Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
En medio de los sucesos de Irlanda, antes incluso de que se hubiesen
definido, Isabel reunió el que sería su último Parlamento, el 27
de octubre de 1601. La única razón de aquella reunión, como le
solía ocurrir a las Cortes en aquella época, era asegurar la
recaudación de impuestos ligada a la guerra que se estaba
produciendo en la isla. El pueblo inglés, a través de las Cortes,
ya le había dado casi un millón de libras, pero lo cierto es que la
reina necesitaba otro millón para sostener la lucha en Irlanda, sin
olvidar casi 400.000 libras que le seguía costando la aventura
holandesa. Para entonces, la Corona había tenido que vender tierras
y joyas para equilibrar el gasto, además de gravar de forma
importante a los grandes comerciantes extranjeros establecidos en
Inglaterra.
La intención de Isabel era una sesión corta. Entramos, pillamos el
dinero, y salimos. Pero las cosas tenían otra pinta. John Croke uno
de los miembros más combativos del Parlamento, fue elegido speaker,
y aquello fue como una señal para comenzar a dar por saco. Algunos
de los diputados, conscientes de que la fuerte presión fiscal iba a
generar problemas económicos en sus circunscripciones (porque en
toda era de la Humanidad, incluida la presente, nos pongamos decubito
supino o decubito prono, subir impuestos daña el crecimiento
económico), comenzaron a protestar por la medida. Como aquellos
parlamentos tenían menos poder que los modernos, utilizaron una vía
indirecta: en lugar de negarle a la reina unos recursos que ellos
sabían que necesitaba, lo que hicieron fue denunciar el mal gobierno
de las elites políticas, y exigir que se abordase su análisis y
reforma antes de dar la pasta. Más o menos, o sea: si no es por negarte la pasta, reina; pero dártela para que luego haya gente que se lo pase pipa en prostíbulos, como que no.
Aunque Cecil trató de cortar el debate, éste se desarrolló
rápidamente y acabó siendo un debate sobre la corrupción. La
tesis, atractiva y en gran parte cierta, era ésta: los pobres de
Inglaterra, el sufrido commoner, llevaban años puteados,
pagando unos impuestos prohibitivos que les obligaban a trabajar de
sol a sol, mientras que los poderosos del país, en ese mismo tiempo,
se habían entregado a la molicie, la venalidad, las juergas, el fraude fiscal o
el puro y simple saqueo de los recursos de todos. Cecil tenía sus
razones para haber tratado de evitar este debate, pues uno de los
centros del mismo habían sido precisamente los movimientos de su
padre cuando era responsable del Exchequer. El peor de los casos era
el de Thomas Sherley, el gestor a cuya responsabilidad se había
colocado el mantenimiento y financiación de las tropas en las
Provincias Unidas, y que, ahora se sabía, había estado quince años
detrayendo una pequeña comisión para sí mismo, nada menos
que de 20.000 libras anuales.
Ralegh, al fin y al cabo alguien cuyo origen no era de la casta noble
a la que pertenecían la mayoría de los acusados, se unió al coro.
En su opinión, el fraude fiscal cometido por los nobles cortesanos y
terratenientes no tenía nombre (sí lo tiene: robo). Según él, fincas con un valor real
de 4.000 libras tenían una valoración fiscal de apenas 30, para así
evadir el pago de impuestos.
A esas alturas del debate, la cuestión de la corrupción desde el
poder se asemejaba a una bola de nieve. De la evasión de impuestos,
los diputados pasaron casi con naturalidad a la cuestión de la
concesión de monopolios. Era éste un asunto de gran enjundia y que,
además, afectaba directamente a la reina, pues era ella la que los
concedía; por lo tanto, en la medida que esta práctica se
desplegase para hacer favores y no para ganar eficiencia económica
que, la verdad, era el caso, Isabel resultaba no ya afectada por la
corrupción, sino su cómplice; más que su cómplice, su principal
organizadora.
