Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo
Aunque parezca una estupidez, hay algo que se debe decir en este punto procesal: cuando Mao consiguió prevalecer en China usando la bandera roja, Stalin era su única apuesta. Mao prevaleció sobre una potencia mundial en ídem; pero sólo ídem. En realidad, China, por ejemplo, sólo tenía capacidad de fabricar armas ligeras; si quería ser una potencia militar, necesitaba a la URSS y, de hecho, la URSS era su única trump card. Mao había querido enfrentarse frontalmente con el Kuomintang, y eso, a la larga, lo había divorciado de británicos y estadounidenses. Por lo demás, por mucho que cueste creerlo, Mao Tse Tung vivió toda su vida acojonado ante la perspectiva de una especie de revolución liberal que acabase con él y con su régimen. De ahí que optase por un comunismo clásico, prohibiendo a sus ciudadanos poder abandonar el país; y trató de limpiar China de occidentales.
Esto último, sin embargo, era una
apuesta arriesgada. Occidente tenía en China, en el momento del cambio de
régimen, 31 universidades, 29 bibliotecas, 2.688 escuelas y 147 hospitales.
Renunciando a ello, Mao renunciaba a buena parte del desarrollo de China. Eso
por no mencionar los mandos de su ejército que admiraban los modos y medios,
sobre todo, del ejército USA.
En una más de sus victorias de
propaganda, el régimen maoísta consiguió convencer al mundo de que Estados
Unidos y Reino Unido se negaron a abrir legaciones en la China comunista. Es
algo que hoy, de hecho, todavía cree mucha gente. Lo más cierto, sin embargo,
es que no se les dejó otra posibilidad. Cuando los comunistas entraron en
Shanghai, una de las primeras cosas que hicieron fue meter en el maco a todo el
consulado americano en la ciudad; fueron expulsados tiempo después. Al entrar
en Nanjing, los comunistas vandalizaron la vivienda del embajador, John Leighton
Stuart.
Lo de los británicos fue mucho
peor. Mao ordenó que dos barcos de Su Majestad que estaban en la zona, el HMS Amethyst
y el HMS Consort, fuesen bombardeados, con el resultado de 41
marineros muertos. La acción causó tanta rabia que los marineros
supervivientes, cuando regresaron a Reino Unido, le dieron una mano de hostias
al líder comunista británico, Harry Pollit. Este incidente, por lo demás, puso
de los nervios a Stalin, quien pensó que podía ser usado como excusa para una
intervención extranjera contra un régimen que estaba todavía cogido con pinzas.
Así que le ordenó a Mao que bajase el pistón. Mao, efectivamente, invitó a
hablar al embajador Stuart. Pero siempre practicó la mentira. Mediante
terminales, le fibriló a los estadounidenses el bulo de que en el PCC había una
escisión entre occidentalistas (Chou En Lai) y prosoviéticos (Liu Shao Chi).
Tras la toma definitiva de Shanghai, Mao comenzó a publicar artículos
violentamente insultantes contra occidente. Lo que es peor: William Olive,
vicecónsul en la plaza, fue arrestado en la calle, encarcelado y torturado
hasta el punto de que murió en la celda.
Washington llamó al instante al
embajador Stuart, que ya no regresó. Pero, claro, la culpa fue de los
estadounidenses, que no quisieron ser amables con los generosos y humildes
comunistas chinos.
En octubre de 1949, Mao se había
proclamado Presidente de la nueva nación comunista china y, por eso mismo,
consideraba que ya estaba bien con la tontería de seguir esperando para poder
ir a Moscú. Llevaba dos años esperando. Chou encontró la forma de abrir la lata
cuando le propuso a los soviéticos que su jefe fuese a Moscú para celebrar allí
el setenta cumpleaños del boss. Stalin accedió, probablemente presionado
por sus camaradas de la elite soviética. Sin embargo, se ocupó mucho de dejarle
claro a Mao que su estatus en Moscú era el de formar parte de la larga fila de
comunistas internacionales que estaban allí para cantarle el Apio Verde al
secretario general del PCUS; no le dio ningún estatus especial. Por esta razón,
Mao no se hacía acompañar por nadie en las audiencias; no quería testigos
chinos de su humillación.
