La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
A Italia
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
Catalina se pone de canto
Los cardenales, a lo suyo
La cosa se pone violenta
El concilio de Pavía-Siena
Benedicto la casca, y Eugenio se la envaina
Los cardenales, a lo suyo
La cosa se pone violenta
El concilio de Pavía-Siena
Benedicto la casca, y Eugenio se la envaina
Las cosas iban de mal en peor. En el concilio, y fuera del concilio,
reformadores y pontificios se atacaban continuamente unos a otros. De
hecho, estos enfrentamientos se produjeron, en el inicio de 1433,
incluso delante del propio rey castellano, quien quedó impresionado
por las fuertes disensiones en la Iglesia que demostraban aquellas
querellas. El abad de Bonneval había exigido ante el rey castellano
un gesto claro de apoyo a las intenciones del Papa mediante el
nombramiento de los oportunos embajadores para el concilio; pero la
potencia política europea se resistió y, de hecho, las cosas no
cambiaron hasta que no llegaron de Basilea noticias de que el Papa
había llegado a entenderse con los conciliares suizos.
Los grandes ganadores del proceso habían sido Francia y Castilla.
Era una situación en la que Tordesillas no podía sino enviar
representantes formales. De hecho, el rey improvisó una embajada
provisional formada por Juan de Torquemada, Ivo Moro, arcediano de
Lara, el chantre de Salamanca Juan de Medina y Juan Alfonso de
Segovia. El 4 de noviembre de 1433, todos ellos estaban ya en
Basilea. Algo después, el 13 de abril de 1434, se realizó la
ceremonia de entrega de poderes para la embajada definitiva
propiamente dicha. Era un auténtico dream team de la Iglesia
castellana de su tiempo: Álvaro de Isorna, obispo de Cuenca; Juan de
Silva, conde de Cifuentes y alférez mayor del Reino; Alfonso García
de Santa María, deán de Compostela; Luis Álvarez de Paz, doctor en
Derecho; fray Lope Galdo, provincial de la orden de Santo Domingo; y
Juan González de la Maina. En Basilea ya se encontraba esperándolos
el protonotario apostólico, Alfonso Carrillo, sobrino del cardenal
con el mismo nombre, más tarde arzobispo de Toledo y personaje sin
el cual, aunque hoy no lo conozca ni dios, no se entiende la política
castellana de las siguientes décadas.
Esta embajada, que llevaba centenares de hombres a caballo con ellos
y que debió de ser algo digno de ver pasar, como la antorcha
olímpica, llegó a Basilea el 20 de agosto de 1434. El 1 de
septiembre anunciaron que estaban dispuestos a currar en el concilio
desde el día siguiente.
Las cosas se emputecieron rápidamente, sin embargo. La guerra de los
Cien Años estaba cerca y, la verdad, quienes entonces habían sido
enemigos, si ahora no estaban dispuestos a matarse, sí que estaban
perfectamente dispuestos a darse por culo. Teóricamente, las
asambleas eclesiales estaban por encima de eso; pero, en realidad,
siempre, en el pasado como en el presente y en el futuro, no han sido
una cosa como una expresión más de eso.
Que ingleses y castellanos iban a acabar teniendo algún tipo de
problema lo sabían hasta las cucarachas que pululaban por los
albañales de Basilea. Ambas partes estaban deseando hacerse de menos
la una a la otra, y no buscaban sino una buena disculpa para actuar
comme il faut. Como suele ser costumbre (esto pasó muchas
veces en las cortes castellanas entre toledanos y burgaleses, sin ir
más lejos), el motivo lo acabaron encontrando en la disposición de
los asientos de las sesiones conciliares. La prioridad nadie se la
discutía a los embajadores del rey de Francia; pero castellanos e
ingleses se creían, ambos, acreedores de la medalla de plata. El 6
de septiembre de 1434, los castellanos plantearon el problema a una
de las diputaciones del concilio, la Sacra Deputatio pro Fide. Los
prelados integrados en este órgano decidieron darle a los
castellanos el sitio justo detrás de la embajada francesa; pero
entonces, el día 10, los ingleses se buscaron otra diputación, en
este caso la Deputario pro Communibus, probablemente porque sabían
que allí tenían más parciales. Esta diputación, muy presionada
por los respectivos lobbies, tomó la típica decisión
salomónica eclesial, llamada en el rubgy patada a seguir: por
unanimidad, votó que si las cuatro diputaciones del concilio no se
ponían de acuerdo al respecto, se debería formar una comisión ad
hoc para resolver la importante cuestión de dónde deberían
poner el culo los embajadores.
