Aquéllos de vosotros que, leyendo las últimas líneas del post anterior, habéis apostado porque Franco se negaría en redondo a aceptar el trato que le ofrecía Pío XII, habéis acertado. En puridad, hay que decir que el primero que se negó no fue Franco: el propio embajador Yanguas Messía, en los telegramas en los que informaba de su encuentro con Maglione, terciaba al considerar la propuesta inaceptable. La única transacción posible, en su opinión, sería que el gobierno español nombrase al obispo, eligiendo de una lista de prelados previamente elaborado, cuando más grande, mejor.
Cuando el consejo de ministros estudió la propuesta, su
dictamen no fue en absoluto diferente. El 25 de julio, Jordana le enviaba un
telegrama al embajador en el que le decía claramente que el gobierno español no
aceptaría otra cosa que la pura y simple aplicación del Concordato de 1851.
Instaban al negociador, asimismo, a insistir ante el Vaticano en la grave
perturbación que todo aquello le estaba provocando a la Iglesia española; en
otras palabras, le exigían que siguiese amenazando con matar a los curas de
hambre. En ese mismo consejo de ministros se decidió que el propio Franco iría
a Roma en septiembre y solicitaría una audiencia con el Papa.
El gobierno español no podía aceptar como buena una
propuesta que le retiraba el derecho de nombrar obispos; retirada que, además,
venía agravada por el hecho de la potestad que se otorgaba al Papa de sacarse
la terna final de candidatos de donde le diese la gana, puesto que no tenía
ninguna obligación de respetar la lista formada por el episcopado español. Era,
pues, una propuesta sibilinamente diseñada para cortar de raíz las tendencias
hacia la creación de una Iglesia española, pues el Vaticano se reservaba el
control prácticamente total de la renovación en sus cargos. Sin embargo, la
reacción del gobierno no fue la mejor de las posibles. La propuesta de su
embajador cabe el Vaticano (que, no me cansaré de repetirlo, era, con mucho, el
más listo de la partida por parte española) era mucho más realista que la del propio gobierno; mantenía
bastante intocado el derecho del Estado español y, al tiempo, movía a España un
poco más allá de la posición cerril de defensa del Concordato; un Concordato
que, Yanguas lo sabía bien, había quedado bastante obsoleto o, si lo preferís,
era un documento contra el cual operaba el juicio del tiempo: los acuerdos
concordatarios y los modi vivendi
recientes firmados por Roma con Italia, con Alemania, con Polonia, con
Checoslovaquia, con Austria, iban todos en una dirección bastante parecida a la
que apuntaba Pacelli con su propuesta. La postura española podría aparecer, en
términos canónicos, como tratar de consagrar en una constitución del año 2020
la minoridad jurídica de la mujer.
Para el gobierno franquista, sin embargo, mantener el
Patronato Real era fundamental a causa de los temores que tenía sobre la
infestación nacionalista, sobre todo en el seno del clero vasco. Maglione, en
una entrevista con Yanguas producida después de conocer la postura del gobierno
de Madrid, le espetó directamente: “no pretenderán ustedes hacer nombramientos
de obispos políticos”. La admonición no deja de ser un ejercicio, bueno, un
ejercicio más de cinismo, por parte
del Vaticano; pues la Curia, que me perdone, ni ahora ni hace mil, quinientos o
cincuenta años, nunca, en una palabra, ha nombrado a los obispos por lo mucho
que rezan o lo bien que cantan en las misas; los nombramientos de los obispos,
desde que éstos tienen poder real, han sido siempre
políticos. Pero, bueno, el sentido del reproche se entiende. Como se
entiende la respuesta de Yanguas: “No pretendemos eso; pero tampoco estamos
dispuestos a consentir obispos que puedan atentar contra la unidad sagrada de
la Patria”. El tema, como se ve, estaba empantanado: Sant’Angelo no se fiaba de
que Franco no fuese a nombrar obispos brazo en alto, y Franco no se fiaba de
que Roma no fuese a nombrar obispos tipo monseñor Setién.