De todo ello había más que pruebas. Cuando el extraño e inútil monopolio para la fabricación de barajas fue denunciado y acabó en los tribunales, la reina ordenó a su Consejo Privado que le enviase al primer magistrado de la Corte una orden tajante para que detuviese el proceso. Pronto, miembros de los Comunes enviaron al Parlamento borradores de leyes regulando los monopolios, y exigieron que se discutieran. Aunque el speaker, todo hay que decirlo, hizo todo lo posible para que el tema no se hablara, finalmente un proyecto de ley entró en trámites. Sir Robert Wroth, uno de los parlamentarios más conspicuos y veteranos, tomó la iniciativa, nada fácil en aquel momento, de acopiar la información sobre todos los monopolios que había concedido Su Graciosa Majestad en los tres años anteriores, y la leyó en voz alta en el Parlamento. William Hakewill, otro de los padres conscriptos y habilidoso litigante (lo cual siempre es una herramienta de gran valor en los parlamentos abiertos, donde no sólo se dirimen preguntas y cuestiones previamente pactadas), preguntó de forma retórica si en esa lista estaba el pan; que era entonces, como sigue siendo ahora, el principal y más frecuente elemento de la dieta de las personas humildes (es éste el punto perfecto para colocar una pequeña digresión y decir que, la verdad, los ingleses, si bien la Providencia no los ha llamado por el camino de la sabiduría culinaria, sí que son capaces de elaborar unos panes excelentes). El propio Hakewill se contestó que no; pero, añadió, es sólo era porque todavía no se les había ocurrido a los poderosos.
De todo ello había más que pruebas. Cuando el extraño e inútil monopolio para la fabricación de barajas fue denunciado y acabó en los tribunales, la reina ordenó a su Consejo Privado que le enviase al primer magistrado de la Corte una orden tajante para que detuviese el proceso. Pronto, miembros de los Comunes enviaron al Parlamento borradores de leyes regulando los monopolios, y exigieron que se discutieran. Aunque el speaker, todo hay que decirlo, hizo todo lo posible para que el tema no se hablara, finalmente un proyecto de ley entró en trámites. Sir Robert Wroth, uno de los parlamentarios más conspicuos y veteranos, tomó la iniciativa, nada fácil en aquel momento, de acopiar la información sobre todos los monopolios que había concedido Su Graciosa Majestad en los tres años anteriores, y la leyó en voz alta en el Parlamento. William Hakewill, otro de los padres conscriptos y habilidoso litigante (lo cual siempre es una herramienta de gran valor en los parlamentos abiertos, donde no sólo se dirimen preguntas y cuestiones previamente pactadas), preguntó de forma retórica si en esa lista estaba el pan; que era entonces, como sigue siendo ahora, el principal y más frecuente elemento de la dieta de las personas humildes (es éste el punto perfecto para colocar una pequeña digresión y decir que, la verdad, los ingleses, si bien la Providencia no los ha llamado por el camino de la sabiduría culinaria, sí que son capaces de elaborar unos panes excelentes). El propio Hakewill se contestó que no; pero, añadió, es sólo era porque todavía no se les había ocurrido a los poderosos.
Aquella sesión parlamentaria, además, estuvo aderezada por una
manifestación en toda regla, que tuvo por escenario el patio de
entrada del Parlamento. Hoy en día estas cosas sólo son posibles en
la calle, pero aquéllos eran otros tiempos. A todos los testigos de
la época les parece, además, que aquella manifestación estuvo
magistralmente orquestada. El espíquer les ordenó que se
dispersasen, pero la turba dijo que se buscara un columpio en la
guardería parlamentaria y lo usara comme il faut. Sir William
Knollys fue encomendado por la grey parlamentaria para negociar con
ellos. Finalmente, consiguió que se fueran y, nada más que lo
hicieron, Robert Cecil se levantó en su escaño para bramar: “¿Es
que tenemos que aguantar esto?” Sin embargo nadie, absolutamente
nadie, secundó su arenga. Así pues, en medio de un despreciativo
silencio, se tuvo que volver a sentar.
