lunes, octubre 21, 2024

Mao (34): Quiero La Bomba

Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo  

 



Stalin tenía claro que under no circumstances debía poner la bomba atómica en manos de Mao. El líder de la URSS tenía claro que Mao era un bombardeador imprevisible. Hoy, quería tener la bomba para defenderse de los Estados Unidos. Pero mañana, si le cuadraba, podía soltarla sobre Mongolia, o la URSS. Y, en todo caso, un Mao con tecnología atómica podía dar fácilmente al traste con la cuidadosa imagen que el mundo comunista estaba construyendo de sí mismo, con la inestimable colaboración de los intelectuales gilipollas de occidente, como amante de la paz y de la libertad de los pueblos, del derecho de las mujeres a no depilarse, y de lo que hiciese falta. Sin embargo, tenía otro problema, y es que tenía miedo de su otrora aliado y residente en Reims, hoy presidente de los Estados Unidos. Le creía cuando insinuaba que podía soltar un pepinaco sobre China.

El corolario de esta situación, además de los circulitos naranjas que aparecían en sus ojos desde el día de su setenta cumpleaños, el mal estado general y la tensión que ya sufría por no confiar en su entourage y estar, probablemente, montando una purga final del mismo; el corolario de toda esta situación, como digo, fue que Iosif Stalin decidió que había que terminar la guerra de Corea; eso sí, acabar con ella sin dejarse demasiadas plumas en la gatera. Según algunos indicios, el 28 de febrero de 1953 es la fecha en la que el líder progresista mundial tomó la decisión de acabar aquel merdé, y que estaba dispuesto a poner en marcha esta maquinaria al día siguiente. Esa noche, sin embargo, sufrió un ataque y, como sabemos, su cuerpo anduvo que si sí, que si no, hasta el 5 de marzo, que la roscó.

En la última cena con terceros antes de quedarse tolili, Stalin había estado hablando de la guerra de Corea. Durante esa cena había responsabilizado a Tito y su rebelión yugoslava de la incapacidad del bando comunista de ganarla; lo que suena a que estaba buscando una disculpa, o más buen un cabeza de turco, para cerrarla en falso. En esa misma cena también se quejó de que la Komintern asiática, una idea que él mismo había bombardeado, no había salido bien (pero, como digo, no fue capaz de reconocer que algo habría tenido que ver él); y dio por perdido Japón para la insurrección revolucionaria. Luego de cenar estuvo leyendo unos documentos, y se estima que uno de los últimos, si no el último, fue un informe sobre un fallido intento de asesinar a Tito. Stalin, ya lo he insinuado en otros puntos de estas notas, creía firmemente, a principios de 1950, que Mao Tse Tung podía estar ambicionando convertirse en el Tito de Asia.

Así pues, por mucho que Svetlana Stalinina nos quiera convencer en sus recuerdos de que Lavrentii Beria fue el comunista más feliz con la muerte de Stalin, es probable que eso no sea del todo cierto. Dependiendo de lo que realmente supiese de los pensamientos de Stalin, que es probable que fuese mucho, y de la presión generada por la apuesta del georgiano por Liu Shao, podemos estimar que si hubo alguien en el mundo que dio saltos de alegría cuando supo que Iosif Stalin había muerto, ése fue Mao Tse Tung. Eso sí, se le preparó un gran acto funerario el 9 de marzo en la plaza de Tiananmen, con la asistencia de cientos de miles de personas que, entre otras cosas, fueron aleccionadas en el sentido de que estaba totalmente prohibido reírse durante el acto. Hubo muchos discursos; pero no de Mao. El dirigente chino tampoco fue a Moscú a los funerales. Aprovechó que su mujer estaba en Moscú y la envió a ella.

El día 28 de marzo, Chou En Lai fue invitado a una reunión con la cúpula soviética, en ese momento presidida por Giorgi Malenkov. Allí mismo, los nuevos líderes de la URSS, que en ese momento eran más una cooperativa que otra cosa, le dijeron al chino que habían decidido mejorar el tono con occidente; y que el primer hueso que le iban a tirar a Washington sería el final de la guerra de Corea. Eso sí, los soviéticos ofrecían mucha discreción; de hecho, no fue hasta 1994 que el Estado ruso no hizo pública la documentación de que disponía demostrando el papel de Kim Il Sung como instigador del conflicto; noticia que le provocó al líder norcoreano un jamacuco del que la roscó. El hueso que le tiraron a Chou fue que, si los chinos colaboraban en el cierre preventivo del local, los soviéticos abrirían unas 90 factorías en China, y no precisamente para fabricar ositos Haribo.

Cuando Chou le explicó el mojo al boss, éste dijo que no. La orden del presidente fue continuar con la guerra. Su mood había cambiado después del discurso de Eisenhower. Ahora ya no quería factorías. Quería La Bomba.

Durante la guerra de Corea, una de las políticas de información de los soviéticos, en plan Ministerio de Sanidad de Gaza y tal, había sido la acusación de que Estados Unidos estaba utilizando la guerra bacteriológica contra sus enemigos. Los chinos llegaron a hablar de más de 800 afectados (una cifra, la verdad, ridícula para un ataque ABQ que se considere tal), aunque con el tiempo acabaron hablando de 45 coreanos muertos de cólera y otras enfermedades, y 36 chinos. La acusación, como digo, no tenía pase; pero Moscú siempre la había apoyado. Ahora, sin embargo, con el mismo desparpajo con que la habían apoyado, la usaron para presionar a Mao para que acabase la guerra. Viacheslav Molotov, el un día mano derecha de Stalin, acusó directamente a los chinos de haberle transmitido aquella mercancía averiada a los norcoreanos. En lenguaje actual, los acusó de distribuir fango; el mismo fango que ellos mismos estaban distribuyendo hasta el día anterior por la tarde.

