lunes, octubre 05, 2020

Franco y Dios (17: como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga.
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


El embajador Yanguas, como ya he dicho, se pasó el cónclave entrevistándose con cardenales españoles y extranjeros, y sondeándolos sobre su postura en torno a la guerra española. Las impresiones generales que sacó eran inmejorables y, por lo tanto, cuando estaba a punto de salir la fumata blanca, en el franquismo todo era optimismo. Este optimismo, sin embargo, recibió un importante jarro de agua fría cuando se conoció el resultado del voto de los cardenales.

El cardenal Pacelli, que ahora tomaba el nombre de Pío XII, fue, sin ningún lugar a dudas, el candidato de lo que denominamos las potencias democráticas de preguerra. Los países que se estaban empezando a resignar a la idea de que iban a tener que ir a la guerra contra Hitler, o que iban a ser invadidos por éste, quisieron a este Papa decididamente antinazi al frente del Vaticano; Mussolini, por otra parte, se dejó meter ese gol inexplicablemente, creo yo que porque nunca entendió las sutilezas de la política vaticana, ni su utilidad internacional.

En Londres y en París, el ascenso al vicariato de Cristo de Pacelli fue celebrado con indisimulada satisfacción. En Burgos, sin embargo, se brindó con agua con gas. Pacelli era el peor de los candidatos de Franco para ser Papa, sobre todo porque en su gobierno estaban íntimamente convencidos, y de hecho así se rumoreaba en Roma, de que el elegido para número dos o secretario de Estado sería monseñor Tedeschini, el segundo sacerdote más odiado por la España nacional. Ésta fue, de hecho, una de las pocas cosas (sí, de las pocas cosas) en las que Franco estuvo en plena sintonía con Falange. Lo más fácil es, siempre, acordar en torno a un enemigo.

Finalmente, la sangre no llegó al río. El elegido por Pacelli fue Luigi Maglione, y en mi modesta opinión, acertó, porque Tedeschini, independientemente de sus ideas, era una persona demasiado torpe y con total ausencia de mano izquierda; no hay más que comparar su nunciatura con la de Cicognani, persona dotada de una inteligencia que a su predecesor yo creo que le faltaba. Decir que Pío XII decidió nombrar a Maglione para estar a bien con la España nacional sería decir mucho, pues un secretario de Estado del Vaticano es un cargo regido por otros muchos condicionantes. Pero lo que sí es un hecho es que Pío XII se puso como labor tratar de comenzar su pontificado con buen pie en España. Así, recién nombrado, la primera vez que se vio con Gomá, le pidió le trasladase su bendición al general Franco “y mis mejores deseos para la victoria de las armas de España”. La verdad, tampoco se jugaba mucho; en la guerra, estaba ya todo el pescado vendido. Pero fue más allá: en su mensaje a los españoles, 16 de abril, soltó un panegírico de la España nacional, a la que agradeció por “dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu”.

Este mensaje lubricó el ano de Franco. El general le mandó un telegrama de agradecimiento al Papa y, en general, la Nueva España que acababa de nacer se hizo el culo pesicola con aquel mensaje. De hecho, Pío corrió un riesgo con una toma de posición tan exaltada en favor de un gobierno surgido de una rebelión apoyada por el fascismo internacional; en Francia, por ejemplo, lo criticaron mucho por sus palabras.

El proyecto del Papa, en todo caso, era más general. Él, que como he dicho, es al menos mi convicción, era el candidato de las potencias enfrentadas con Alemania, se propuso, nada más llegar a Sant’Angelo, colocarse en una posición más equidistante que la de su predecesor. Comenzó a hacer discursos en los que se hacía lenguas con la falta de justicia existente en el mundo; pero ahora eran discursos en los que se preocupaba de decir, o insinuar, que Alemania e Italia no eran los únicos culpables de aquella situación. Automáticamente, la prensa alemana comenzó a hablar del catolicismo en otros tonos.

Esto era lo que pasaba en el entorno general. En el particular de España, el embajador Yanguas, quien lógicamente conocía muy bien al Papa puesto que lo había tratado intensamente en su etapa de secretario de Estado, instó, casi con inmediatez, el comienzo de las negociaciones que aquí venimos relatando. Sin embargo, como suele ocurrir siempre con el Vaticano, cuando las cosas bajan desde los discursitos retóricos de balcón a la arena de la negociación concreta, las cosas se revelaron como un poquito más jodidas.

Como supongo que recordaréis bien, Pío XI se había muerto en el momento en que había aprobado ya una fórmula provisional para la presentación de obispos, que habría de servir como forma de relacionarse los Estados Vaticano y español en tanto en cuanto no perfeccionaban su negociación sobre el Concordato. Sin embargo, como suele ocurrir siempre en el Vaticano, la muerte de un Papa supone siempre colocar el contador a cero y colocarse a la espera de la opinión del nuevo pontífice, que puede llegar a ser incluso opuesta a la del anterior; cosa que yo nunca he entendido, pues, si el nombramiento del Papa está iluminado por el Espíritu Santo y el Papa es el Vicario de Cristo en la Tierra, ¿cómo se come que un simple cambio de hombre al frente de la labor suponga mudas de criterio tan radicales? ¿Tan voluble es Cristo en sus opiniones?

Yanguas, creo yo, creía la partida ganada. Esperaba una negociación rápida, un mete-saca tranquilo, un trantrán de mus. Pero se encontró con que Maglione le decía algo que él no esperaba: que, tal vez, el tema debería estudiarlo La Congregación de Asuntos Extraordinarios; el peor enemigo de España. Cuando Yanguas pidiera explicaciones, Maglione le sacó lo de la deriva fascista de la España nacional. El tema, pues, estaba menos resuelto de lo que parecía. A partir de ese momento, Yanguas intentaría, en la medida de lo posible, negociar directamente con Pacelli, a quien consideraba más realista que su secretario de Estado.

En todo caso, Yanguas se aplicó a buscar miembros de la Curia que fueran proclives a la causa española. En su opinión, el más favorable era monseñor Montini, quien entonces era secretario de Asuntos Ordinarios en la secretaría de Estado de Maglione. A Yanguas le había convencido que este monseñor hubiera sido una pieza fundamental en la organización del Te Deum que se celebró en Roma como consecuencia de la victoria del bando nacional.

Pocos días después, sin embargo, Maglione le informó a Yanguas de que había despachado con el Papa la movida de la fórmula provisional, y que Pío le había dicho que se lo seguía pensando y que, en todo caso, quería que la Congregación estudiase el tema. El Papa prometía que el gobierno español quedaría satisfecho con la solución final. Sin embargo, hacía una propuesta anexa, que fue la que verdaderamente preocupó en Madrid. Ante el elevado número de sedes vacantes existentes en España, el Papa quería cubrirlas ya, si bien consultando previamente al gobierno antes de hacer públicos los nombramientos. Maglione le transmitió a Yanguas que en modo alguno el Papa consideraba que ésa debería ser la fórmula futura, provisional o definitiva, que se adoptase; pero, lógicamente, al embajador se le erizaron los pelos de la nuca, pues a nadie se le escapa que la iniciativa de Pío XII era susceptible de abrir un precedente muy difícil de romper.

La jugada del Vaticano estaba bastante clara: buscaba cubrir las vacantes del episcopado español con candidatos estables, a ser posible razonablemente jóvenes, todos ellos escogidos por el propio Pacelli, más que probablemente, por sus resistencias a la deriva fascista del Estado español; y luego, ya, ponerse a negociar, pues ya con eso las negociaciones podían durar lo que se quisiera.

Sin necesidad de hacer profundas consultas a Madrid, Yanguas le adelantó al secretario de Estado que esa solución no le iba a molar nada a sus jefes. No era nada difícil avizorar eso: la mera comunicación del nombramiento suponía no aplicar el Patronato Real; es más: en realidad, era un paso atrás frente a la reciente cobertura de la sede barcelonesa con el obispo de Cartagena, que había sido decidida por Franco.

El 29 de abril, Yanguas envió un extenso informe a su jefe, el conde de Jordana, explicando todos estos extremos.  Horas después, en otro telegrama, y al parecer tras consultar con diversos cardenales, le propuso al gobierno español una estrategia basada en mantener la reivindicación de la vigencia del Concordato, mientras que, en paralelo, se proponía un acuerdo provisional, no prejuzgatorio del acuerdo final, basado en el esquema realizado para proveer el arzobispado de Barcelona.