En esta entrevista, en todo caso, como lo realmente
importante es lo realmente importante, Maglione volvió a sacar el tema del
presupuesto de culto y clero. ¡La pasta, coño, la pasta! En opinión del
secretario de Estado, la fórmula propuesta por el Papa cubría las aspiraciones
del gobierno español y, por lo tanto, éste debía de mover ficha pagándole a los
curas. Yanguas le preguntó si ésa era la postura definitiva de la Santa Sede y,
por lo tanto, como tal debía comunicarla a su gobierno. El secretario de
Estado, tal vez oliendo el hedor de la ruptura y la caída de España en los
brazos del nacionalsocialismo, vino a decir que sí, pero que no, porque todavía
se esperaría a conocer el criterio del nuncio Cicognani; eso sí, su apuesta
personal, no lo ocultó, era que el Vicario de Cristo ya no se movería.
Con fecha 3 de agosto se reunió la Congregación de Asuntos
Extraordinarios, que aún tenía pendiente la revisión del método de designación
propuesto por su jefe. Una semana después, Yanguas visitó al secretario de
Estado y le demandó noticias; pero éste se hizo el orejas, pretextando que no
tenía información definitiva y que, de hecho, ni siquiera había recibido
todavía el informe de Cicognani desde Madrid. La Iglesia algo estaba tramando,
puesto que en las mismas fechas el nuncio visitó al ministro de Asuntos
Exteriores, pero deliberadamente no entró en profundidades durante la
conversación.
El gobierno de España se había renovado, y en la cartera de
Justicia había entrado un tradicionalista, Esteban Bilbao. Éste, que por sus
características hondamente católicas se veía con frecuencia con Gomá, le
confesó a éste, a finales del mes de agosto, que temía que pudiera ocurrir
cualquier cosa desagradable; que Franco estaba muy contrito con la actitud del
Vaticano. En la cartera de Exteriores, Jordana había dejado paso a Juan Luis
Beigbeder, pero con ello la Santa Sede, más que ganar, había perdido.
Beigbeder, en efecto, era un serio crítico de la posición de los Francisquitos,
que consideraba totalmente injusta con España.
En esta situación de apartamiento y enfado indisimulado fue
cuando Adolf Hitler decidió invadir Polonia, y comenzó la segunda guerra
mundial.
Cuando Hitler invadió Polonia, la España nacional ya había
ganado la guerra. Había ganado la guerra gracias a la ayuda de dos potencias
fascistas que ahora, y sobre todo una de ellas, encontraban que dentro de las
necesidades que pronto generaría para ellas mismas la otra guerra que empezaba,
era imperativo que los ganadores de la guerra española pagaran el fielato de la
ayuda creando un Estado totalitario fascista en el país. Aunque ya supongo que
escribir cosas así no sirve para otra cosa que para sufrir troleos yo, la
verdad, no creo que ésos fueran los designios preferidos de Franco; si lo
fueran, el general no habría tenido problemas a la hora de entenderse con su
cuñado Serrano Súñer, ni con Gregorio Salvador Merino, ese gran desconocido de
la Historia que le planteó un pulso a Franco y lo perdió; ni con Arrese en el
56. Si a Franco una escuadra de jóvenes falangistas le dio la espalda durante
un acto público en El Escorial aquel año de 1956, fue por algo. A Franco, desde
el momento en que comenzó a dudar de la victoria final de Alemania, la idea de
hacer de España un régimen fascista nunca le gustó.
En todo caso, el epicentro del proceso de creación del
Estado fascista, es decir la Falange, tampoco era un dechado de unidad. Dentro
del partido coexistían la vertiente nazi, los legitimistas joseantonianos,
mucho más inspirados en Italia, y un tercer grupo, que iría creciendo
exponencialmente con los años, formado por personas que estaban en Falange sólo
porque había que estar y, por lo tanto, no eran sino pragmáticos.
El carlismo, por su parte, vivía una vida incómoda dentro
del franquismo. Crecientemente herido por el monopolio falangista, por mucho
que la unificación hubiese tratado de borrar las diferencias, trataba de tener
una vida como tendencia política que, sin embargo, el general siempre le negó.
El líder de los carlistas, Manuel Fal Conde, estaba estrechamente vigilado y
tenía problemas hasta para viajar fuera del país. Precisamente fuera del país,
el príncipe Javier de Borbón Parma había establecido una organización,
obviamente mucho más libre que la de interior, que pretendía reaccionar contra la deriva fascista del país y el ninguneo a la Iglesia. Los carlistas, sin
embargo, tenían muy poco predicamento, salvo en el País Vasco.
