La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
A Italia
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
Pedro de Luna pierde pie
El ambiente en que se celebró el concilio de Constanza no era el
mejor del mundo, para qué negarlo. La reunión estaba fuertemente
influida por Segismundo (porque la Iglesia va de espiritual y todo
eso; pero todos los grandes concilios de su Historia han estado
impulsados por el poder temporal, y en no pocos de ellos los
príncipes lo han mandado todo); pero, al mismo tiempo, la reunión
lo era, en una parte fundamental, del colegio de cardenales, que era
el gruppeto que había provocado el cisma con sus veleidades.
Así las cosas, para Segismundo había dos condiciones irrenunciables
en la celebración del concilio. La primera era que se tratase la
reforma de la Iglesia antes que la elección del nuevo Papa, para que
el nuevo consejero-delegado se encontrase con una serie de hechos
consumados y no le quedase otra que aplicarlos. La segunda, más
rompedora si cabe, Segismundo quería que el nuevo Papa fuese elegido
por la totalidad del concilio, y no sólo por el colegio de
cardenales.
En Constanza, además, se había introducido ya una novedad que, como
saben aquéllos de mis lectores que se han pasado por la larga serie
sobre Trento, en aquella reunión, décadas más tarde, daría para
mucha discusión. Esa novedad era la distribución de la cristiandad
por naciones (cinco: lo que podríamos llamar Alemania, Francia, lo
que podríamos llamar Italia, España e Inglaterra). Fue ésta una
consecuencia lógica de la situación en ese momento que hemos dado
en llamar, para entendernos más que nada, Baja Edad Media; un
momento en el que las ideas carolingias que apostaban por un mando
total en la cristiandad, la idea imperial, hicieron aguas, pues
primero el emperador temporal y después el espiritual (el Papa)
fueron, cada vez más, mostrándose como tipos incapaces de ejercer el
liderazgo que de ellos se esperaba. Un proceso que era lógica
consecuencia de la pujanza creciente de las naciones individuales,
que comenzaban a tener cada una de ellas sus propios sueños
imperiales y que no querían saber nada de un poder superior que les
impusiera la marca de calzoncillos que tendrían que llevar.
En el punto en que Constanza, como diría un físico, adquiere
momento, esto es, en el punto en que los castellanos se presentan
allí; en ese momento, digo, el minuto y resultado es como sigue: el
colegio de cardenales tiene serios problemas circulatorios, pues
buena parte de la sangre de sus cuerpos se les ha pasado a la cabeza
a base de poner pies en pared con la cuestión de la elección del
Papa. Al nuevo Francisquito, dicen, lo elegirán ellos, o no lo
elegirá ni Dios (literalmente). Asimismo, como defensores que son de
la constitución gregoriana de la Santa Sede, consideran que hay que
adverar sin pasos atrás la superioridad papal en todas las materias
dogmáticas (la famosérrima infalibilidad del Papa, tantas veces
malinterpretada tanto por tirios como por troyanos), pero también de
disciplina y moral.
Segismundo, sin embargo, tiene otra visión. Él es un monarca
fundamentalmente alemán, o si lo preferís un monarca europeo
centro-oriental; y eso lo marca mucho porque en el patio trasero de
su casa hay unos tipos, los husitas, que son los puñeteros chalecos
amarillos del cristianismo de su tiempo; y eso le influye mucho.
Fruto de esa influencia es que Segis adopte como propias ideas que
más allá del Rhin suenan como de coña, fundamentalmente la
concepción de la Iglesia como una especie de federación de Iglesias
nacionales que deberían tener la disciplina de celebrar concilios
periódicos que son los que serían infalibles.
Políticamente, aquello era un enfrentamiento entre las dos
no-naciones de aquella reunión: Alemania versus Italia. Francia, por
su parte, apoyaba la visión del colegio cardenalicio, convencida
como estaba de que iba a poder repetir la jugada de no pocos años
antes, y sería capaz de elegir a un Papa franchute; mientras que
Inglaterra, recelosa de esto mismo, se alineó con el rey de romanos.
