La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
No
todo, sin embargo, habría de ponerse en contra de los intereses del
Papa cismático. El 25 de diciembre de 1406, sin haber podido
completar sus diseños de alta política hacia la paz en la
cristiandad, el rey castellano Enrique falleció. Detrás de él
quedó Juan II, que entonces era un niño, y que por lo tanto tuvo
que apoyarse en una regencia, formada por dos personajes de la
Corte ajenos y enfrentados prácticamente en todo: Catalina de
Lancaster y Fernando de Antequera. Sin embargo, si en algo la
Alencastre y Antequera estaban de acuerdo era en su aviñonismo
acérrimo. Esto convirtió a Alfonso
Egea, el flamante arzobispo de Sevilla, en el gran muñidor de la
política religiosa castellana.
Las cosas se concretaron
bien pronto. Pedro de Luna, el sobrino epónimo del Papa, aquél que
había sido nombrado desde Francia arzobispo de Toledo en paralelo a
otro nombramiento por parte del rey castellano, fue finalmente
promovido para la sede primada, probablemente merced a los apliques
en tal sentido montados por Catalina. En el fondo de aquella actitud
está el hecho de que ambos regentes tenían la sensación de que le
sería más fácil para ellos colmar sus intereses a través del
cercano Papa aviñonés que del lejano y encabronado pontífice de
Roma. Sabemos, en este sentido, que Catalina le envió rápidamente
una embajada a Pedro de Luna, formada por fray Fernando García,
prior de Medina; y Juan Rodríguez, que lo era de Husillos. Ambos
frailes llevaban una carta de Catalina repleta de peticiones que no
conocemos, aunque sí conocemos la respuesta afirmativa de De Luna.
Por su parte, el infante
Fernando de Antequera tenía también su propio memorial de
necesidades, la principal de ellas el maestrazgo de la Orden de
Santiago para su hijo, lo cual suponía poner en sus manos la
maquinaria económica más poderosa de Castilla en aquellos tiempos.
Fernando, pues, envió una primera embajada a la corte pontificia
trashumante ya en el mes de julio de 1407, concretada en la persona
del arcediano de Alcor, aunque el verdadero muñidor de la misión
fue Egea. En 1409 todavía hubo una segunda, llevada por Gonzalo
Sánchez, oidor de la Audiencia. Llevó Sánchez, por lo que sabemos,
un largo documento jurídico que trataba de justificar que se pudiera
otorgar el nombramiento en la Orden a Enrique, hijo de Fernando, a
pesar de que sólo contaba con ocho años de edad.
La via cessionis,
sin embargo, seguía su curso. Ya he dicho anteriormente que Angelo
Corario, el jefe de la sede romana, era bastante más aguililla que
sus antecesores; eso se vio, entre otras cosas, en que no se quedó
contento con pararse en medio del conflicto, esperando que otros lo
resolviesen. En enero de 1407 llegó a Marsella una embajada
gregoriana que buscaba concertar con el Papa aragonés el lugar y
condiciones de la reunión que ambos pontífices deberían sostener.
El 21 de abril se firmó finalmente un acuerdo por el que el
encuentro sería la festividad de San Miguel, en septiembre de dicho
año; y el lugar, Savona. Cada uno de los contertulios podría llevar
consigo a su colegio de cardenales, veinticinco prelados, doce
teólogos y doce canonistas. La fiesta, por parte marsellesa, la pagó
Castilla, puesto que sabemos que el Papa De Luna estaba sur
la paille y que debió pedirle a
la Corte castellana unos cuantos óbolos para poder hacer el viaje.
Finalmente,
Benedicto XIII salió de Marsella en agosto de 1407 y entró en
Savona el 24 de septiembre, a piques pues de comenzar ya la cita
preparada. Sin embargo, los romanos no estaban ahí, razón por la
cual la fecha para las discusiones hubo de ser aplazada al 2 de
noviembre. En dicha fecha, sin embargo, la delegación de Roma
todavía no se había dejado ver. Entonces llegaron algunos legados
del Papa romano proponiendo nuevas condiciones para el diálogo,
entre ellas, sobre todo, el cambio de sede a Portoveneris; Pedro de
Luna las aceptó. Así pues, el Papa Luna pasó la Navidad en Génova
y estaba en Portoveneris el 4 de enero de 1408. Jaime de Prades, uno
de los generales del ejército aragonés, junto con una tropa de
escolta, lo rodeaba casi en todo momento.