Las fuerzas monárquicas, que tampoco habían sido muy fuertes
en tiempos de la República, estaban ahora más debilitadas, si cabe. La antigua CEDA de Gil-Robles, para desgracia de la Iglesia pues era su verdadero apoyo político, se había disuelto.
En suma, conforme pasaban los días, las semanas y los meses,
la segunda guerra mundial iba complicándose, y eso era una gran ayuda para
Franco. El comienzo casi inmediato de las hostilidades europeas provocó que las
potencias democráticas, sobre todo Inglaterra, no pudieran extender su plan
para la posguerra española, que se basaba en el regreso de la institución monárquica.
Era la forma que ellos veían de contrarrestar la fortísima, y lógica,
influencia italiana y alemana en la vida hispana, ahora que ellos estaban entre
los ganadores de la contienda. Esto, sin embargo, no se pudo llevar a cabo,
como digo, porque pronto los gobiernos de estos países tuvieron que ocuparse de
temas más urgentes; alguno de ellos, incluso, de sobrevivir.
Quien realmente vivía de forma trágica las consecuencias de
aquel orden de cosas era la Iglesia española. Sin prácticamente fisuras, el
episcopado español había apoyado al bando nacional en la célebre pastoral
colectiva. Un documento criticadísimo hoy en día por historiadores y juzgadores
en general que se ocupan poco, en mi opinión, en analizar las circunstancias en
las que se produjo. En la mayoría de la zona republicana se estaba produciendo
un exterminio sistemático de prelados, sacerdotes y otros religiosos; en
realidad, a mí, personalmente, lo que me extraña es el gesto de los obispos que
no quisieron firmar la pastoral;
porque las razones de quienes sí lo hicieron, yo creo que están bastante
claras.
Franco, sin embargo, engañó a los firmantes de la pastoral.
Les escamoteó la información de que lo que él estaba formando no era una armada
para recuperar la España católica; la misión de su ejército (incluso a su
pesar, como he dicho) era consolidar una España fascista, que no es lo mismo. Conforme
el gobierno de Burgos fue tomando cuerpo y los Ridruejo, Alvar, Girón de
Velasco y toda aquella panda fueron adquiriendo parcelas de poder, a los
sacerdotes les comenzó a preocupar el tipo de gañanes con los que estaban
compartiendo banquillo. Llegada la posguerra, les quedó todavía más claro que
una cosa era el general Franco, y otra el proyecto político de su cuñado
Moncho.
Las diferencias entre la España victoriosa y el Vaticano se
hicieron bien patentes ya desde el principio. En mayo, cuando se aprestaba a
organizar la gran celebración de la Victoria en la iglesia de Santa Bárbara de
Madrid, Serrano Súñer le insinuó a Jordana que se solicitase un gesto
inequívoco por parte de la Iglesia. Estaba pensando el cuñado en que el primado
de España, por delegación papal, invistiese a Franco como Caudillo, o se le
concediese una bula o, incluso, que se le concediese la Rosa de Oro, la gran
condecoración vaticana. Cuando Jordana le comentó estas ideas a Maglione, el
cardenal estalló. El Vaticano, dijo, había organizado un Te Deum, y punto
pelota. En el fondo de reacción tan desabrida estaba el hecho de que la Prensa
española, totalmente dominada por el falangismo irredento, apenas se había
ocupado de aquella ceremonia.
Franco, sin embargo, fue investido Caudillo, rindiendo su
espada ante el Cristo de Lepanto. Días después, en un acto político, el
ministro de Agricultura, Raimundo Fernández Cuesta, recibió al general citando
las palabras de Dios al profeta Jeremías cuando le da autoridad “sobre las
gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para
reconstruir y plantar”.
El régimen, pues, avanzaba hacia la dignificación de su general con una figura semidivina, perfectamente expresada en el cuadro, que muchos de vosotros conoceréis, llamado Alegoría de Franco y la Cruzada, obra de Arturo Reque Meruvia. Gestos que, lógicamente, despertaban en la Iglesia el temor a un culto seudoreligioso que buscase convertir a Franco en, como dijo Fernández Cuesta, “la única autoridad legítima”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario