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La apoteosis de Boris Yeltsin
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Réquiem por millones de almas
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Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro
El 28 de marzo tuvo lugar una reunión del Soviet Supremo de Rusia. Para entonces, el enfrentamiento entre Gorvachev y Yeltsin estaba en lo puto peor. El primero había ganado el referendo referido a la Unión. El segundo había ganado la votación referente a la Presidencia de la República y, lógicamente, pensaba presentarse. Lo cual había provocado sendas campañas de opinión pública a degüello de un candidato frente a otro.
Gorvachev le planteó a un Soviet Supremo todavía trufado de comunistas conservadores si merecía la pena hacer caso del voto relativo a la Presidencia de la república. El enfrentamiento, como digo, en ese momento era total. Gorvachev había prohibido las manifestaciones en Moscú; pero el mismo alcalde de la ciudad, Gavril Popov, las defendía. Como suele ocurrir en esas ocasiones, o se es Stalin y, entonces, se hace una masacre en las calles (que no digo que a Gorvachev no fuese una solución que le saliese de las tripas, pero sabía que no podía por su imagen internacional); o los manifestantes acaban presentándose. En una ciudad tomada por el Ejército, 200.000 personas se presentaron en las calles, obligando al Soviet Supremo a ponerse de su parte. Los comunistas, por una vez, se vieron incapaces de hacer lo que la gente no quería que hiciesen. El 24 de abril, los hombres con los que Gorvachev todavía contaba para frenar a Yeltsin votaron la institución de la Presidencia de Rusia, acordaron que las elecciones serían el 12 de junio y, mientras tanto, le dieron plenos poderes provisionales a Boris Yeltsin.
A principios de aquel nefando mes de abril para Gorvachev (aunque pronto los habría peores), el día 2 para ser más exactos, una asociación llamada Unión por el Leninismo y las Ideas Comunistas, con sede en Leningrado, exige la dimisión de Gorvachev. Entre los firmantes está Nina Andreeva, vieja enemiga de la perestroika. La petición de la asociación no dejaba de ser una petición de una organización oficial; sin embargo, rápidamente fue adoptada por el Gorkom u organización del Partido en Leningrado; le siguen las organizaciones de Kiev, y de toda Bielorrusia. Todos ellos exigen que el Comité Central del Partido celebre una sesión especial para hablar de su secretario general; una especie de moción de censura. De hecho, los leningradenses piden un congreso extraordinario del partido que decida la instauración del Estado de excepción en todo el país para restablecer el puro poder comunista sobre toda la Unión. Proponen, pues, solucionar el tema como lo solucionaría Lenin, ese demócrata.
Georgia, que como sabemos había pasado olímpicamente del referendo, organizó el 30 de marzo su propia votación; pero, claro, no lo hizo sobre el futuro de la Unión, que se le daba una higa, sino sobre su independencia. Allí los votos mayoritarios son del 98,93%; así las cosas, el 9 de abril, el Parlamento proclama su DUI. El presidente elegido en las votaciones de octubre de 1990, Zviad Konstantines dze Gamsakurdia, firma el 16 de abril un decreto en el que invita al pueblo georgiano a responder a cualquier actuación soviética en el país con la desobediencia civil y nacional. El 26 de mayo, Gamsakurdia sería elegido presidente de la república, con el 86,5% de los votos.
Así estaba, pues, Gorvachev: encabronado con la periferia de la Unión; encabronado con su propio Partido; y encabronado con Rusia, la sala de máquinas de todo aquello, se montase como se montase. Pero en Occidente se seguía diciendo que era un estadista de talla inconmensurable.
El 23 de abril, Gorvachev reúne en su residencia de Novo-Ogarevo a los dirigentes de las nueve repúblicas que sí quisieron participar en el referendo. Allí les presentará la redacción del documento, que será conocido como el documento 9+1 por razones que, si tengo que explicarte, es que no estás muy atento. Este documento establece una distinción entre los nueve Estados de los que se va a componer la Unión, y que se conceden por medio de este documento el estatus de nación más favorecida; y las repúblicas relapsas, a las que se les aplicará el Derecho internacional. Novo-Ogarevo, pues, pretendía ser algo así como la proto-constitución de la nueva Unión.
El documento 9+1 fue un éxito para Gorvachev. Al término de la reunión, todos los presidentes de repúblicas, que en realidad hicieron sólo pequeñas enmiendas a la redacción original, llamaron a la calle a la calma, a la cesación de las huelgas y de las movidas. El Tratado de la Unión en sí mismo, que no es otra cosa que Novo-Ogarevo puesto a limpio, se publicó el 27 de junio, y ahora debería ser lógicamente sometido a la ratificación de los parlamentos de las repúblicas y de la propia URSS.