Para Isabel (en realidad, para cualquier político, pues los
políticos en el poder suelen perder la capacidad de percibir la
verdadera democracia), aquella sesión del Parlamento presentaba una
notable duda. Por un lado, el populacho, es decir esa recua de
ingleses de baja estofa, normalmente malolientes y casi siempre
borrachos, a los que ella, como su padre, profesaba un profundo,
convencido y superior desprecio; esa gente, digo, estaba a piques de
dictar una ley del Parlamento, de imponerle a ella un estado de
cosas. A ella, nada menos, que estaba en el trono por el designio de
Dios en persona. Por otra parte, si dejaba que sus tripas la
aconsejasen y, en consecuencia, enviaba a aquella tropa de piojosos
al mismo sitio adonde los envió cuando regresaron de librar sus
guerras (de ella), se quedaría sin impuestos pues los
diputados del Parlamento, claramente alineados con los intereses de
sus circunscripciones (¡ah, la democracia de listas abiertas!), no
se los darían. No obstante, era la reina; y la edad le había
enseñado a ser bastante cabrona.
El 23 de noviembre, el speaker se presentó en el Parlamento
con un mensaje regio. En dicho mensaje, Isabel echaba mano del
sempiterno recurso de ponerse al frente de la manifestación para
resolver el problema que ella misma había creado. La reina, decía,
nunca había pensado, al conceder un monopolio, que dicha concesión
podría ser ineficiente o corrupta (ja), así pues se comprometía a
limpiar aquel campo, para lo cual haría una proclamación. Cecil dio
un martillazo más en el mismo clavo al levantarse para confirmar esa
intención y afirmar, campanudo, que no se iba a volver a conceder ni
una letter of assistance más como la que había salvado el
monopolio de las barajas. Vino a decir el chaperón de la reina que
las justas peticiones de los shires serían atendidas; pero
que una cosa era eliminar los abusos en los monopolios, y otra
distinta to see sovereignity converted into popularity. Un
poco, pues, la famosa frase de la transición franquista: a la ley,
desde la ley. U otra cosa que también se decía mucho en aquella época, por parte de las personas críticas con el cine del destape: una cosa es la libertad, y otra el libertinaje.
La verdad es que aquel mensaje real se había producido, ya, en un
ambiente jodido. Horas antes de la sesión parlamentaria, tanto en
Londres como en Kent habían estallado rebeliones populares, que se
oponían a las levas obligatorias que se habían puesto en marcha
para la lucha irlandesa. A Isabel aquellas turbas revuelvas le dieron
mucho miedo; la rebelión de Essex estaba muy cercana, y siempre
podría ser que alguien tomase el testigo. En realidad, tenía tanto
miedo que por aquel entonces tomó la costumbre de ir armada dentro
de Palacio (lo cual no deja de ser una coña; para entonces, su mano
artrítica apenas le habría dado para sacar el puñal de su funda, y eso con dudas).
El mensaje real, que fue publicado tres días después, se limitó a
rescindir doce de las concesiones más escandalosas, como la sal, el
vinagre, las ollas, las botellas, o la actividad de salado de
pescado. Ciertamente, se prometía que no habría más letters of
assistance; pero, por así decirlo, el núcleo duro del injusto
(e ineficiente) esquema de concesiones reales permanecía en pie. La
reina retenía el derecho a conceder en el futuro cuantas garantías
de monopolio considerare.
A pesar de tan magra concesión, el Parlamento decidió enviar a su
presidente y a una delegación de miembros a Palacio para agradecer
a la reina que hubiese escuchado sus críticas. La fecha de la
recepción quedó fijada para el 30 de noviembre y, en la misma,
Isabel decidió aprovechar las cosas para soltar un discurso. En
realidad, a la reina el tema de los monopolios le importaba poco.
Pero todavía estaban en el aire los impuestos que ella quería
aprobar, y por eso sabía que no le quedaba otra que pasarle una mano
por el lomo a los comunes.
El resultado fue lo que los ingleses conocen como Golden Speech,
expresión que lo dice todo sobre la importancia que le dan a esas
palabras de la vieja. La importancia, sin embargo, no les llegó para
aquilatar la memoria; porque la verdad es que lo que sabemos sobre el
discurso es lo que algunos que lo oyeron contaron de él y luego
fue recogido por otros; y, la verdad, como ya desde hace mucho tiempo
han destacado los historiadores, cuando uno se mete a fondo en ese
análisis, tiene la sensación de que hubo testigos que escucharon
discursos completamente diferentes. Estamos, pues, ante una auténtica
prueba histórica de ese entretenido juego de criajos conocido como
El Teléfono Escacharrado.