El 14 de septiembre, Alfonso García de Santa María pronunció, en
defensa de las peticiones castellanas, un discurso que ha tenido su
importancia en la Historia de España, aunque hoy esté básicamente
olvidado. Las razones son dos. La primera es que Santa María, un
converso de Burgos de gran cultura, conocía muy bien la retórica
latina clásica, y la utilizó a fondo en su perorata, por lo que
esta pieza se utilizó bastante en los tiempos en los que se
estudiaba retórica latina en serio. En segundo y más importante
lugar, durante su parlamento Santa María fue tan lejos en la
exaltación de los derechos del rey castellano que su pieza, de
alguna manera, fue una exaltación de lo hispano; asunto éste que
siempre ha sido de gran ayuda para todos aquéllos que han querido
demostrar la existencia del sentimiento de lo español como algo que
existió antes que la propia España.
Esto es así porque el centro del discurso del converso fue la
búsqueda y exposición de las razones que, según él, demostraban
la prevalencia de Castilla sobre Inglaterra. Y éstas eran: la
nobleza y antigüedad de los pobladores del reino; la segunda, el
alto valor heroico de los castellanos, demostrado, según el speaker,
desde Numancia; la tercera, el cúmulo de beneficios acumulados por
Castilla desde el Vaticano por su marchamo de defensora de la fe
católica, hecho demostrado, recordaba, por el hecho de que
Inglaterra tuviese una sola sede metropolitana, y Castilla numerosos
obispados y arzobispados; por último, la excelencia del linaje del
rey Juan. Acaba el discurso, he aquí la madre del cordero, con una
exaltación de lo hispano que haría parecer a un diputado de VOX un
separatista peligroso. Las consecuencias del discurso fueron que el
22 de octubre de 1434, cuando los castellanos participasen por primera
vez en una sesión conciliar, se les había reservado el sitio detrás
de la embajada francesa.
El tema, sin embargo, estaba lejos de estar cerrado. Los castellanos
tenían a su favor el voto de dos diputaciones: la pro Fide, como
hemos visto, y la pro Pace. Ganaron por un cortacabeza la votación
en la diputación pro Reformatoriis. Pero en la pro Communibus
pincharon en hueso. Allí, alemanes e italianos conspiraron para
sacar adelante la vieja idea de que había que crear una comisión ad
hoc.
Castilla se negó a esta componenda. Le apoyaban tres diputaciones y,
contando votos, la mayoría absoluta de los padres conciliares. No
quería experimentos sino la admisión inmediata de su derecho. El 18
de marzo de 1435, Santa María volvió a defender las pretensiones
castellanas, en lo que fue contestado por el obispo de Londres. En el
acaloramiento de la discusión que se vino encima, uno de los
miembros de la delegación inglesa, nunca sabremos a ciencia cierta
si porque tuvo un lapsus o porque quiso tenerlo, se refirió al rey
de Inglaterra como monarca de Inglaterra y de Francia. Se montó la
mundial. Castellanos y franceses, al calor del erróneo tuit del
representante inglés, comenzaron a bramar, y la sesión hubo de ser
suspendida. Cuatro días más tarde, los embajadores castellanos
incluso hicieron levantar acta notarial de su declaración en el
sentido de que no encontraban un adarme de acuerdo con sus colegas
ingleses. La cosa se puso tan jodida que el obispo de Lübeck, que
presidía lo que podemos considerar la nación alemana, invocó el
derecho del emperador Segismundo, en tanto que tal, de designar
puestos en el concilio. Los castellanos se lo tomaron como lo que
probablemente era: una forma que se habían buscado los ingleses de,
como se dice en el periodismo deportivo, ganar el partido en los
despachos.
El caso es que el concilio entró en esclerosis por causa de esta
cuestión; y no dice gran cosa de la altura espiritual de la Iglesia
que una discusión sobre desde dónde se iban a discutir las ideas de
Cristo fuese más importante que las propias ideas; sin embargo, como
ha he reiterado muchas veces en estas notas, no sólo siempre fue
así, sino que lo sigue siendo, y seguirá.