En realidad, la nueva constitución de la URSS era algo muy soviético, pues a la vez era centrífuga y centrípeta. Para las repúblicas soberanas, era obviamente un proyecto autonomista y federalista; sin embargo, no lo era para las repúblicas autónomas, muchas de ellas emplazadas en el territorio de Rusia, a las que Yeltsin no dejó ser firmantes propiamente hablando del acuerdo, y a las que Putin, la verdad, tampoco ha dado mucha bola que digamos. En ese sentido, y sólo desde un punto de vista formal, la Constitución de la URS es menos valiente que la de la URSS que, al fin y al cabo, sí que las nombraba.
El Tratado debía de estar ratificado el 20 de agosto. El acuerdo de los nueve presidentes de facto de las repúblicas soberanas le hizo a Gorvachev pensar que la Unión se había salvado. Las cosas, sin embargo, estaban poco claras, confusas. El 29 de junio, Yeltsin reconoció la independencia de Lituania y firmó con el presidente Landsbergis un tratado de relaciones especiales por diez años.
Todo esto, sin embargo, estaba tensionando demasiado las cosas dentro del PCUS. En la última reunión del Politburó, una clara mayoría de miembros se había vuelto muy críticamente contra Gorvachev, acusándolo de autoritario y de una cosa que, la verdad, era totalmente cierta: de haber dado la espalda al propio Partido. Las cifras de las que disponían los gobernantes del PCUS eran tremendas: en un año, la organización había perdido cuatro millones de militantes; uno de cada cinco. Los ataques fueron muy duros, pero Gorvachev contraatacó con su triunfo más lógico: amagar con dimitir. Él sabía que sus críticos en el PCUS lo tenían muy crudo para nombrar un sucesor. Por mucho que Nina Andreeva y sus compañeros nostálgicos lo pensaran, el PCUS no podía volver a los tiempos de Andropov o Chernenko, nombrando un secretario general que fuese una persona encadenada a los viejos tiempos y dispuesto a eternizarlos, porque la URSS carecía ya de los medios y de la fuerza suficiente como para imponer ese punto de vista; puesto que ese punto de vista, durante ochenta años, no había sido expuesto, ni obtenido por el convencimiento o el apoyo popular sino, simple y llanamente, impuesto por la fuerza de una de las dictaduras más atroces que han conocido los tiempos. En ese entorno, el PCUS sin Gorvachev podía, quizás, aspirar a buscar una especie de Gorvachev más limitado, más flojito, que hiciese, o más bien dejase de hacer, ciertas cosas que ponían nerviosos a los comunistas de libro. Pero, ¿quién querría jugar ese papel a sabiendas de que supondría el inmediato y automático bloqueo económico de Occidente, por no hablar de una guerra civil o, más bien, un rosario de guerras civiles?
Así las cosas, Gorvachev impuso su punto de vista de que hacía falta renovar el Partido, y para ello convocó una reunión del Pleno del Comité Central el 25 de julio. La verdad, si a los miembros del CC que se presentaron en Moscú ese día, incluido el propio Gorvachev, les hubieran dicho que estaban asistiendo a la última reunión del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se habrían echado a reír a carcajadas. Sin embargo, exactamente a eso era a lo que estaban asistiendo.
Gorvachev fue a dicho pleno muy crecido, presentando la credencial del éxito sin paliativos de los acuerdos de Novo-Ogarevo: camaradas, la Unión se ha salvado, como se ha salvado la R y una S; pero la otra, se jode, se nos ha caído. Otras cosas no iban tan bien como para tranquilizar a los cuadros comunistas. Sin ir más lejos, días antes de la reunión Boris Yeltsin había emitido un decreto en Rusia por el cual prohibía las organizaciones del Partido en las fábricas y centros de trabajo. Gorvachev trató de no entrar en esas provocaciones, y llamó a los miembros del Comité a centrarse en lo que debían centrarse, esto es, en la preparación del nuevo Congreso del Partido.
Durante esas semanas, sin embargo, la principal labor de Gorvachev fue de acoso y derribo. Una vez que el Soviet Supremo de Rusia había votado la creación de una Presidencia de la república elegida por sufragio universal, su principal prioridad era, ahora, destruir el crédito político de Boris Yeltsin. Para contraprogramar su imagen, Gorvachev puso en circulación a dos personas. Por un lado, su viejo primer ministro, Nikolai Ivanovitch Ryjkov; y uno de los miembros de su Consejo Presidencial, Vadim Bakatin, que había sido ministro del Interior en el gobierno precisamente de Ryjkov. Bakatin había tenido que dejar el ministerio en noviembre de 1990, a causa de su oposición a usar la fuerza contra Lituania. Esta posición, decididamente reformista, lo convertía en un candidato viable para enfrentarse a Yeltsin en su propio terreno.