La discusión en el seno del consejo de ministros debió de ser corta. Aquel gobierno, no se olvide, acababa de ganar una guerra que tenía que haber perdido; había parado un penal casi imposible y, al despejar el balón, había metido gol por la escuadra en la portería contraria. A los hombres de Franco, y a Franco mismo, en ese momento no les tosía, literalmente, ni Dios. Se la sudaba todo la opinión internacional, los pruritos papales y la leche en verso. Jordana le contestó al embajador, pues, que el gobierno español no pensaba claudicar en nada. Que el Concordato estaba vigente y “no aceptamos nada que pueda desvirtuarlo”; es decir: queremos el Patronato Real digno e inmaculado, como se escribió en papel en 1851. Dado que para poner todo eso en marcha hacía falta una negociación compleja, una negociación en la que estaban implicadas cuestiones como el estatus jurídico del clero y de las órdenes, la educación, etc.; puesto que todo eso era muy complicado, digo, el gobierno le autorizaba al embajador a aceptar (a aceptar él) algún tipo de arreglo provisional que, en todo caso, santificase (nunca mejor dicho) el derecho del gobierno para presentar a los nuevos obispos. A cualquier otra cosa, escribía Jordana, “nos opondríamos considerándolo como un acto poco amistoso”.

El gran agitador de esta posición intransigente por parte del gobierno español había sido la sección del Ministerio de Asuntos Exteriores encomendada de los asuntos vaticanos. Y, la verdad, llevaban, en mi opinión, toda la razón. Sostenían los funcionarios diplomáticos que, en realidad, las cosas, ya virtualmente en mayo de 1939, estaban exactamente en el mismo punto que hacía un año. Que la Iglesia no se había movido ni un milímetro de sus planteamientos mientras que, por el contrario, el gobierno español había dado pasos que no habían recibido nada a cambio. En cierto sentido, esta valoración era exagerada: el Vaticano había hecho cosas por la España nacional, ahora Nueva España; pero todos en el ámbito de los gestos, de los discursos, de las buenas palabras, las alabanzas y las bendiciones. La Iglesia, sin embargo, no va de bendiciones y de rezos; va de pasta, y de poder. Y para tener un gesto en los terrenos de la pasta y del poder, tal era el punto de vista de la Sección, cuando menos en  mi opinión, hace falta algo más que hacer la señal de la cruz con dos deditos y decir eso de ve con Dios, hijo mío. Hay que firmar papeles, llegar a acuerdos, hacer concesiones reales.

Pío XI, en efecto, se pasó, no de frenada, sino de freno. Mi planteamiento personal es que la idea de este Papa, y de su secretario de Estado que acabaría siendo su sucesor, fue que, mientras hubiese guerra civil en España, mientras hubiese dos bandos con un apoyo internacional tan asimétrico, a la España nacional se le podía seguir adulando con golosinas, haciéndole creer que eran perlas de colores. Sin embargo, yo creo que hicieron demasiado caso de los cantos de sirena de los muchos prelados autoexiliados, catalanes y vascos, que pulularon por Roma en la segunda mitad del 38. Personas que probablemente negaron la realidad palmaria de que la guerra estaba perdida. Ratti y Pacelli, cuando menos en mi idea, se dejaron llevar por la impresión de que, si seguían haciendo de don Tancredo con Franco, esa posición no les iba a suponer demasiados problemas. Pero Franco ganó la guerra que Vidal y compañía tal vez apostaban en Roma porque nunca ganaría, que al final Francia e Inglaterra le iban a forzar a blablablá, todo eso; y, para colmo, y porque la ley de Murphy siempre se cumple, Pío XI se fue a morir en el peor de los momentos posible.

Ya en mayo, Yanguas le transmitió a Pío XII la idea de que, si el Vaticano designaba obispos unilateralmente, España rompería relaciones diplomáticas con el Vaticano. Sí, correcto. Leíste bien. Francisco Franco Bahamonde, Luz del Mundo Cristiano, Paladín de la Religión Católica, Espada de Trento, Fiel y Humilde Servidor del Patrón de las Españas, estaba dispuesto a decirle a Francisquito: ahí te quedas, Ruedas.  ¿El pulpo no es animal de compañía? Pues me llevo el Scatergories. 

Así estaba el tema.

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