Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
Claro que funcionó. Los sentimientos de Isabel hacia Essex eran
demasiado fuertes como para provocar su caída total; ella misma
estaba esperando un gesto para poder deshacerse de las obligaciones
del camino que había tomado. La reina sabía, además, que en un
determinado momento del proceso que se había iniciado contra Essex,
el control del mismo quedaría en manos de la Star Chamber, y su
propia capacidad de influir en él sería muy baja. No podía
permitírselo, pues eso podría suponer que Essex fuese víctima de
un proceso de caída hasta límites excesivos.
Así pues, la reina intervino, y lo hizo ya en febrero, cuando las
cosas estaban muy maduras, y muy jodidas, para su protegido. Era el
día 12, víspera de una vista en juicio. Cecil estaba preparándose
para la misma cuando recibió mensajes de la reina, tanto verbales
como escritos, un poco en plan si hay que hacerlo, se hace; pero ir
por nada es tontería. El afinado radar del alto funcionario detectó
enseguida la voluntad de la reina de atontar el asunto. Thomas
Windebank, uno de los secretarios y confidentes de Isabel, se encargó
de llevar estos mensajes en forma de una carta que, sin embargo,
autorizó a Cecil a leer, pero no a quedarse. La reina tenía una
preocupación evidente de que quedase traza de su intervención en el
proceso. Windebank cumplió su misión mucho mejor que William
Davison cuando hizo de correveidile durante el juicio y ejecución de
la reina de los escoceses.
Cecil, excelente decodificador de los deseos de la reina, desconvocó
la vista.
Essex había esquivado una bala, pero no había salido indemne. Los
hechos que habían motivado su casi colocación frente al jurado eran
muy fuertes, y las cosas no podían pasarse así, sin más. En marzo
fue autorizado a regresar a Essex House, pero eso no quiere decir
exactamente que dejase de ser un prisionero, ya que también se le
puso un guardián, sir Richard Berkeley, que entre otras cosas se
quedó con todas las llaves de la casa y filtraba todas y cada una de
las visitas que recibía el conde. Éste, bien aprendido de quién
era el origen de su mejor situación, dedicó las horas muertas a
escribirle cartas a la reina, a cual más comeculos.
Devereaux, sin embargo, nunca había sido una persona de gran
inteligencia y, la verdad, no le iba a crecer ahora por generación
espontánea. Essex nunca había abandonado la práctica de buscar
spin doctors que defendieran sus postulados, y en mayo del
1600 volvió a cometer el error de permitir que las cosas fueran
demasiado lejos. Un impresor de Londres trató de sacar adelante un
folleto que era una virulenta defensa de todas las acciones de Essex.
Este folleto, que tomaba la forma de una carta a Anthony Bacon con el
título An apologie of the Earle of Essex against those which
jealously and maliciously tax him to be the hinderer of the peace and
quiet of his Country, fue la palanca que los enemigos del conde
en la Corte necesitaban para joderlo.
Essex pretendió no tener nada que ver con aquella versión impresa
de un documento que, por otra parte, conocía bien (se lo habían
entregado manuscrito cuando se fue a Cádiz) y que, de toda forma,
había circulado sin imprimir entre las personas de su partido en
Londres durante algún tiempo. Nadie le creyó, claro. A principios
de junio, una orden real impuso que Essex fuese enviado de nuevo a
York House, donde fue objeto de un interrogatorio por parte de
dieciocho investigadores, un interrogatorio que duró un día entero.
Essex intentó, como siempre, sacar el comodín de la
reina, pero esta vez no coló.
El conde fue finalmente acusado de no haber llevado a cabo la campaña
del Ulster; de haber parlamentado con Tyrone más allá de los
poderes que se le habían concedido y haber regresado a la Corte sin
permiso. Fue sentenciado rápidamente con la pérdida de sus cargos
en la Corte y mantenimiento en arresto domiciliario mientras la reina
lo considerase. Cuando Isabel se lo pensó dos veces, le autorizó a
irse a la casa de campo donde estaba su mujer en Barn Elms. El 1 de
julio ordenó a Berkeley que se retirase, así pues lo dejó sin
vigilancia. El 26, tras mucha duda y mucha historia, decidió dejarle
en libertad; pero le prohibió terminantemente ir a la Corte, porque
no quería volver a verlo.
Para Essex, la actitud de Isabel supuso un problema de muchos tipos,
entre ellos el económico. Entre las prerrogativas que disfrutaba el
conde en su explotación se encontraba una concesión sobre el
comercio de vino blanco que expiraba en octubre de aquel año 1600.
Essex disfrutaba de aquella coima desde 1589 y, de hecho, era su
principalísima fuente de ingresos, sin la cual ya podía pensar en
irse a la cola del Inem o, peor, a la de Caritas. El conde, al
parecer, dentro de su personalidad básicamente tontopollas, llegó a
estar casi convencido de que la concesión se renovaría. Pero no
hubo tal: llegó octubre, y la reina dijo aquello de verdes las han
segado. Pensó Devereaux en llevar la cuestión al Parlamento, pero
finalmente decidió intentar llegar a la reina de una forma más
amigable. Para ello, se fijó en lord Mountjoy.
Mountjoy era una estrella emergente en la Corte. Muy cercano a la
reina, también lo era de Essex porque se estaba puliendo a su
hermana Penélope. Había sido enviado por Isabel a Irlanda para
reparar los descalzaperros organizados por Essex y, la verdad, en
relativamente poco tiempo había conseguido grandes avances en ese
terreno, y eso que tenía muchas menos tropas de las que se le dieron
a Essex. Pero, claro, es que a Mountjoy el Consejo Privado le había
autorizado a levantar un fuerte en Lough Foyle, es decir, justo la
estrategia que había recomendado Essex, y que a él le habían
prohibido.