En realidad, a aquellas elecciones se presentaron muchos más candidatos. Muchos de ellos eran esos típicos candidatos testimoniales que nunca acabas de entender para qué se presentan si no es para dar por culo. Sin embargo, otros ya no tanto. Ryjkov, por ejemplo, se presentó acompañado por el general Boris Vsevolodovitch Gromov, que había sido el último comandante de las tropas soviéticas en Afganistán y que, por lo tanto, presentaba un perfil muy adecuado para el votante más conservador (por conservador léase, sí, comunista. Porque los comunistas, una vez en el poder, son más conservadores que aquéllos a los que apelan de tal).
Otro candidato interesante era Vladimir Volfovitch Jirinovski. Era un político apenas conocido hasta meses atrás que había fundado un llamado Partido Liberal Demócrata y que defendía que Rusia debía de ser una monarquía liberal. Era un nacionalista acérrimo, con toques xenófobos, que pretendía, de alguna manera, reconstruir, no la Unión Soviética, sino el Imperio ruso alrededor de Rusia. Jirinovski era un maestro de la propaganda y, sobre todo, de la propaganda televisiva. Cada vez que aparecía en las pantallas, sobre todo si lo hacía debatiendo con políticos o periodistas que no fuesen de su cuerda, subía el pan y la nómina de sus partidarios. Con un estilo demagógico muy bien estudiado, que luego hemos visto en otros muchos líderes políticos como Nigel Farage en Reino Unido, sabía explotar como nadie el cabreo del personal.
También se presentó el general Albert Milhailovitch Makachov, comandante de la región militar del Volga-Urales, que no escondía que su solución a la “situación caótica” en que vivía Rusia era un buen golpe de Estado; o un líder proletario, Aman (Amangeldy) Gumirovitch Tuleev, que presidía el soviet de Kemerovo. Siempre ha querido ser presidente de Rusia, digo yo, porque se presentaría a dos elecciones más.
El principal problema que presentaba este panorama para Yeltsin era que alguno de sus candidatos disponía de un vínculo con las Fuerzas Armadas del que él carecía. Por eso, finalmente, rellenó su ticket con el general Alexander Vladimirovitch Rutskoi, héroe de Afganistán.
Los rusos votaron en masa en aquellas elecciones. Yeltsin fue elegido en la primera vuelta con el 60% de los sufragios; el mismo día, una de sus manos derechas, Popov, presentado en tándem con Yuri Milhailovitch Luzhkov (que también sería alcalde de Moscú) ganó el bastón de mando de la capital. En ambos casos, los candidatos gorvachevianos fueron ampliamente batidos. Ryjkov sacó el 17%, Bakatin el 3,4%. Jirinovski sacó el 7,8% y Makachov el 3,8%, mientras que Tuleev sacó un 7%. En términos estrictos, pues, se puede decir que los votantes comunistas, en unas elecciones en las que votó todos dios, fueron el 7% de Tuleev. Nos quedamos con las ganas, claro, de saber si ése era el sentir de los rusos a finales del siglo XX o, en realidad, siempre lo había sido. Los comunistas nos dejan con esas ganas, ya que nunca les dejaron votar.
El voto de las presidenciales dejaba muy poco lugar a la interpretación: sí a Rusia, no al comunismo ruso. Tenemos un proyecto y queremos tenerlo, pero no queremos que sean los pollos de la hoz y el martillo los que lo construyan. En esas circunstancias, quedaba claro que la Unión, esa Unión que había quedado teóricamente salvada en el pacto 9+1 (un pacto, quizá, firmado por Yeltsin atendiendo a razones puramente estratégicas), ahora quedaba puesta en solfa por la radical independencia de criterio de Rusia, y su voluntad de convertirse en una nación por sí misma, capaz de competir con los territorios a su derredor.
Milhail Gorvachev, por supuesto, escenificó una felicitación de presidente a presidente, siempre dejando claro su prelación (algo así como el presidente de la República española felicitando al recién elegido presidente de Cataluña). Sin embargo, el día 15, apenas tres días tras la votación, el presidente de la URS salió en la tele y, en su intervención, comenzó a afirmar unas tenues y extrañas dudas sobre la validez de la elección reciente. Aunque no llegó hasta donde se llegó a temer, es decir, a anunciar la invalidez de la votación, el tema pareció estar cerca. Días después, de viaje por los Estados Unidos, Yeltsin declaró, sin ambages, que Gorvachev no era una persona de su agrado. La verdad, no se le puede reprochar. El 10 de julio, Yeltsin fue finalmente ungido como presidente de la República de Rusia. En ese momento, Milhail Gorvachev y Boris Yeltsin eran dos panteras con un profundo deseo de acabar la una con la otra pero que, sin embargo, sabían que no podían. Ambos tenían mucho interés en que la URS fuese una realidad y no se derrumbase como un castillo de naipes. Eran, pues, dos personas frontalmente enfrentadas que, probablemente para su desgracia y cabreo, tenían que entenderse porque eran socios en un negocio que ninguno de los quería que cerrase.
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