos, a
ninguna parte, que aquí estamos muy bien. Enfrente de esta mayoría,
una minoría no menos cheli y cachoburra, formada por los cardenales,
los arzobispos, y los embajadores de las grandes naciones, declamando
a aquello de “que viva el Papa” que le cantaban a Juan Pablo II
cuando llegó al Bernabéu. Siguieron otras reuniones de parecido
jaez hasta que, el 7 mayo, ambas facciones partieron peras.
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