Moscú había enviado a Pekín de embajador a un relativo peso pesado: Vasili Vasilievitch Kuznetsov. VVK recibió entonces la instrucción de sus jefes de enviarle un mensaje a Mao, que decía: el gobierno de la Unión Soviética y el Comité Central del PCUS fueron engañados. La difusión en la Prensa de informaciones acerca del uso por parte de Estados Unidos de armas bacteriológicas en Corea se basó en información falsa. Las acusaciones contra los estadounidenses eran ficticias.

El mensaje seguía anunciando que los soviéticos responsables de la fabricación del bulo serían castigados, y se recomendaba a Mao que se bajase de la burra. Para entonces, el embajador soviético en Pyongyang, Vladimir Nikolayevitch Razuvayev, había sido llamado a Moscú y sometido a tortura por la gente de Beria.

En la medianoche del 11 de mayo, Kuznetsov se vio con Mao y con Chou. Les arrancó el compromiso de tascar el freno. Pero para cuando pudo informar, el pescado ya estaba vendido. Mao dio las órdenes pertinentes esa misma noche. Muy probablemente, el tono del mensaje que había recibido de Moscú ya le había puesto de los nervios. Pero yo creo que el factor que más pesó en su ánimo fue la gestión que en Moscú estaba teniendo la conspiración de los médicos. Todo el mundo conoce el discurso de Khruschev de 1956. Pero, con ser este discurso de gran importancia, hay que valorar también el hecho de que la cúpula soviética frenase en seco la purga de los doctores. Aquel gesto fue algo absolutamente inesperado en el mundo comunista, porque fue la primera vez que una iniciativa de Stalin había sido desmentida. El asunto de los médicos le había enseñado a Mao que el nuevo Politburo iba en serio cuando decía: “retira las acusaciones”. Y las retiró. Exactamente igual que se tomó muy en serio la orden de acabar la guerra.

El líder chino se resignó. Moscú, ahora, no le daría La Bomba. Reclamó la vuelta de sus científicos en Moscú y aceptó las 90 factorías que le habían ofrecido. También ordenó a sus negociadores en Corea que aceptasen el regreso voluntario de los prisioneros de guerra. De hecho, apenas un tercio de los prisioneros decidió regresar al continente; la mayoría viajó a Taiwan. Hay que decir, en todo caso, que 21 soldados estadounidenses y un natural de Escocia escogieron ser trasladados a la China comunista, donde por lo general permanecieron algún tiempo hasta que acabaron hasta los huevos, probablemente porque se dieron cuenta de que la realidad de un país comunista no tenía nada que ver con lo que habían leído en las memorias de Íñigo Errejón. Su vida no fue nada fácil. Les costó dios y ayuda que los chinos les dejasen volver; y, una vez que lo hicieron, el FBI de J. Edgar Hoover los espió a fondo, para ver de qué lado del pantalón cargaban los huevos.

Muy mal destino tuvo el tercio de POWs chinorris que quisieron volver a la madre patria. Ésta los recibió como la mierda, acusándolos de traidores por haberse rendido, por lo que su vida fue un infierno durante los veinte años restantes que duró Mao. Pero peor fue el destino de los 60.000 coreanos del sur que estaban presos en Corea del Norte, y que allí siguieron. Fueron dispersados a áreas remotas del país, donde vivieron como pudieron (porque es de suponer que deben ya quedar muy pocos supervivientes).

El armisticio final se firmó el 27 de julio de 1953. Hay una canción pacifista muy famosa en su día que dice war is good for absolutely nothing. La letra le es plenamente aplicable a la guerra de Corea. Fue un enfrentamiento bélico que se montó para darle espacio a Stalin a realizar una serie de acciones y de revoluciones que luego nunca pudo llevar a cabo. Sobre el terreno, el objetivo era acabar con una partición de la península, que allí siguió. Literalmente, pues, hablamos de centenares de miles de muertos que murieron para nada.

Mao implicó a unos tres millones de chinos en la guerra, de los que el 10% murieron allí. El régimen chino admite 152.000 bajas. Pero la cosa es que, en un encuentro con comunistas japoneses, Deng Xiao Ping habló de 400.000; cifra que también fue admitida por Kang Sheng en una entrevista con el sátrapa albanés Enver Hoxha.

Entre los caídos en Corea estuvo el primogénito de Mao, An Ying. No es que estuviese muy expuesto; le habían buscado curro de intérprete de ruso de Peng De Huai. Pero es caso es que los americanos se coscaron de dónde estaba el Alto Mando de Peng, y lo bombardearon. An Ying se había casado el año anterior el 15 de diciembre de 1949, con Si Qi, una mujer que era como una hija para Mao. Bueno, como una hija o como otra cosa, porque el caso es que cuando An Ying le dijo a su padre que se quería casar con ella, Mao se enfureció mucho, lo que sugiere que tal vez quería tirársela.

Sea como sea, Si Qi no supo que su marido era mortadela del Lidl hasta dos años y medio después de que la roscase; y eso sólo porque se enfrentó a Mao y le obligó a decirle la verdad.

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