Essex tenía otro aliado. Desde 1598, y con el pretexto de eliminar
las pretensiones de los españoles a la corona inglesa, había
retomado su correspondencia secreta con Jacobo el de Edimbra; el rey
escocés, muy mal informado de las sutilezas de la Corte londinense,
verdaderamente creía que había puesto una pica en Flandes y que
tenía un corresponsal en Londres que estaba en el mismo centro de
las conspiraciones cortesanas. Essex le dijo al rey escocés que
apoyaría totalmente las aspiraciones de Jacobo al trono de
Desembarco del Rey; incluso llegó a insinuarle que había
posibilidad de instar su acceso al trono antes de que Isabel
estuviese, como dicen los franceses, comiendo los dientes de león
por las raíces.
En la base de todas estas pajas mentales estaba el plan que habían
llegado a discutir Essex y Mountjoy, según el cual éste cruzaría
el mar desde Irlanda con sus soldados, unos 4.000, y se uniría en la
isla con otro ejército levantado por el propio Essex. Este
movimiento, maquinaba Devereaux, provocaría el apoyo de Jacobo. Ésta
era la parte más débil del relato; de hecho, cuando sir Henry Lee,
un decidido partidario del partido de Essex, se la contó a Jacobo,
éste contestó con el silencio, claramente evitando implicarse en
semejante mamonada.
Essex, en todo caso, jugaba con una baraja distinta en cada mano. En
la otra, su jugada pasaba por ver a la reina y ablandar su corazón.
De forma notablemente desinformada, pero hemos de reconocer que no
del todo estúpida teniendo en cuenta lo volátil que se había
mostrado en el pasado el criterio de Isabel, Devereaux estaba
convencido de que, si llegaba algún día a tener una audiencia con
Isabel, con un par de cucamonas que le hiciera a ella se le iba a
derretir el colon y le iba a admitir en su seno. Para conseguir eso,
sin embargo, Essex tenía que pasar por Walter Ralegh, Capitán de la
Guardia y consiguientemente responsable de que nadie que la reina no
quisiera ver se presentara por la Corte.
Cansado e impaciente, pues este chico la verdad nunca entendió las
virtudes de la paciencia, Essex resolvió poner en marcha la baraja
de la invasión de Inglaterra. Envió al conde Southhampton a Irlanda
a parlamentar con Mountjoy; allí, sin embargo, el emisario se
encontró con la sorpresa de que el otro presunto alzado, puesto al
borde del precipicio, dijo que y unos cojones.
Ante la negativa, Essex cambió de táctica y le hizo una petición
más fácil a Mountjoy. Ahora quería, simplemente, que le facilitase
la entrega a la reina de una carta de Devereaux en la que él
señalaba a sus enemigos, esto es: Cecil, Ralegh y lord Cobham,
cuñado de Cecil. Para ello, le debería enviar un comando de
confianza, una especie de SEAL de la época, que fueran capaces de
contrarrestar a la Guardia de palacio. Con la Corte bajo su control,
Essex detendría a Cecil y a Ralegh y accedería a la reina.
Mountjoy, que como vemos era bastante menos chiripitifláutico que
Poquito, declinó también participar en este plan. Llegaban las
Navidades, Essex había perdido su gran fuente de ingresos, su primer
aliado lo había abandonado; ya sólo quedaba una carta. Haciendo uso
de un librero llamado Norton que viajaba normalmente a Escocia y por
lo tanto no levantaría sospechas, Essex le hizo llegar a Jacobo una
carta suya en la que acusaba a Cecil y Ralegh de estar haciéndose
con toda la correspondencia de Palacio y de complotar en secreto en
favor de la infanta española. Para el rey escocés, decía Essex,
resultaba fundamental enviar un embajador a Londres que recabase el
apoyo de la reina hacia sus derechos sucesorios, que sólo por
casualidad debería, también, solicitar la reinstauración del
propio conde en sus viejos cargos. Propuso incluso al conde de Mar
para realizar esa acción.
Jacobo, como tenía por costumbre, sopesó largamente la decisión de
enviar el embajador. Como pensaba que Essex tenía más peso del que
realmente tenía, al final lo hizo, pero su prudencia le jugó a la
contra a Devereaux. El 8 de febrero de 1601, un poco antes de que
cayese el sol, el conde, escoltado por los condes de Southhampton,
Rutland y Bedford, por Christopher Blount y tres centenares de
hombres armados a caballo, bajó las cuestas de Cheapside. Según
declararían los testigos de aquella marcha, Essex iba al frente
declarando a gritos que era necesario mantener la corona inglesa
lejos de las ambiciones españolas.
Essex pensaba, como lo había pensado muchas veces a lo largo de su
vida sin que las muchas hostias que se había llevado le provocasen
una reflexión profunda sobre el tema; pensaba, digo, que era el
único listo de la partida. Cecil, sin embargo, lo era en grado muy
superior, sin contar con que, además, contaba con los recursos del
Estado. Aquel microalzamiento armado, que Essex vendió en los mismos
términos que describía en sus cartas al rey escocés, pasado por el
prisma de Cecil se convirtió en todo lo contrario: en una
conspiración que contaba con el apoyo de las fuerzas papistas del
país. De alguna manera, todo encajaba. Que Essex no hubiese
conseguido derribar a Tyrone resultaba ahora estar justificado en el
hecho de que ambos hubieran firmado un pacto secreto. Un pacto
gracias al cual él podría ser rey de Inglaterra, y era por eso que
quería hacerse con la persona de la reina.
Los conspiradores, claro, terminaron en la Torre de Londres.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario