Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
Desde el momento en que los conspiradores comenzaron a largar en los
interrogatorios, se hizo evidente que toda la movida había sido el
resultado de un movimiento de Essex para recuperar el poder dentro de
la Corte, eliminando a los enemigos que tenía dentro de ella. Sir
Charles Danvers, uno de los de la partida, confesó que, un poco
antes de Navidad, Essex había mostrado una obsesión bastante
marcada con la idea de llegar a la reina esquivando los controles del
Capitán de la Guardia, Ralegh. Todo se había maquinado en una
reunión en Drury House, fuera del Strand, un lugar elegido ex
profeso para no realizar encuentros en la propia casa del conde, que
entonces estaba fuertemente vigilada.
Al parecer, los más realistas de entre los conspiradores habían
intentado convencer a Essex de que, si quería que su acción fuese
efectiva, debía planteársela como un verdadero golpe de Estado.
Esto viene a significar que no sólo debía tener la Corte como su
objetivo, sino también la Torre de Londres, puesto que le haría
falta controlar el importante activo en armas que tenía el
establecimiento para controlar la situación. Essex, sin embargo, no
era del todo de esa idea. Como siempre, tenía una idea excesivamente
elevada de sí mismo y, por esa razón, consideraba que la salida de
sus partidarios por las calles de Londres, gritando que la Corona
inglesa iba a ser vendida a los españoles, unida a su propio
carisma, provocaría una cascada de londinenses que se le unirían a
puñados.
El grupo de conspiradores, en todo caso, había aprendido de los
todavía recientes conflictos de 1595. Consideraba la mayoría que
sería un error criticar a la reina, y por eso creyeron más útil
presentar toda la movida como una reacción hacia las acciones de su
gabinete. De esta manera, muchos eran partidarios, no de tomar el
control de la persona real, secuestrarla al fin y al cabo, sino hacer
que el acto central de su rebelión fuese la entrega a Isabel de un
documento detallando los problemas y las malas actuaciones
realizadas, fundamentalmente, por Cecil. Sin embargo, los
conspiradores no parecían capaces de ponerse de acuerdo sobre si
realizar un acto de fuerza frente a la reina, o de sumisión.
En todo caso, para sorpresa de los interrogadores, lo que se hizo
evidente en los testimonios fue que la acción finalmente realizada
no había estado dictada por la planificación, sino por la
precipitación. Essex se había puesto muy nervioso ante hechos que
interpretó como un cambio radical de la situación.
El conde había pasado el día anterior a la acción jugando al
tenis. La mayoría de quienes le acompañarían después en su
aventura tuvieron una comida conjunta y después cruzaron el Támesis
hasta el Globe Theatre para asistir a una representación de
Shakespeare.
Esa misma tarde, Robert Cecil había convocado una reunión
semisecreta del Consejo Privado fuera de Palacio, concretamente en la
casa de lord Buckhurst, Thomas Sackville, primer conde de Dorset. Los
espías del primer ministro in pectore habían estado
vigilando la finca de Essex y habían visto una partida de mosquetes
perfectamente engrasados, como esperando ser usados. Los miembros del
Consejo decidieron interrogar a Essex sin ruido, así pues le
mandaron recado de que asistiese para discutir presuntas noticias
sobre la formación por parte de España de una quinta Armada. Essex,
sin embargo, mosqueado como estaba, pasó de acudir. La segunda vez
que lo convocaron, en esa misma tarde, el conde descubrió sus cartas
(que por otra parte eran bastante evidentes) y contestó que no iría
porque sospechaba que nada más acercarse a la casa, los hombres de
Ralegh lo despacharían.
Cayó la tarde. Essex había invitado en su casa para cenar a un
estrecho grupo de cercanos: su hermana Penélope, su padrino sir
Christopher Blount, Southhampton, sir John Davies, que lo había
acompañado a Irlanda, y Danvers. Antes de comenzar el papeo, tuvo
una entrevista en su alcoba con Southhampton y Davies. También
convocó a esa reunión a uno de sus colaboradores más estrechos,
sir Gelly Meyrick, a quien sacó de su propia cena. Todas estas
personas se reunieron en un salón de la casa de Essex con sir
William Constable, y le escucharon decir que esa misma tarde se había
armado una conspiración para matarlo en la casa de Buckhurst.