El
Papa romano se estableció en Lucca el 27 de enero de 1408, y entre
ambas poblaciones comenzó a producirse el inevitable tráfico de
legados por ambas partes para negociar esto y aquello. En realidad,
sin embargo, ya no había una sola negociación, sino dos. Corario,
en realidad, se había pasado de frenada, literalmente. Había puesto
tantos problemas a la celebración del coloquio, actitud ésta que
había caído sobre suelo fértil porque si a algo eran aficionados
los aviñoneses era a poner piedras en el camino constantemente, que
en ambas curias la
sensación era ya bastante clara en el sentido de que la via
cessionis iba a ser la vía de
la mierda.
En
ese ambiente, comenzó a germinar una idea que ya había aparecido en
el pasado y que volvería a aparecer en el futuro: la idea de que la
Iglesia se gobierna por un Papa, pero eso no quiere decir exactamente
que el Papa sea la máxima autoridad de la misma. Quienes hayan sido
tan pacientes como para leerse la serie que aquí hemos escrito sobre
el concilio de Trento sabrán bien de qué hablo. En momentos de
especial distress en
la Iglesia católica, sobre todo momentos en los cuales el caos es
tal que los prelados comienzan a barruntarse que tal vez la gente
normal y los reyes acaben por darse cuenta de que les están contando
un cuento de puta madre a cambio del cual están cediendo enormes
parcelas de poder y de riqueza; en momentos así, digo, los prelados,
los obispos y cardenales, suelen tener ataques de pragmatismo en los
que se dan cuenta de que si su santo padre o sus santos padres son
unos conas, ellos no tienen por qué seguirlos; porque ellos no
siguen al Papa sino que siguen a Cristo (esto es lo que han dicho a
lo largo de la Historia; en realidad, lo más exacto es sustituir el
concepto “Cristo” por el concepto “más que razonable modo de
vida”).
Históricamente,
la mayor defensora del concepto de que el Papa bien puede ser un
tonto a las tres y que por lo tanto hay elementos superiores sobre él
(como los concilios, donde ya es más difícil que un imbécil se
lleve el gato al agua), ha sido la Iglesia francesa. Esto no es
casualidad porque la Iglesia francesa siempre ha tenido muchas ganas
de convertirse precisamente en eso: una Iglesia francesa. Así las
cosas, a nadie ha de extrañar que fuesen los prelados franceses
desplazados a Italia los que empezasen a pasear una idea un tanto
revolucionaria pero, como digo, no tanto para quien se sepa bien la
Historia de la Iglesia: ¿qué tal si nos reunimos nosotros
y dejamos a estos dos gilipollas
a su bola? Se convocaría, pues, un concilio que, como primera
providencia, cesaría a ambos papas; para, a continuación, elegir a
un nuevo Vicario de Cristo.
Esto,
en puridad, no es nuevo. No era más que la vía concilii,
esto es, el DEFCON 1 ya definido por los sorboneros parisinos en San
Maturino. Lo cual lleva a pensar que, más que probablemente, todo lo
que hemos relatado no era sino un camino sabiamente trazado por
gentes de la Corte parisina, que no se veían nada cómodos con una
situación que amenazaba con impulsar un conflicto bélico a las
primeras de cambio.
Cuando
Gregorio XII, perdiendo los adarmes de pragmatismo con que había
llegado al Papado romano, y escuchando los cantos de sirena del rey
Ladislao de Nápoles, que le prestó las tropas, regresó a Roma para
controlarla militarmemente y, al fin y a la postre, se negó a ir a
Portoveneris, los partidarios de la convocatoria de un nuevo concilio
se hicieron fuertes dentro de la cristiandad.