En estas circunstancias, obviamente el fiel de la balanza estaba,
sobre todo, en Castilla. Los castellanos, recelosos de la alianza
entre ingleses y alemanes, prefirieron lo conocido y se decantaron
por el colegio de cardenales. Y resulta una ucronía muy interesante
preguntarse qué habría sido de la Iglesia y su Historia si la
decisión hubiera sido la contraria.
En la sesión del 3 de abril de 1417, que se convocó precisamente
para dar la bienvenida a los castellanos, éstos ya estaban en buena
parte concertados con los cardenales. El obispo de Cuenca pronunció
un sermón en términos muy vagos pero, después de la doctrina,
soltó el obús: la delegación castellana, dijo, no se incorporaría
a los trabajos del concilio mientras no se le diesen oportunas
aclaraciones a diversos puntos que para los castellanos no estaban
claros en toda aquella movida.
Fue una jugada muy bien diseñada por parte de los cardenales. Tanto
Castilla como Navarra seguían siendo formalmente fieles a Benedicto
XIII; la espantá de los castellanos hubiera sellado la
continuidad del cisma. Lo que no está del todo claro es qué
esperaban obtener los castellanos de los cardenales a cambio de hacer
ellos de espadaña de una estrategia oculta para conservar los
privilegios electorales de los purpurados. Lo que se da por más
probable es que su intención fuese arrancar del colegio cardenalicio
la eliminación de los privilegios de votos extrapeninsulares que
había obtenido Aragón, y que la hacían más fuerte en cualquier
concilio y, de consuno, en la organización de la Iglesia.
Segismundo no estaba presente en la sesión de abril en la que los
castellanos la montaron. Pero dos días después, el 5 de abril de
1417, sí que se encontraba en Constanza, por lo que los embajadores
castellanos pudieron entregarle un comunicado en el que le expresaban
las dudas que querían ver solventadas antes que nada, y que eran
dos: por un lado, qué seguridades se podían dar de que la futura
elección sería independiente; y, por otro, qué procedimiento se
seguiría contra Benedicto XIII.
Para ser exactos y precisos, la carta de los embajadores castellanos
planteaba las siguientes cuestiones concretas:
- Si la ciudad de Constanza era lo suficientemente segura para cualquier participante en el concilio.
- Exactamente, qué príncipe garantizaba dicha libertad.
- Si estaban presentes en el concilio representantes de todos los reyes y príncipes católicos y de todas las comunidades italianas o, por lo menos, dos tercios de ellas; y si toda esa gente tenía poderes suficientes para deliberar la unión de la Iglesia. Amén de las razones de las ausencias.
- Quién sería el custodio del futuro cónclave.
- Quién garantizará que los electores de dicho cónclave no serán presionados y podrán votar libremente.
- Descripción de las negociaciones ya producidas para definir el proceso de elección.
- Garantías sobre la expulsión de Juan XXIII y renuncia de Gregorio XII.
- Normas a seguir en la deposición de Benedicto XIII.
Segismundo reaccionó instando al propio colegio cardenalicio, pero
también a las delegaciones de cada nación, sobre cuál podría ser
la mejor respuesta a las cuestiones planteadas por los castellanos.
Un movimiento erróneo desde el punto de vista estratégico, pues le
dio oportunidad a los purpurados de introducir más cuestiones y,
consecuentemente, poner más palos en las ruedas. Así las cosas, el
colegio cardenalicio, consciente de que Segismundo tenía una postura
cada vez más antifrancesa en política internacional, insistió
sobre si la participación en el concilio por parte de todos se podía
verificar en suficientes condiciones de seguridad. Asimismo, y esto
es lo más importante, sacó a pasear lo que realmente le importaba,
que era su oposición a los cambios en el régimen electoral eclesial
que habían sido aprobados meses antes.
Segismundo, un poco hasta los huevos, hizo redactar una respuesta a
los castellanos en la que, sucintamente, les daba la callada por
respuesta, puesto que les informaba de que los dos temas por los que
preguntaban, la elección del Papa y la deposición de Benedicto,
eran temas que se apañarían una vez que se hubieran incorporado
al concilio. Los castellanos, oportunamente informados del texto
de la carta que se les iba a entregar, simplemente no aparecieron el
día que habían quedado para recibirla.