El conde, para entonces, estaba muy excitado y convencido de que lo
querían matar, cosa que no es literalmente cierta: que Cecil y los
suyos querían pillarlo por algo es cierto, como también lo es que
sabían que no tenían caso contra él como para poder atreverse a
cargárselo y luego presentarle a la reina el fait accompli,
como en el caso de María, reina de los escoceses. Pero aquí lo que
importa es lo que Devereaux creía o, mejor dicho, de lo que estaba
totalmente convencido, y lo malas consejeras que fueron esas prisas.
A las seis de la mañana del día siguiente, estaba acopiando su
tropa en el patio de su casa.
Como ya sabemos, Cecil tenía informes previos de que en la casa del
conde se estaban acopiando armas. Un poco antes de las diez de la
mañana, es decir cuando la tropa de Essex llevaba cuatro horas
formándose y discutiendo los elementos de su acción, cuatro
representantes de Whitehall (el lord Keeper Thomas Egerton, primer
vizconde de Blackley; el conde de Worcester; sir William Knollys y el
juez supremo John Popham) se presentaron en Essex House. Se la
encontraron fuertemente vigilada.
Fueron llevados a presencia de Essex y, una vez allí, Egerton, en
sus funciones de portavoz, le hizo saber que si permanecía en los
desplantes a la reina, acabaría por ser castigado por ellos. El
conde, sin embargo, estaba muy nervioso y comenzó a gritar que iba a
ser asesinado al lado de su cama. Eso puso todavía más nerviosos a
sus soldados, que lo querían sacar de allí. Egerton les conminó a
bajar y abandonar sus armas si eran fieles a la reina. Pero eso sólo
provocó que los ánimos se calentasen aun más y que hubiese
soldados que gritasen que había que matar a los representantes de
Palacio.
Essex acabó llevándose a sus cuatro interlocutores a su biblioteca,
donde los dejó prisioneros y fuertemente vigilados. Les dijo que
volvería en media hora pero, en realidad, los dejó allí seis. Y más que deberían haber estado, pues, como veremos, la relativamente pronta salida de esta delegación de su encierro acabó por sellar la suerte del conde.
En ese momento, en la Corte la sensación reinante era el miedo.
Cecil, ante la evidencia de la conspiración, perdió la capacidad de
pensar con la cabeza fría. En realidad, la cabeza más fría en
Palacio fue la de la reina. Ralegh hizo acopio de todas las armas que
había en el edificio, e incluso en las casas colindantes, y ordenó
la colocación de barricadas y carros cruzados en las calles de
acceso a Whitehall.
La montaña, sin embargo, tenía miedo de un ratón. La acción de
Essex ni era tan poderosa, ni estaba tan bien pensada como sus
enemigos pensaban. El conde contaba con presentarse en la catedral de
San Pablo y pillar en misa a buena parte de los aldermen, la
policía local. Sin embargo, retrasado por la llegada de la
delegación de Palacio, para cuando llegó se encontró con que a los
guardias ya les había llegado una orden de Whitehall ordenando
movilizar a la milicia urbana y reforzar los efectivos de Ralegh.
Lo peor, sin embargo, llegó durante el paseo que los hombres a
caballo y a pie se dieron por Fleet Street, desde San Pablo hacia
Cheapside. Ahí fue donde Essex hubo de enfrentarse a la cruda
realidad. La imagen que él había albergado de un pueblo inglés
colocándose como un solo hombre detrás de sub gente, se disolvió.
Las gentes miraban a la procesión con curiosidad; pero no hicieron
nada, ni a favor, ni en contra. En esas estaba cuando supo que las
puertas de la ciudad habían sido cerradas.
Ya no podía escapar.
A eso de las dos de la tarde, incluso alguien tan imbécil y poco
capaz de leer las situaciones como Robert Devereaux sabía que su
acción había fracasado. Volvieron grupas hacia Ludgate, camino de
Essex House, pero se encontraron la calle atravesada por gruesas
cadenas que les impedían el paso, más varias líneas compactas de
piqueros y mosqueteros. Hubo un enfrentamiento en el que Blount
resultó severamente herido (y su paje muerto), pero no lograron
pasar. La única posibilidad de Essex era llegarse al embarcadero de
Queenhithe y ganar su residencia por el río.
Pero hasta en eso tuvo mala suerte. Trataba de llegar a su casa antes
de las cuatro de la tarde. Allí había dejado a sir Ferdinando
Gorges a cargo de los cuatro prisioneros de la biblioteca, con la
orden de dejarlos marchar a esa hora, tiempo en el que pensaba que
habría triunfado ya. Ahora necesitaba que los prisioneros siguieran
siéndolo, pues eran su último seguro de vida o activo de
negociación. Pero falló por algunos minutos: cuando llegó, Gorges
ya los había soltado. Aunque, la verdad, hay más de una
interpretación. Essex había dejado claro en sus instrucciones que
cualquier acción de liberación debería contar con su aquiescencia
y conocimiento. Gorges no la esperó. Y cabe pensar que, tal vez, lo
hizo sopesando sus posibilidades. Es muy difícil que no supiese del
fracaso de la acción, y no hay que olvidar que tenía sus
agarraderas: era primo de Ralegh. De hecho, en el juicio posterior
evitó la pena de muerte colaborando con la acusación.
Al fin y a la postre, como medio centenar de partidarios de Essex
lograron llegarse a la casa para resistir. A las seis de la tarde,
sin embargo, de la Torre llegaron dos cañones en sendos carros. Y,
lo que es peor, la reina dio la orden de que se usaran. De hecho, su
orden fue que todo el follón aquél de Essex tenía que estar
completamente resuelto antes de que ella se fuese a la cama.
El almirante Nottingham, colocado al frente de los sitiadores,
ofreció una tregua de dos horas. No lo hizo por prudencia ni por
caridad, sino porque recibió informaciones de que dentro de la casa
había dos tías: Penélope, hermana de Essex; y Frances, su mujer.
Essex, cumpliendo a rajatabla los designios de su ADN de gilipollas,
quería morir luchando. The sooner to fly to Heaven, the merrier.
La gente a su alrededor, con los pies más en la tierra, lo acabó
convenciendo de que se rindiese. Pensó en huir por el río, pero la
fuerte corriente lo desaconsejaba. Así pues, fue discretamente
trasladado a la casa del arzobispo Whitgift y, a la mañana
siguiente, trasladado desde allí a la Torre también discretamente,
en un vehículo cerrado.
De haber dado el asunto por cerrado en ese momento, los servicios
secretos ingleses lo habrían sentido. Cuatro días después, Thomas
Lee, un capitán partidario de Essex que había desaparecido de la
escena de la conspiración al comenzar la representación de
Shakespeare, fue detenido en los pasillos cerca de la Cámara Privada
de la reina con una daga preparada.
En las semanas siguientes, Robert Cecil construiría un caso sólido
contra el conde de Essex, tirando de todo lo que encontró. Incluso
cosas relativamente sorprendentes. Algún tiempo antes de que el
conde viajase a Irlanda, un abogado, John Hayward, había publicado
un libro titulado The first part of the life and raigne of King
Heinre the III. El libro era un relato del proceso por el cual
Ricardo II habia sido depuesto, descripción dentro de la cual se
incluía la del mal gobierno de este rey, en unos términos muy
parecidos a los utilizados por Essex en su denuncia. De hecho,
Hayward le había dedicado la obra al conde.
El libro, como se ve una pretendida denuncia de corrupciones pasadas
que sin embargo se podía entender como de corrupciones presentes,
captó enseguida la atención del público y se convirtió en eso que
hoy llamamos un best seller. Su lectura indignó de tal manera a la
reina que ordenó que Hayward fuese encerrado en la Torre, de la que,
de hecho, si salió fue porque la vieja la cascó. Whitgift,
siguiendo instrucciones reales, ordenó que la página de la
dedicatoria a Essex fuese arrancada de todos los libros ya editados;
lo cual demuestra la inoperancia de las leyes cuando la gente no
quiere obedecerlas, porque es un hecho que las varias, bastantes,
copias que se conservan hoy en día de este libro, todavía tienen la paginita. Pero
a Cecil sí que le sirvió para sostener la acusación de que ese
libro era, en realidad, el manifiesto de intenciones de Essex, quien
no intentaba otra cosa que repetir la historia y ceñir la corona de
Inglaterra en sus sienes.
El jueves, 19 de febrero, tanto Essex como su principal valedor,
Southhampton, fueron llevados ante la corte de Westminster Hall para
ser juzgados por alta traición.
