Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
A la vuelta de su triunfante visita a Washington, a Gorvachev lo esperaba en Moscú un dilema de gran importancia. Las personas de su entorno con un perfil menos reformista, como Ligachov o Rykjov, eran de la opinión de que los temas internos estaban tan jodidamente posicionados contra los intereses del secretario general que lo mejor que se podía hacer era aplazar el Congreso del Partido. El problema, como ya os he insinuado, es que, en ese momento, nadie tenía el control sobre el congreso (y los congresos partidarios sólo se convocan cuando sabes exactamente hasta cuántas veces va a ir a mear cada delegado); y, por lo tanto, se quería el aplazamiento para buscar mayorías. Gorvachev, sin embargo, era de la opinión, una opinión acertada en mi opinión, de que el avance del tiempo no haría sino ahondar la división en el comunismo oficial entre reformistas y conservadores; así pues, esperaba que, respetando el calendario, el problema tendría unas dimensiones tratables. Como vemos, pues, el problema de Gorvachev, durante toda su vida, fue el optimismo; el esperar encontrarse problemas tratables allí donde sólo había cisnes negros.
Así las cosas, del 2 al 13 de julio de 1990, se reunió el Congreso del Partido Comunista de la URSS, el Partido Bolchevique creado por Lenin y, según de qué año sea la edición de la Enciclopedia Soviética que leamos, también por Stalin, y con o sin Trotsky. Aquélla iba a ser la última vez que se reuniese aquel congreso y, aunque eso obviamente era algo que sus integrantes no podían saber en ese momento, lo cierto es que muchos de ellos lo sospechaban, porque lo buscaban.
Muchos de los delegados llegaron a aquel congreso fuertemente cabreados. Hijos de una ideología que, en sus bases, no había cambiado en ochenta años, consideraban que el PCUS nunca debería haber renunciado a su papel primordial en la sociedad soviética; rechazaban, en dicho sentido, la tentativa final de los reformistas, quienes ya sólo trataban de que el comunismo no fuese un partido político más, sino que gozase de algún tipo de estatus especial.
Entre los conservadores, a decir verdad, había dos visiones diferentes, pero casi inapreciables. Una estricta minoría de bien pensantes acusaba a Gorvachev, Schevardnazde, Yakolev y los demás de haber sido blandos, o demasiado ciegos, para resistir la presión del anticomunismo. Luego estaba la mayoría de los críticos que, directamente, los consideraba los arquitectos de dicha presión.
Yeltsin intervino para proponer que el PCUS se trasvistiese: que se cambiase el nombre y adoptase una ideología de socialismo democrático; una evolución que, vino a decir, ya estaba teniendo el país (asunto en el que, en realidad, se equivocaba). El economista Leónidas Ivanovitch Abalkin fue el encargado de tomar el micrófono para mentar a la zorra en casa de las gallinas y proponer que la URSS abandonase la economía centralizada para abrazar la economía de mercado. Gorvachev contestó a esta petición realizando un canto de alabanza a la economía centralizada; aunque, probablemente, no podía hacer otra cosa.
En el campo realmente importante de éste y de todo congreso: el de los nombramientos y elecciones, Gorvachev había estado manejando la posibilidad de no presentarse a la votación de primer secretario general del Comité Central. Al fin y al cabo, ya era presidente de la URSS, una presidencia esta vez llena de contenido político y ejecutivo y que le permitiría colocarse au dessus de la melée en los conflictos partidarios. Este gesto, que fue prontamente conocido, hizo que la Radio Macuto estallase con candidatos: Yakolev, Schevardnazde, Vadim Viktorovitch Bakatin (formalmente, el último jefe que tendría la KGB), etc. Finalmente, sin embargo, el caos y la indefinición le convencieron al presi de que debía presentarse. Se tuvo que enfrentar a un representante de Kemerovo, activo elemento en la formación del PC ruso: Teimuraz Georgyevitch Avaliani. Pero le venció fácilmente, 3.411 votos contra 501.
Tras esta elección primera, que no primaria, llegó la del secretario general adjunto, puesto creado en aquel congreso para descargar las labores del secretario general; que fue una forma elegante de decir que no estaba el tema para mandatarios únicos y tiránicos modelo Stalin. Gorvachev, consciente de la identidad plurinacional que había adquirido el PCUS de repente (y digo “de repente” porque la metodología marxisto-leninisto-estalinista había sido, más bien, enviar rusos a mandar en los comunismos periféricos); Gorvachev, digo, opinó que, siendo él ruso, lo lógico era que su adjunto fuese un no ruso. Algunos de vosotros pensaréis que estaba tratando de pavimentarle el camino a Schevardnazde; pero, en realidad, su candidato fue otro: Vladimir Antonovitch Ivachko, primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista Ucraniano. El Sheva estaba bien, pero lo que quería Gorvachev era no extrañar de su proceso a los ucranianos, de quienes temía que les faltaba el canto de un duro para apuntarse a la OTAN si fuese preciso (como veremos un poquito más adelante). Ivachko era un reformista convencido y, de hecho, durante la etapa en la que había parecido que Gorvachev iba a dejar libre el puesto de secretario general, había sido uno de los que habían intentado presentarse. Por su parte, Ligachov, creo yo que sin el apoyo de Gorvachev más que a sus espaldas, se presentó también. Finalmente, el ucraniano recibió 3.109 votos y Ligachov 776.