La partida de ajedrez estaba en ese punto que alcanza todo jugador
echado para delante: el punto en el que ya no puede optar por una
estrategia conservadora, porque los enroques ya valen de bien poca
cosa. Hay que seguir atacando. Segismundo se dirigió al colegio de
cardenales para exigir que depusieran oficialmente a Pedro de Luna.
Los cardenales le contestaron, con bastante lógica en mi opinión,
que si lo hicieran cometerían un grave error. Castilla seguía
siendo fiel al Papa aragonés y, consecuentemente, si se tomaba en
ese momento la decisión de cesarlo con cajas destempladas, se corría
el serio peligro de que los españoles la sostuvieran sin enmendalla
y, consecuentemente, se fundase una Iglesia nacional en la península;
y entonces, Segis, lo de los husitas te va a parecer una riña de
patio de colegio.
La situación de Segismundo no era cómoda. A todas luces, cuando
menos para mí y en mi estado de conocimiento, el aspirante a árbitro
de la política europea, tal vez mal aconsejado por sus más fieles,
quienes tal vez tendieron más a dorarle la píldora que a contarle
la verdad de las cosas, Segismundo había creído que la lata
castellana, que en realidad era la lata española de alguna manera,
sería mucho más fácil de abrir. Una nación en situación de
provisionalidad, con el trono vacilante, crecientes dificultades
incluso respecto al Papa a quien habían decidido obedecer,
teóricamente tenía que haber llegado a Constanza mucho más
pastueña. Pero en este tema, la verdad, Segismundo fue un lila, pues
en buena parte él mismo había labrado la resistencia castellana. Ya
he dicho que ésta, en buena medida, estaba alimentada por el colegio
de cardenales, que era quien realmente se jugaba más en todo
aquello. La Iglesia católica estaba a piques de dejar de ser una
Iglesia universal y pasar a ser una reunión de piezas más o menos
confederadas; y en ese terreno, la existencia de un colegio
cardenalicio clásico, como el que tenemos todavía hoy en día,
residente en Roma y más obediente al mando vaticano que al de sus
sedes teóricas (muchos cardenales nunca pisaron, ni nunca pisarán,
las sedes que representan), estaba más que en peligro.
Segismundo es uno más de los cienes y cienes de príncipes y
estrategas de mando que encontramos en la Historia que se saltó la
lección el día que explicaron ese mito falso de que la única forma
de cocer una rana viva es subir el fuego muy lentamente. Llegó a
Constanza con un concepto juliano (veni, vidi, vinci) y se
creyó que aquellos viejos temblorosos vestidos con batas purpuradas
y zapatitos de nenaza no iban a ser enemigos. Pero, ay, amigos,
siempre lo son. No lo olvidéis.
Lejos de conseguir lo que buscaba, esto es la sumisión más o menos
impostada de los castellanos, lo que se encontró Segismundo fue que
tanto la delegación francesa como la italiana, que hasta entonces
acudían a las sesiones del concilio como si les acabasen de meter un
chute de propofol, despertasen y comenzasen a dar por culo.
La cosa, de hecho, no hizo sino ir a peor: el colegio de cardenales,
crecido por lo bien que le estaban yendo las cosas, anunció la
creación por su cuenta de una comisión para estudiar las
condiciones de la futura elección del Papa. Franceses, italianos,
navarros y aragoneses se unieron al grupo inicial de ocho cardenales.
Castilla no podía hacerlo porque, formalmente, no estaba en el
concilio; pero desde entonces no pararía de reclamar que fuese dicha
comisión la que decidiese sobre la elección.
Segismundo seguía reclamando que Benedicto XIII fuese cesado y los
castellanos unidos al concilio antes de que se hablase de la elección
del nuevo Francisquito. El 10 de mayo, el rey de romanos convocó
una reunión de las naciones para proponer que se le exigiese a
Castilla incorporarse al concilio mediante una requisitio in vim
iuramenti. Los cardenales, sin embargo, pretextaron no tener
poder suficiente. Los franceses e italianos le dieron a la propuesta
una patada a seguir, diciendo que tenían que consultarla. Y los
aragoneses y navarros advirtieron, una vez más, que se podía
producir un nuevo cisma.
Segis lo tenía crudo. Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho,
dice Alonso Quijano. Lo suyo fue peor; se arreó una hostia
contra la Iglesia y contra Castilla. Eso no lo regatea ni Messi.
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