Desde el punto de vista de Robert Cecil, la investigación previa al
juicio, y el gesto mismo de iniciarlo, tenían un motivo y una
intención muy concreta. El asesor de la reina no creía tenerla
todas consigo. Y en el centro de sus dudas estaba una pequeña bolsa
negra.
Una de las cosas que había tenido tiempo de hacer Essex antes de ser
detenido y llevado a casa del obispo Whitgift había sido deshacerse
de un montón de papeles que quemó. Pero todavía entonces, como
durante toda la jornada, había llevado al cuello una pequeña e
inquietante bolsa negra que, desde el principio, le había provocado
a Cecil la duda de qué podía portar. Como se supo cuando Essex
regresó de huida a su palacio desde el río, la pequeña bolsa
contenía una llave. Con esa llave, el conde abrió su caja fuerte,
de la que extrajo un libro que él mismo había escrito detallando
los agravios de los que se creía objeto. Essex quemó ese libro,
como quemó una lista de nombres que llevaba consigo y el contenido
de otra caja, que hubo de ser forzada puesto que la llave se había
perdido.
Pero se decía que en toda esa destrucción había habido un
superviviente. Un pequeño papel, un trozo apenas, con, se decía,
seis o siete líneas escritas.
La pasma interrogó a las gentes de Essex acerca del contenido de la
caja fuerte y, muy especialmente, el jodido papelito. Cuando
entrevistaron al propagandista de Essex, Henry Cuffe, cantaron bingo.
Cuffe, quien para entonces temía por su vida o, en el mejor de los
casos, por su futuro, cantó la gallina y dijo que el papel
sobreviviente contenía un mensaje cifrado de Jacobo, el rey escocés.
Cuando conoció la noticia, Cecil se resolvió a hacerse con el
papel. Para empezar, cursó orden para sir John Peyton, el teniente
jefe de la Torre, para que hiciese algo que entonces no era normal
aunque sea cotidiano en las cárceles modernas: una inspección
corporal total del conde de Essex. Para Devereaux, ser
desnudado y escrutado incluso en sus oquedades más recónditas,
siendo como era un noble renacentista, fue profundamente humillante.
Pero el conde no tenía nada encima. Las ilusiones de Cecil de poder
probar que Essex, Tyrone y Jacobo estaban conchabados nunca llegaron
a nada.
El juicio de Essex fue tedioso y enormemente meticuloso, aunque todo
el mundo, incluso el acusado, conocía la sentencia desde antes de
empezar. Los dos, Southhampton y Essex, fueron condenados a muerte y
retornados a la Torre para esperar la ejecución de la sentencia. El
primero de ellos, sin embargo, acabaría viendo conmutada la pena por
la perpetua, a causa de que se consideró probado que Devereaux lo
había dejado aparte de algunos de los aspectos más jodidos de su
plan. En cuando a Essex, los suyos lo conminaron a solicitar la
piedad real; pero él se negó.
Incluso después de la condena, Cecil siguió tratando de cobrarse la
pieza mayor que sospechaba estaba en alguna parte. Envió a un
presbítero, el doctor Thomas Dove, dean de Norwich, a la Torre, para
irle a Essex con la movida ésa de que vas a morir, mejor que te
descargues de todo antes hijo mío, y bla (como si no muriesen curas
sin haberle contado nunca a nadie sus frotamientos escolares). Essex
se olió la tostada espiritual y le dijo al señor Paloma que se
fuera volando. Entonces Cecil le mandó a Abdias Assheton, que era
uno de los capellanes de la casa Essex y que, en consecuencia, lo
conocía mucho mejor.
Assheton, en efecto, le hizo un sicoanálisis a su otrora señor en
el que supo explotar sus debilidades y sus miedos. Con ello consiguió
que Essex sufriera mucho conociendo la suerte de buena parte de sus
seguidores, que iban a morir decapitados o ahorcados; pero, al fin y
a la postre, no consiguió que su jefe le confesara los movimientos
en la oscuridad presuntamente realizados cuando estaba en Irlanda,
que era lo que pretendía Cecil. Aunque hay otra teoría. Esa teoría
nos dice que Essex algo confesó, pero en sus confesiones implicó a
lord Mountjoy, que en esos momentos estaba precisamente en Irlanda
presentando batalla a los gaélicos. Es posible que Cecil, al
saberlo, decidiese hacer juego revuelto; sabemos, en este sentido,
que la reina la envió a Mountjoy una extraña carta, en la que venía
a decirle que lo perdonaba; pero no le decía de qué.
