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Un proyecto imperialista
Por qué ser un alcmeónida no era ningún chollo
Xántipo, Micala y el coleguita Leotícides
Cimón
La apoteosis de Efialtes
... y Damón inventó el Estado del Bienestar
Nunca abras dos frentes a la vez
Las cosas no salen como se esperaba
Primero Samos, luego los corfiotas
¡Tora, tora, tora!... y Damón inventó el Estado del Bienestar
Nunca abras dos frentes a la vez
Las cosas no salen como se esperaba
Primero Samos, luego los corfiotas
Pericles, el demagogo
Ahí viene la plaga, me gusta bailar...
El último espich
La gente, normalmente, cuando se imagina la Atenas de Pericles, se
imagina una ciudad pequeña, armónica, llena de los edificios que se
pueden adivinar en el Partenón, por la que discurren hombres
barbados vestidos por túnicas, filosofando o tocando la lira. Sin
embargo, como acertadamente han destacado muchos de los estudiosos
que se han dedicado a la Historia Social de la antigua Grecia, la
Atenas de Pericles se parecía mucho más a una abigarrada zona de la
actual Estambul. Pero, la verdad, era una ciudad única.
Atenas era una ciudad única porque únicos eran, también, sus recursos económicos. En toda la Hélade, nadie tenía tanta pasta para acometer obras públicas; lo realmente curioso, en el caso de Atenas, es que buena parte de esa pasta ni siquiera era suya. Esto, sin embargo, es algo que pudo importar a algunos de sus contemporáneos, pero que ya no tiene importancia para todos aquéllos que estamos a 2.000 años de aquella operación de imperialismo económico. En realidad, la mayoría de los ejemplos de grandes logros culturales están sentados sobre algún tipo de explotación económica, por así decirlo. Atenas era, sin duda, la ciudad más bonita de Grecia, lo cual quiere decir que, para la mayoría de quienes podían verla, personas que tenían la capacidad de llegar no muy lejos a lo largo de sus vidas, era la ciudad más bonita del mundo. También era la ciudad con una mayor actividad intelectual. Sin embargo, es importante recordar que, en la oración fúnebre de Pericles que nos escribe Tucícides, el general, que hace una alabanza generalizada de Atenas y recuerda su prevalencia sobre otras polis griegas, no hace mención alguna ni de los desarrollos educativos, ni de los filosóficos, ni de la situación relativa de su industria teatral. Esto ha hecho pensar a algunos analistas que, tal vez, sobrevaloramos la importancia de estos desarrollos en Atenas o, cuando menos, no parece que los atenienses tuviesen de sí mismos la imagen que nosotros tenemos de ellos.
La indiferencia de los atenienses se extendió hacia el otro gran
factor que hace que hoy tanta gente, desde el conocimiento o el mito,
se empeñe tanto en encumbrarlos a un lugar preeminente de la
Historia, en un beneficio que tiene a Pericles por principal ganador.
Me refiero a la democracia. Aunque hay muchos escritores (y muchos
más escritorcillos) que tratan de pintarnos a un pueblo ateniense
que, en el siglo V antes de Cristo, atesoraba sus libertades
colectivas y su capacidad de voto como un tesoro intangible, la
verdad es que las trazas de que fuese así son pocas, si es que hay
alguna.
Los atenienses no parecen ser conscientes de la importancia y
pertinencia de su forma democrática de gobierno hasta que, ya en el
año 411, se produjo en la ciudad una revolución oligárquica que
colocó por primera vez, por así decirlo, el tema en la agenda
política. Fue entonces, y no antes, cuando el pueblo de Atenas se
encontró en la tesitura de decidir sobre su forma de gobierno. La
revolución reaccionaria del 411, que se reprodujo en el 404, fue la
que llevó a muchos atenienses a comenzar a reflexionar sobre las
virtudes de su sistema democrático.
Nosotros, desde el balcón del futuro, nos sentimos tentados de
considerar que Atenas era una polis poblada por personas que tenían
una alta valoración hacia el hecho de que algunos de los mejores
filósofos del mundo viviesen entre ellos. Pero debemos recordar: en
el momento en que Pericles/Tucícides toma el micrófono para
recordarle a los atenienses que no hay ningún otro lugar en la
Tierra como Atenas, lo que hace es recordarles la cantidad de
festivales que se celebran en la ciudad, sin siquiera citar las obras
de teatro que, como ahora sabemos, se representaban durante dichas
celebraciones.
Hay, pues, que desmontar al ateniense clásico, y traerlo hacia
nuestro terreno. Asumir, lo cual es una opción plenamente lógica
por otra parte, que ese ateniense no se diferenciaba mucho de ese
gañán con el que coincidimos cada mañana en el autobús, que tanto
favor nos haría aprendiendo que los putos móviles se pueden
escuchar con cascos y que, como decía Jardiel Poncela, el agua sólo
es peligrosa cuando se presenta en grandes masas llamadas océanos.
Sí, ese gañán que va escuchando en el autobús espectáculos de
Los Morancos o divertimentos de El Rubius, es el ateniense clásico. Y
si algo valora de esa Atenas de la que es ciudadano es que es una
ciudad donde se puede comprar de todo y hay mucha juerga. Por
supuesto, también valora la extrema belleza de algunos de los
edificios públicos construidos o en construcción, pero,
mayoritariamente, lo hace con la misma actitud del madrileño de hoy
hacia la “extensa oferta cultural de la ciudad”: no yendo nunca
a visitarlos. En corto, pues, si pudiésemos viajar en el tiempo y nos
enfrentásemos al ateniense medio, le expresásemos nuestra envidia
por su posición y le ponderásemos las maravillas de la ciudad en la
que vive, él, probablemente, pensaría de nosotros que somos tontos
del culo.
La Atenas que nosotros, o algunos de nosotros, creemos mayoritaria,
era en realidad minoritaria. Estaba formada por un número muy
reducido de personas, normalmente de clase alta, que sí que eran las
que estaban, de alguna manera, interesadas en las grandes polémicas
filosóficas que albergó la ciudad, y eran capaces de entender todas
las sutilezas de las tragedias. Estamos, en muy buena parte, tomando
la parte por el todo. Lo que estamos haciendo, en buena parte, es
como si alguien juzgase en el año 4.000 a la sociedad española
presente, y lo hiciese fijándose únicamente en lo que pensaban,
leían, veían o discutían las personas que se reunían en el golf
de Sotogrande, o en la Real Academia de Historia.
Considerar Atenas como lo que verdaderamente era, enfocarla a través
del foco de la Historia social, es algo incómodo porque lleva a una
conclusión compleja con la que muchas personas no quieren convivir:
la (por otra parte, presunta) superioridad de la ciudad sobre Esparta
no se basó en que los atenienses filosofasen y los espartanos, no.
No se basó en que los atenienses tuviesen una “excelente oferta
cultural” y a los espartanos todo eso se les diera un mango. Se
basó en una prevalencia imperialista, en el hecho de que
Atenas fue más lista que Esparta a la hora de generar su proyecto de
dominación territorial, un proyecto basado en la invasión de
recursos comerciales y económicos y en la dominación de los mares
circundantes. Decir las cosas que normalmente se dicen en este
entorno, que Atenas se sobrepujó sobre Esparta porque era
intelectualmente superior, es como decir que Estados Unidos le ganó
a la URSS la guerra fría porque William Faulkner era mejor escritor
que Maiakovsky. Es, mutatis mutandis, una imbecilidad. Lo que
pasa es que es una imbecilidad repetida tantas veces, y con tanta
convicción, que se ha producido el efecto göbelsiano de convertirla
en una verdad.
El principal ganador de esta visión, como he dicho, es Pericles. La
gran virtud de este hombre ha sido estar en el sitio adecuado en el
momento adecuado. Si la historiografía lo pintase como lo que tal
vez fue, como lo que de hecho es muy probable que fuese, el montaje
maniqueo en el que se quiere ver a una ciudad-Estado comprometida con
la democracia, amante de las artes, las letras y la civilización
humana, tratando de salvar a la Hélade del empuje de unos bárbaros
comedores de niños, se vendría abajo. Por eso es tan importante
blanquear a Pericles.
Pero Pericles, ya lo he dicho, cuando menos según mi opinión, fue,
como poco, un personaje cuyas virtudes fueron más grises. Para
empezar, fue un halcón belicista. Un tipo de ésos que van a los
parlamentos a llamar a la guerra blandiendo discursos de pretendidas
superioridades raciales o locales. Un estratega que tuvo en su mano
evitar una guerra que, sin embargo, lanzó hacia delante, convencido
como estaba de que la iba a ganar con dos de pipas; lo cual también
despierta serias dudas sobre qué tipo de demente le extendió a este
tío el diploma de Estado Mayor.
Fue una persona, además, cuyas convicciones democráticas, sobre
todo si jugamos al peligroso juego de ver el pasado con los ojos del
presente, son más que dudosas. Su discurso a los atenienses en plena
plaga, y eso a pesar de que, como ya he escrito, cuando menos para mí
es un discurso más de Tucídides que suyo y, por lo tanto, está más
que probablemente blanqueado por el paso del tiempo; su discurso a
los atenienses en un momento durísimo, digo, no es, desde luego, el
discurso de alguien que esté dispuesto a reconocer errores ni que
implore el apoyo de los demás. No es, por lo tanto, el discurso de
alguien que crea firmemente en que son esas personas que lo están
escuchando los que tienen la última palabra. Para él, quien tiene
la última palabra es Atenas como concepto, como proyecto; la idea de
Atenas, la nación ateniense. Eso está por encima, él lo dice bien
claro, de las voluntades individuales; lo cual, la verdad, dice poco
de sus presuntas convicciones democráticas, pues la democracia no es
sino el conjunto de las voluntades de los individuos.
Otro elemento que ha llamado la atención de los estudiosos más
afinados es la escasa, en realidad, nula, posición de Pericles en el
sentido de ser escéptico frente a los durísimos y estrechísimos
pies forzados generados por la religión en la civilización griega y
ateniense. En realidad, en los discursos de Pericles nada se dice que
pueda generar la ira de cualquier oyente con hondas convicciones
religiosas. Esto, desde luego, está directamente relacionado con su
pasado, pues Pericles, como alcmeónida, no podía permitirse ninguna
ofensa religiosa, pues corría el peligro de que su público lo viese
como que su familia volvía a las andadas. Pero también revela una
posición bastante conservadora por su parte. A pesar de que la
democracia, al fin y a la postre, acaba generando escepticismo
religioso aunque sólo sea por la vía de respetar el punto de vista
de los escépticos, en este terreno Pericles se demuestra como un
hombre absolutamente tradicional, que no pretende enmendarle la plana
al viejo status quo en lo absoluto. Este factor, unido a su voluntad
de colocar la grandeza de Atenas por delante de todo lo demás, aleja
al personaje de la imagen que se le ha querido dar de demócrata, siquiera avant la lettre.
Atenas, no hay que dudarlo, fue un faro en la Historia del mundo para
muchas cosas. Pero el color de esa luz es algo que cuando menos yo
creo que no está tan claro. La ciudad y su general Pericles se
benefician, en gran manera, de los deseos de quienes la observan. La
admiración y adoración histórica de Atenas no por casualidad es
algo que nace, sobre todo, en el momento en el que las formas
democráticas de gobierno se van a abriendo paso en las sociedades
modernas; no poca de su fama presente, por ejemplo, se debe a la
admiración sin ambages que profesaron hacia esos tiempos los padres
de la nación estadounidense. En este punto, por ello, el aficionado
a la Historia, aquella persona que aspire a desarrollar una visión
sobre el pasado nacida del conocimiento y la reflexión, tiene un
doble camino que seguir. El de la izquierda, anchuroso, es el que
consiste en contemplar la Historia de Atenas como un ejemplo temprano
de lo que el hombre acabaría por desarrollar con los siglos. Es un
camino éste que ha sido empedrado primero, y asfaltado después, por
miles y miles de teóricos de la interpretación mayoritaria,
interpretación que presenta la ventaja de ser útil para el
presente.
El otro camino, estrecho, pedregoso y perlado de los ñordos que van
dejando lo perros vagabundos que lo percorren, nos llevaría a
concluir que Atenas fue uno más de los experimentos imperialistas de
su era, y uno de los más exitosos de su tiempo. Fue un Estado
invasor y colonialista que basó su grandeza en dominar a otros, y
cuando los dominaba, la verdad, que fuesen democracias le importaba
un cojón. Para Atenas resultó una desgracia la rebelión de los
griegos de Asia Menor contra los persas. Esa rebelión movió a los
persas a apretar la presión de la bota sobre toda aquella costa,
mercado natural de la talasocracia ateniense. La pérdida o
matización de su gran mercado exterior movió a los atenienses a
mirar hacia el oeste, hacia la península italiana, un terreno en el
que prácticamente no se les había ocurrido entrar y que se
encontraron ya explotado por otros. La intención de expandirse hacia
el Mediterráneo occidental colocó a los atenienses enfrentados con
los corintios, y esto fue lo que lanzó la chispa de la guerra con
Esparta.
Esparta y Atenas, como soñó Cimón, podrían haberse entendido. Yo,
desde luego, lo creo así. El terreno interior de los espartanos
estaba claramente delimitado por la geografía con la península del
Peloponeso. El teatro de Atenas era otro: la Grecia central y
septentrional. Por lo demás, los atenienses podrían haber buscado
un acuerdo de esferas de influencia marítimas con Esparta/Corinto; si castellanos y portugueses encontraron ese acuerdo siglos después, ellos también habrían podido. En realidad, el único contrincante relapso que había entonces eran
los persas. Atenas, sin embargo, escogió el enfrentamiento porque
ambicionaba el Peloponeso; era la pieza que les faltaba en su
colección de territorios. Como teorizó Paul Kennedy, todo imperio
alcanza un momento en su Historia en el que ambiciona más territorio
del que realmente puede gestionar. Le pasó a Alejandro, o más
concretamente a sus diádocos; le pasó a Roma; le ocurrió a España,
al Sacro Imperio, a la URSS... Atenas, en esto, no fue innovadora. El
salto le salió rana (pero rana coja) y, en gran parte, fue por la
torpeza estratégica y política de un hombre, Pericles de Xántipo,
al cual, sin embargo, las necesidades de alimentar una interpretación
histórica maniquea y prodemocrática, una interpretación, pues, que
de histórica tiene muy poco, ha acabado por convertir en la pera
limonera.