El 30 de abril de 1435, los finos canonistas castellanos (porque
España siempre ha enviado a los concilios importantes a sus mejores
leguleyos) sacaron a pasear una decretal aprobada por el propio
concilio en su sesión XVII, un año antes, por la cual se establecía
que toda decisión aprobada por tres diputaciones debería ser
automáticamente aplicada. Sin embargo, hasta el 14 de junio la
prevalencia española no fue admitida oficialmente. De hecho,
Castilla no pasaría una en este tema. Todavía el 13 de enero de
1436, ante las noticias de que el concilio consideraba prevalentes
los asientos situados a la izquierda sobre los de la derecha, fray
Juan del Corral intervino para exigir que los castellanos fuesen
trasladados a los asientos de la izquierda, cosa que se hizo.
La superación de estas mierdas hizo posible avanzar al concilio. El
30 de junio de 1435, los embajadores castellanos solicitaron que se
crease una comisión para que resolviese los problemas creados en su
Iglesia nacional. La comisión se creó con el obispo de Lyon,
Bourges, Rouen, Tours y York, y el abad de Cerreto. El tema
fundamental de aquella comisión fue la resolución de las disputas
en aquellas diócesis que tenían territorio tanto en Castilla como
en Aragón, dado que se habían visto obviamente afectadas por la
reciente guerra entre las dos naciones.
En lo tocante a la reforma de la Iglesia, las cosas no estaban muy
bien. El concilio no se ponía de acuerdo sobre el número de
cardenales que había de tener la Curia, en ese momento
abrumadoramente ocupada por franceses (que es lo que había provocado
el aviñonismo de la institución papal). Más jodido si cabe era
todavía el asunto de las naciones de la Iglesia, ya que Inglaterra
quería ser nación por sí misma, en lo que la apoyaban tanto
imperiales (alemanes) como pontificios (italianos); mientras que
Francia y Castilla estaban frontalmente en contra. Todo esto hacía
que los términos de acuerdo a los que había llegado el Papa con el
concilio se fuesen disolviendo rápidamente. A finales del año 1436
el propio concilio, dominado por prelados reformistas, y el titular
de la Santa Sede estaban frontalmente enfrentados. Ante la falta de
avances, los castellanos, finalmente, decidieron presentar una
propuesta de reforma eclesial en Castilla, en cuatro partes.
La primera de las reformas había de referirse a cuestiones
económicas, como la planteada por la exención de que disfrutaban
los miembros de las órdenes franciscana y dominica de pagar
servicios al rey; o el fraude generalizado de personas de riqueza que
hacían donaciones simuladas que les permitían obtener la exención
de impuestos. En este terreno, el Papa se mostró intransigente,
dispuesto tan sólo a retirar la exención a los miembros de las
órdenes que vivieran fuera de conventos, así como a dar un trámite
de apelación a las donaciones.
La segunda demanda de los castellanas era la anulación del derecho
de asilo en iglesias, cementerios y otros lugares sagrados, para
personas que habían cometido crímenes. Tampoco en este punto se
avino el concilio a generar una norma, sino que dejó el asunto en
manos de cada obispo.
La tercera reforma exigida era la anulación de las excomuniones que
habían formulado muchos prelados castellanos cuando Juan II,
llegando a su mayoría de edad, les había quitado las tierras que
eran suyas y que dichos prelados se habían apropiado durante su
minoría de edad. Tampoco aquí quiso el concilio decretar nada con
carácter general. Tan sólo se avino a que cada caso fuese resuelto
por un obispo de sede distinta a la afectada, o por un concilio
provincial completo.
La cuarta reforma o petición, relacionada con la justicia, tuvo
mejor suerte. Pedían los castellanos que sus ciudadanos no tuviesen
que acudir ante la Corte de Roma, cosa que les fue concedida en toda
causa que no fuera contra el Papa.
Aquella respuesta fue la primera experiencia que tuvieron los
castellanos de que el concilio, y sobre todo el Papa, no estaba
dispuesto a llegar hasta donde ellos ambicionaban a la hora de
reformar la Iglesia. La verdad, tenían toda la razón, cuando menos
en mi opinión, los castellanos con sus peticiones. En Castilla se
habían producido diversos desmanes y desórdenes en la organización
eclesial, y la pura lógica dicta que el mero hecho de que los
castellanos quisieran enderezarlas debería haber bastado para que el
concilio lo aceptase. Si se quiere dicho de otra manera, técnicamente
todos los padres no castellanos deberían haberse abstenido de
cambiar las previsiones que habían diseñado los castellanos. Lo que
pasa es que, en general, las peticiones castellanas se desarrollaban
en un ambiente cada vez más enrarecido entre los reformistas y el
Papa, lo cual influía a la hora de convertir todo en un contradiós.
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