En fin, en la mañana del Ash Wednesday, o sea el 25 de febrero,
Essex fue decapitado en, solemos decir de los entierros, una
ceremonia íntima celebrada en el patio de la Torre, a la que sólo
asistió un puñado de personas, todas ellas directamente
encomendadas por la reina para estar allí. El día 23, Isabel había
firmado la orden de ejecución; el 24, había cambiado de idea. Esto
ha llevado a mucha gente a considerar que la reina pasó días
carcomida por la duda, pero hoy esto no se tiene por verdad. Dudó,
sí, como tenía por costumbre con tantas cosas; pero dudó poco,
apenas unas horas porque, a esas alturas, la verdad, Isabel de
Inglaterra estaba hasta los ovarios del ahijado de Leicester. De
hecho, en la tarde del 24 supo por Cecil que Assheton había
considerado ya imposible sacarle más información al conde; así
pues, el retraso bien pudo deberse, simplemente, a una estrategia
pactada por la reina y Cecil para ganar tiempo y ver si el tipo
finalmente confesaba. Aquella tarde, la reina asistió a la
representación de una obra de Shakespeare e, inmediatamente después
de terminar ésta, envió la orden de ejecución; pero Cecil ya había
advertido al personal de la Torre horas antes de que dicha orden
llegaría antes de la noche, y dio instrucciones de que Essex fuese
informado antes de terminar su cena de que moriría al día
siguiente.
En fin, hay que reconocer que con la muerte del infatuado conde de
Essex, la Historia del reinado de Isabel de Inglaterra ha perdido uno
de sus principales alicientes, pues la contemplación de la estupidez
y de la absoluta falta de autoconciencia es, también, un aliciente
para los relatos. Pero (muchos de) nosotros, que estamos escribiendo
o leyendo estas notas, somos españoles; así pues, en realidad, el
relato tiene otros puntos de interés.
Durante las semanas y meses en que se desarrolló la última acción
temeraria del conde HORECA tontopollas, algunas cosas importantes
habían cambiado en el gobierno de Inglaterra. La más importante de
ellas, probablemente, era la seducción que había comenzado a sentir
Robert Cecil por el lado oscuro de la Fuerza: Cecil, que había sido
un dedicado abanderado de la causa anglicana y antiespañola, ahora
quería la paz. La razón es mucho menos elevada de lo que se puede
imaginar. A Cecil no le preocupaba la vida de los commoners que
la cascaban a capazos en los campos de batalla, fuera por las heridas
infligidas por el enemigo, fuera por el hambre, el frío, la
enfermedad o lo que les pegaban las putas. Lo que le preocupaba es
que él mismo había hecho inversiones en empresas de comercio
internacional, así pues tenía un intenso interés crematístico en
que lo mares estuviesen tranquilitos.
Desde septiembre de 1599, la posibilidad estaba allí, ya que el
archiduque Alberto y su mujer, la infanta Isabel, tras su entrada en
Bruselas habían enviado mensajes a Londres afirmando su voluntad de
paz, indicando además que El Escorial les había dado poderes
suficientes para allegarla. Este mensaje, que no pudo ser ocultado,
puso de los nervios al conde Mauricio de Nassau y los luchadores de
las Provincias Unidas, por lo que Isabel hubo de aseverarles
categóricamente que no haría nada sin su aquiescencia. Los
holandeses no querían ninguna paz, y con razón porque Felipe III
había decretado un embargo comercial sobre sus rutas. Por lo demás,
los ingleses sabían bien que si España ahora quería negociar era,
fundamentalmente, porque sus tropas de Flandes, mal pagadas y
pertrechadas, se encontraban, en muchos casos, al borde del motín.
El 9 de marzo de 1600, un enviado del archiduque, Lodewijk
Verreycken, se presentó en el palacio de Richmond y solicitó ver a
la reina. Isabel lo recibió con extremada frialdad. De hecho, cuando
vio que todos los documentos que traía Verreycken estaban firmados
por Alberto, ni uno solo por el rey español, cambió de tema y se
puso a hablar del tiempo.