Son dos caminos, digo. A partir de aquí, tú escoges el tuyo.
Lo curioso es que esa gloria de Atenas es relativamente reciente. Durante los siglos posteriores no era raro que se consideras que la democracia era un gobierno de la plebe sin control y que irremediablemente conducía a la tiranía de la mayoría, citando muchas veces la condena de los almirantes de las Islas Arginusas y, sobretodo, la de Sócrates. En general se tendía a considerar a Esparta moralmente superior (Es posible que fuera por eso por lo que los Macedonios decidieron pasar de ellos, cuando podrían habérselos merendado sin problemas) y se alegaba como prueba su victoria en la Guerra del Peloponeso (Curiosamente, nadie saca lecciones morales de la derrota de estos a manos de los tebanos pocos años después)
ResponderBorrarLa cosa siguió durante bastantes siglos y cuando en la ilustración se empezó a buscar un modelo de gobierno normalmente se fijaban en Roma. Creo que fue James Madison el que dijo que lo que estaban montando era "Una república, no una democracia" para dejar claro que su ideal era Roma y no Atenas (Por mucho que lo suyo no tuviera mucho que ver ni con una ni con otra)
No fue hasta unos años más tarde que se empezó a asociar ese sistema de gobierno con la democracia. Curiosamente, con presidentes que tendían al populismo, Jackson o Lincoln y hoy en día solo citan esa diferencia entre república y democracia políticos de tendencia conservadora y/o libertaria (En el sentido que le dan en USA) cuando se oponen a políticas que tienen el apoyo de la mayoría pero que a ellos no les gustan (Lógicamente, cuando la mayoría apoya las políticas que ellos defienden no suelen citar ese argumento)
Ya lo mencioné en una parte de las anteriores a propósito de Frank Miller y 300, y es que los estadounidenses también tuvieron sus buenos episodios de laconofilia, como demuestra el artículo de la Wikipedia. No os perdáis la crítica que le hizo Alexander Hamilton.
Borrarhttps://en.wikipedia.org/wiki/Laconophilia
Hoy en día, a lo mejor te encuentras por Twitter a un paleto racista de Oklahoma que te llama italiano y que asegura que no existe una cultura global y que ellos tienen "algunos elementos europeos". Hablando inglés y llamándose cristiano, por cierto.
Esa laconofilia viene a ser otra idealización sin tener mucha idea. Si luego les cuentas que los espartanos perdían su condición de tales si no podían pagar su parte de los banquetes comunales, que vivían acojonados con la posibilidad de las revueltas de los ilotas (pero que dependían de ellos para comer) o que durante las Guerras Médicas arrastraron las piernas todo lo que pudieron (dejando a los atenienses comerse la mayor parte del marrón) igual les da un cortocircuito.
BorrarBueno, te lo puedo resumir en que en 300, tanto en el tebeo original como en la película de marras, ni salen los pobres ilotas porque, claro, en ese caso no puedes asegurar que esa gente defendió la democracia (que los atenienses tampoco eran lo que llamamos hoy en día, pero ya me entiendes).
BorrarPuedo entender que la idealización lleva consigo cierto grado de hagiografía, pero hay casos y casos y este pertenece a los de tener muy poca vergüenza o valor (creo que fue más debilidad que cinismo, pero es una opinión personal).
Por cierto, que la historia de Atenas en la Guerra del Peloponeso es uno de los mejores contraejemplos que se me ocurren a la boutade aquella de que "La historia la escriben los vencedores" No solo esa historia fue mayormente escrita por gentes de la ciudad derrotada, sino que el principal de ellos fue un derrotado dentro de la política de Atenas en la que terminó exiliado.
ResponderBorrarNada, que me ha apetecido invitarte a unas estrellas de Galicia mediante un donativo (si no te llega, dime), que aunque últimamente tengo poco tiempo para leerte, siempre que consigo hacerlo lo disfruto mucho.
ResponderBorrarAbz y felices vacaciones; y gracias.
¡Gratitud! A tu salud las libaré.
BorrarMuchas gracias de nuevo. En efecto, siendo como soy de hábitos eremíticos, me llega hasta la jubilación:-DDD
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