Llegó el momento de elegir al Comité Central. Un CC que, según los deseos de Gorvachev, tenía que ser más territorial que nunca; el todavía líder votado del PCUS estaba intentando disolver homeopáticamente la influencia del PC ruso de nuevo cuño. Por lo tanto, de los 85 sitios, otrora dorados, del Comité Central del PCUS, Gorvachev quería reservar 75 a personas sobresalientes de la Unión: militares, científicos, artistas, todos ellos miembros importantes del Partido. Obviamente, porque otra cosa habría sido un escándalo, entre esos puestos el secretario general otorgaba algunos a los reformistas: a Yeltsin, sin ir más lejos, amén de otros miembros conspicuos del PCR, como Iván Stepanovitch Silaiev o Ruslán Imranovitch Jasbulatov. Pero hasta eso le salió mal.
El 12 de julio, apenas unas horas antes de la clausura del Congreso, Boris Yeltsin pidió la palabra y, por así decirlo, repitió la jugada de meses antes; sólo que estaba vez estaba mucho más seguro de sí mismo y sabía que no volvería con el rabo entre las piernas. Dijo que, puesto que había sido elegido presidente del Soviet Supremo de Rusia, y que en Rusia se había instaurado el pluripartidismo, consideraba incompatibles sus funciones como presidente de dicho Soviet Supremo y como miembro del Comité Central de un PCUS que seguía, de alguna manera, propugnando su monopolio político. En consecuencia, dimitió de todos sus cargos. En ese momento, fue el único que tuvo ese gesto. Días después, sin embargo, tanto Popov como Sobtchak presentaron sus propias dimisiones. Yeltsin se marchó del Partido aseverando que su tiempo (el del Partido) había pasado, que había llegado “el momento de los soviets”. Cosa curiosa: ¿el momento de los soviets no había sido 1917?
Milhail Gorvachev sacó del Congreso del Partido la conclusión de que ahora tenía un enemigo (en realidad, un racimo de ellos), y que todos iban a jugar la baza de poner a la calle a su favor; de aislar popularmente al secretario general y al propio PCUS. Las dos lanzas más importantes que podían usar para eso eran la situación económica, putomiérdica, y la cuestión nacionalista, esa hidra que el comunismo había creído matar para, en realidad, hacer más fuerte.
En el campo económico, pese a sus declaraciones formales delante de una audiencia, al fin y al cabo, compuesta por cuadros comunistas, la convicción de Gorvachev sobre la necesidad de avanzar hacia mecanismos de economía de mercado era total; y, de hecho, si algo lo tenía jodido era la lentitud de aquella evolución. Por su parte, Yeltsin había adoptado como asesor en estos temas a un economista que era un cerrado defensor de las soluciones de mercado: Grigori Alekseyevtich Yavlinski, quien había implantado diversas reformas en Rusia; ahora los políticos rusos reclamaban que se extendiesen a toda la URSS. Yeltsin, por lo tanto, operaba un poco como el Díaz Ayuso del comunismo soviético.
Aunque Yeltsin no era muy partidario de formar equipos conjuntos con la gente de Gorvachev, hacia la que siempre desconfió, finalmente la idea de Yavlinski tomó forma con la creación de una comisión presidida por un scholar, Stanislav Sergeyevitch Chatalin. Esta comisión elaboró un programa, conocido en su día como El Plan de los 500 días, sobre la transición de la URSS a una economía de mercado.
Este plan, conocido públicamente en agosto de 1990, pareció, por un momento, dar la razón a los soplapollas que analizaban la situación de la URSS desde sus cátedras de todo a cien en universidades occidentales diversas, y servir de instrumento para una unión entre el comunismo formal y el comunismo disidente; entre Milhail Gorvachev y Boris Yeltsin. Con este ambiente un tanto relajado, llegó en la URSS, como en España, el momento del éxodo vacacional. Gorvachev se fue a su dacha de Foros; mientras que Yeltsin se fue a una casa de campo no muy lejos de la capital.