El
gesto de Gregorio, de hecho, lo cambió todo. Paradójicamente, las
monarquías europeas, que llevaban años buscando inútilmente la
forma de concertarse en alguna posición única, ahora la encontraron
al reaccionar ante el caos que se había creado. La primavera de 1408
se caracterizó, claramente, por desatar una auténtica cascada de
protestas desde todas las Cortes temporales contra las Cortes
espirituales, las de ambos papas, por haber prolongado una situación
tan difícil. En la medida que pudieron, las grandes monarquías
tardomedievales europeas monitorizaron un proceso de rebelión
conciliar contra la situación. La Curia cardenalicia de Gregorio
XII, situada en Pisa; y la de Pedro de Luna, que había sentado sus
papadas en Livorno, comenzaron unas negociaciones directas y a
espaldas de sus jefes para convocar un concilio. De Luna, de hecho,
envió a varios de sus fieles seguidores a Livorno y pudo comprobar,
desalentado, que la cosa no era ningún fuego artificial: la
intención de las curias era defender la reforma in capite
et in membris. La cúpula de la
Iglesia, o si lo preferís porque es mejor hacerlo así, los
directores y subdirectores de la estructura económica más
favorecida con ingresos y gabelas del mundo entero, habían llegado a
la conclusión de que si la pelea entre Roma y Aviñón seguía un
año más, podía llegar un momento en el que la gente comenzase a
decirse, atizada por sus reyes, que para rezarle a Dios no hacen
falta intermediarios, que los pecados bien pueden quedar lavados por
un sincero acto de contricción privado (todas esas cosas que la
Iglesia acabó por reconocer, y eso arrastrando el escroto, en el
Vaticano II); y que, consecuentemente, lo mismo algún día les daba
por recuperar lo que era suyo.
Porque eso de que es de Dios, en fin...
Benedicto
intentó, pues, inmediatamente, zanjar el asunto con elegancia. Así
pues, convocó un concilio cismático en Perpignan, en la fiesta de
Todos los Santos de 1408; pero, por si acaso, juzgando que en Francia
ya no estaba del todo seguro, corrió a refugiarse allí donde sabía
que lo respetaban más, esto es, en el reino de Aragón. Los
cardenales disidentes de su línea, sin embargo, habían convocado un
concilio por su cuenta, para el 25 de marzo de 1409, en Pisa.
Para
que vea mi paciente lector el tipo de cosas que se estaban ventilando
en esta pelea presuntamente teológica y tal, tomemos el ejemplo de
uno de los, hasta entonces, más afamados partidarios de Aviñón en
Castilla: Pedro de Frías, antiguo obispo de Osma. Frías fue uno de
los firmantes de la convocatoria de concilio disidente. Se conocen
con bastante exactitud los motivos de esta fuga. Estando en Génova,
Frías había negociado con el patriarca de Alejandría, Simón
Cramaud, porque éste, que hablaba en nombre del rey francés Carlos
VI, le había invitado a trasladarse a París para convertirse allí
en un campeón de la causa del cese del Papa a cuyo apoyo había
dedicado su vida hasta entonces. ¿Argumentaba Cramaud altos
conceptos e intereses teológicos, la justicia de los cánones sobre
la organización de la Iglesia? Pues no: le dijo a Frías que, si
desertaba, recibiría en Francia el doble de rentas que
perdería en España.
Así
pues, no os vayáis a pensar de que ahí, en la cúpula de las
discusiones eclesiales, se hablaba del bien de los fieles o de lo que
era más o menos compatible con la doctrina de Jesucristo. La verdad,
siempre he pensado que el símbolo de Nicea, éste que nos dice que
Jesús era de la misma naturaleza que el Padre, es un enfoque
erróneo. El pobre Jesús sería hijo de Dios pero, claramente,
cuando se hizo hombre, adquirió algunas de las características del
dicho género, entre ellas la de meter la pata. Y la metió, y bien
que la metió, el día que obró el milagro de los bollos y las
caballas. Ese día, Jesús, que no midió bien sus pasos, le enseñó
a su grey que, bajo su paraguas, todo el monte es orgasmo y la nevera
siempre está llena. Aquí de lo que se hablaba, pues, era de seguir
teniendo el congelador lleno de filetes; y fue sólo la sensación de
que el momio se podía ir a tomar por saco lo que hizo que los
canonistas de turno, ésos que lo mismo te justifican la guerra santa
que la necesidad de chuparse un pie cada mañana a las siete y
cuarto, se movilizasen.
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