Cuando el enviado de los españoles consiguió redirigir la
entrevista hacia una negociación que, por otra parte, él había
tenido la torpeza de dar como por segura desde el inicio, solicitó
que las tropas auxiliares inglesas abandonasen las Provincias Unidas
y que Inglaterra cesase de comerciar con éstas; la reina y sus
asesores presentes (Cecil, Nothingham y Buckhurst) contestaron con un
expresivo silencio. Los asesores, además, le preguntaron al emisario
si Felipe III le concedería a los ingleses libertad de comercio con
las Indias Orientales, a lo que Verreycken dijo, claro, que no.
Cuando le preguntaron si podía ofrecer la cesación completa de toda
ayuda de los españoles a las tropas gaélicas de Tyrone, también se
negó. En fin, se regresó a Bruselas con un ruego de los ingleses de
que se revisasen los términos del acuerdo, dando un plazo de un mes
para ello.
El resultado de esta gestión fue la celebración de una conferencia
de paz en Boulogne en el mes de mayo, con la participación de
representantes españoles, flamencos e ingleses. Este encuentro, sin
embargo, fracasó. Básicamente, Inglaterra mantuvo su agenda
(negativa a mover sus auxiliares; negativa a atacar a los rebeldes
holandeses; establecimiento del libre comercio con la Indias como
conditio sine qua non).
Como bien sabía Londres, el fracaso de la conferencia de Boulogne
tendría el inmediato correlato de que Felipe III se centraría en la
ayuda a los irlandeses o, mejor, la invasión española de la isla,
ahora que Mountjoy estaba haciendo retroceder a los gaélicos hacia
sus fuertes del Ulster. El partido belicista español, por así
decirlo, cuyo más conspicuo miembro era probablemente Juan de
Idiáquez, quería armar una quinta Armada; sin embargo, otros
miembros en el Consejo de Castilla querían ser más prudentes. Su
argumento era presupuestario: si apenas había pasta para pagar a las
tropas de Flandes, una Armada ya sería la leche. Pero, la verdad,
¿cuándo, jamás, le ha parado a los pies a un gobernante en España
el argumento de que no hay suficiente dinero en la caja?
Felipe III, el rey podemita, convencido como el actual populismo de
que los recursos allegables a través de impuestos son infinitos,
hizo pandi con Idiáquez y, el 24 de agosto de 1601, una flota de
barcos que España, en realidad, ya no podía pagar, salía del
puerto de Lisboa destinada al sur de Irlanda. En los barcos, 4.500
soldados al mando de Juan del Águila.
Digámoslo claro: la quinta Armada española fue una ful. Buena parte
de los marineros que iban en los barcos eran condenados, la mayoría
ni siquiera españoles. Dar órdenes en aquellos barcos era un dolor
porque muchos no entendían el idioma y, lo que es más importante,
la sagrada misión en defensa de la religión católica les importaba
una mierda.
Como segundo factor, de gran importancia, está la falta de
planificación. Sucintamente, la flota española tenía dos posibles
rutas a tomar: o bien la atlántica, que le haría bordear Irlanda
por su costa occidental hasta desembarcar en el norte, cerca de los
rebeldes a los que venía a apoyar; o bien por el sur, desembarcando
a muchos kilómetros de sus aliados. La primera de las rutas era
mucho más arriesgada y, lo que es más importante, la flota no había
embarcado provisiones suficientes para sobrellevarla, porque era más
larga. Pero la segunda, además de presentar el problema de no
contactar con los aliados, era mucho más complicada. Dentro de la
Armada, los comandantes no se ponían de acuerdo sobre cuál era la
mejor opción.
El clima, por lo demás, vino a hacer de las suyas. La tradicional
galerna dispersó a la flota, y Águila tardó una eternidad (el
triple de lo que había calculado) en tocar tierra, cosa que hizo en
Cork. Para entonces, había perdido dos tercios de los soldados con
que había salido de Lisboa. Los españoles se hicieron fueres en
Kinsdale, pero pronto tropas de Mountjoy los asediaron. Tyrone atacó
Leinster para intentar obligar al inglés a abandonar el asedio; eso
falló, pero aun así marchó hacia el sur. El 24 de diciembre se
produjo la batalla; pero cuando los ingleses consiguieron romper la
línea de Tyrone, a éste no le quedó otra que huir, dejando a los
españoles a su suerte.
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