Aquellas semanas durante las cuales los dos grandes antagonistas de la política soviética parecieron descansar, sin apenas levantar el teléfono para llamarse, las cosas, sin embargo, se obstinaron en ir a peor. La economía no es algo que puedas apagar mientras lo arreglas. Por eso, en realidad a mí nunca me ha gustado el sustantivo fontanero para designar a ese tecnócrata que, trabajando en el centro del poder, se ocupa de los problemas del día a día y de la planificación: los fontaneros, cuando tienen que cambiar una junta, pueden cerrar la llave de paso. Los economistas, no.
Aquel verano de 1990 fue un verano muy triste en muchas casas de la URSS. El personal no es que no tuviera para vacaciones pues, al fin y al cabo, las vacaciones, sobre todo las de lujo, se habían convertido, de décadas atrás, de cosa propia de las gentes que vivían en las lujosas urbanizaciones del Partido. La cosa ya ni iba de vacaciones; iba de que los bebés tuviesen algo de celulosa donde cagarse.
La escasez era profunda, y generalizada. El Soviet Supremo tomó cartas en el asunto; pero, en la URSS como en cualquier otro país, lo hizo cuando terminó sus propias vacaciones, pues en todo lugar y momento, los padres de la patria siempre han tenido agendas generosas, y las han respetado. El 24 de septiembre, el SS autorizó a su presidente para tomar medidas (en términos estadounidenses: para gobernar mediante decretos presidenciales) que acelerasen la transición a la economía de mercado. Qué cosas, ¿eh? Un partido comunista reconociendo que medio país estaba al borde del hambre, y que la culpa de ello la tenía la economía centralizada.
Esta autorización, sin embargo, puso a los reformadores en alarma. Los que ya sólo eran, en algunos casos, formalmente comunistas, temían lo que se suele temer siempre cuando un representante más o menos democrático recibe poderes extraordinarios: que los use para otras cosas además de aquéllas para las que se le ha otorgado dicho poder. Esta vez el tema era tan serio como para afectar incluso a colaboradores estrechos de Gorvachev. Yakolev, por ejemplo, comenzó a negarse a atender las reuniones del Politburó del que era miembro, y le contaba a todo el mundo que le quisiera escuchar que se quería marchar del Partido; cosa que hizo en diciembre de aquel mismo año. Gestos como éste venían a “confirmar” la interpretación de los reformistas, según los cuales Gorvachev se estaba echando en brazos de los conservadores y no tenía ninguna intención de utilizar los poderes especiales que prácticamente se había autoconcedido para hacer lo que tenía que hacer.
Y luego estaba el tema nacionalista. El 16 de julio, apenas tres días después de haberse cerrado el Congreso, el parlamento ucraniano declaró su soberanía y la soberanía de las leyes de la propia república sobre las de la URSS. El 27 de julio, Bielorrusia hizo lo mismo. El 20 de junio ya había hecho lo mismo Uzbekistán, y el 23, Moldavia. El 23 de agosto, lo harían Armenia y Turmekistán, el 25 de octubre Kazajstán y, el 15 de diciembre, la nación de los kirguises, Kirguistán. Estos gestos por parte de las repúblicas soberanas incendiaron los deseos en las repúblicas autónomas. Osetia del Norte, es decir, la Osetia rusa (la del sur estaba emplazada en Georgia); Carelia, la nación de los komi-zirianos, Tartaria, la república de Udmurtia, las naciones de los yakutios, de los buriatos, de los bachkires, de los kalmukos, de los maris, de los chuvaques... (¿A que parece que estamos en Star Wars?)
Buena parte de estas naciones que acabo de citar estaba geográficamente emplazada en la URSS, pero dentro de Rusia. Así pues, de alguna manera, durante aquellas semanas del otoño de 1990, Rusia recibió un par de tazas de su propio caldo. Ella había querido separarse de la URSS y, con ese gesto, había abierto la veda para que colectivos que estaban situados dentro de su territorio legal pensasen en hacer lo mismo respecto de ella.
El juego gordo, en todo caso, se estaba produciendo en diversos ejemplos que había dentro de la URSS, y que tenían una fuerte identificación nacional. Es el caso, por ejemplo, de Georgia, cuya declaración de soberanía se convirtió muy rápidamente en un proceso puro y duro de independencia política. El 20 de junio, el Soviet Supremo de Tibilisi había aprobado dos textos legales: el primero trataba sobre las garantías para la defensa de la soberanía de la república; mientras que el segundo era lo que formalmente nosotros llamaríamos, después de la experiencia catalana, una ley de desconexión. Con esto, Georgia iba mucho más allá de lo que iban la mayoría de los territorios. Aquí no se trataba de afirmar la soberanía de los georgianos sobre sí mismos, sino de declarar, como su Soviet hizo ampulosamente, que la anexión de 1921 había tocado a su fin.
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