Existe, desde luego, la posibilidad de acudir al propio borrador que
utilizó Isabel, y que de hecho hizo publicar como panfleto. Pero
existen otras versiones cuyo origen son personas que estuvieron allí
y pudieron tomar notas. En todo caso, básicamente el discurso es eso:
el discurso de un político. Isabel reniega de cualquier culpa que
pueda tener ella, insistiendo en que todo ha pasado porque los
cabrones de los monopolistas la engañaron; dice que nunca se ha
mostrado insensible ante los sufrimientos del buen pueblo llano
inglés (sí, ése al que negó las justas soldadas de las guerras y
al que llevaba décadas negando las mejores viandas de los mercados
para llenar su real barriga); y les recuerda a los diputados que a
ella quien la ha puesto en el machito es Dios (el mismo que puso en
el suyo a María, y bien que ella la decapitó).
Como el Golden Speech no deja de ser el discurso de un
político hecho ante unos políticos, no ha de extrañar que
cumpliera su función. El 5 de diciembre, una vez que todos los
miembros del Parlamento supieron del contenido del discurso por un
resumen con que les proveyó el Speaker, los comunes votaron
los impuestos que Isabel quería. A decir verdad, en el Parlamento
quedó una fuerte corriente de opinión según la cual la reina había
soltado unas palabritas y hecho alguna que otra concesión menor,
pero, en realidad, había dejado las cosas como estaban. Este partido
lampedusiano obtuvo pronto confirmación de sus sospechas, pues esa
misma Navidad, Palacio volvió a maniobrar para descarrilar una
denuncia contra Edward Darcy y su extraño, inútil y corrupto
monopolio sobre las barajas de cartas. El Consejo Privado de la
reina, de hecho, decretó amenaza de prisión y querella en los
tribunales para quien osare poner en duda los derechos de Eduardo.
El personal, sin embargo, algo barruntaba (como lo barrunta
Shakespeare, si leéis con atención sus dramas) de que la movida
estaba cambiando. Thomas Allen, un comerciante local de Londres, hizo
imprimir sus propias barajas de cartas, retando con ello el monopolio
de Darcy; éste, claro, lo llevó a los tribunales. El Chief Justice
Popham, sin embargo, esta vez le salió rana a la reina. Colocado
entre los deseos de Isabel, la ley que difícilmente se podía
imaginar que los apoyaba, y el creciente cabreo general, Popham acabó
fallando a favor de Allen. Eso sí, en los fundamentos de la
sentencia le abrió un portillo a Isabel, asegurando que había sido
engañada, que ella había garantizado el monopolio “por el bien
común”, pero que habían sido Darcy y su avaricia quienes lo
habían jodido todo. En todo caso, no nos sobremos; a pesar de esta
victoria, el sistema permaneció básicamente el mismo. Allen era un
rico comerciante que se pudo permitir los elevados y arriesgados
costes de ir a la Corte; pero las personas que hubieran querido
enfrentarse a los diferentes monopolios, por lo general, no lo eran.
Para Isabel, y para Inglaterra, sin embargo, este asunto de los
monopolios se asemejó, y mucha gente lo vio así, como la llegada de
la marabunta de hormigas asesinas. Al principio, lo que uno ve son
tres o cuatro pacíficas hormiguitas correteando por ahí; pero
horas, o días, después, llega un ejército de ellas que se lo come
todo. Isabel, reina de Inglaterra, había decretado la ilegalidad de
ciertos monopolios “como una decisión graciable”, se ocupó de
dejar claro. En su cabeza, ella seguía siendo la reina designada por
Dios, tomando por su propia iniciativa decisiones que le pedía su
amado pueblo, ante el cual ella no tenía que rendir cuentas. Pero el
amado pueblo, en no pocas ocasiones, ya no pensaba así. Ni Isabel
era su padre, ni Inglaterra, la verdad, era ya el mismo país.
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