El mismo día que llegó a Moscú,
por tren, Mao se fue a ver a Stalin. Le dijo que la URSS tenía que ayudar a
China a convertirse en eso que llamamos un complejo industrial-militar. A
cambio, el presidente chino estaba dispuesto a firmar un nuevo acuerdo de
amistad sino-soviético que sustituyera al firmado con Chang Kai Shek; sin
embargo, Stalin le informó con frialdad de que no tenía pensado cambiar ese
articulado, dado que, dijo, cambiarlo sería incumplir los compromisos de Yalta.
Tras esa entrevista, Mao fue
enviado a la segunda dacha de Stalin, a 27 kilómetros de Moscú; un lugar donde
la KGB había instalado más micrófonos que moscas. Por recortarle, Stalin hasta
le recortó los contactos con otros comunistas. Tras mucho trabajo, Mao
consiguió entrevistarse con el húngaro Matyas Rakosi; pero Stalin no le dejó,
por ejemplo, que se viese con el italiano Palmiro Togliatti.
El día 20 de diciembre, el del
cumpleaños, Stalin tuvo el detalle de sentar al chino a su derecha, e hizo que Pravda
motejase su discurso en los términos más encomiásticos. Al día siguiente,
Mao estalló y exigió ver a Stalin para hablar de cosas importantes. Para
entonces estaba hasta los huevos. La comida que le traían no le gustaba (sobre
todo que le trajesen pescado congelado, que odiaba); y, paradójicamente,
también estaba jodido porque le costaba cagar, ya que en la dacha había váteres
de los que todos conocemos, cuando él estaba acostumbrado a cagar en cuclillas.
Finalmente, Mao vio a Stalin el día 24; pero Stalin no le dejó salir de algunos
comentarios sobre el tiempo. El 26 de diciembre, Mao cumplió 56 años; pero
nadie, mucho menos Stalin, le felicitó.
En medio de esa situación tan
tensa, Mao, quien lógicamente tenía que imaginarse que en su dacha había
docenas de micrófonos, comenzó a decir en voz alta que estaba dispuesto a
ponerse a negociar con Estados Unidos, Reino Unido y Japón. De hecho, inició contactos
con Londres, que llevaron al reconocimiento diplomático de China el 6 de enero
de 1950.
Todos estos juegos acabaron por
ablandar a Stalin. El 2 de enero, Pravda publicó una entrevista con Mao,
redactada por Stalin, y en la que se decía, entre otras cosas, que el jefe de
la URSS estaba deseando firmar un nuevo tratado con China. Mao le ordenó a Chou
En Lai que se pusiera con ello rápidamente.
El 12 de enero, es decir en ese
justo momento, Dean Acheson, el secretario de Estado USA, pronunció una
conferencia en Washington en la que se refirió a la URSS en términos muy duros.
La acusó de haberse quedado con varias provincias del norte de China, además de
Mongolia y Manchuria. Stalin envió a Viacheslav Molotov a ver a Mao para
encargarle que se posicionase en contra de esas declaraciones. Mao aceptó, pero
le encargó el tema a un mismundi de su equipo y, además, finalmente publicó una
nota en la que venía a insinuar que China consideraba que las famosas
provincias le debían ser devueltas algún día. Esta nota se publicó en los
periódicos chinos el 21. Ese día, en la noche, Stalin había invitado a Chou En
Lai al Kremlin y, una vez que el chino estuvo allí, hizo que algunas de sus
terminales más cercanas, sobre todo Molotov, se arrancasen con acusaciones de
titoísmo contra Mao.
Había que hacer algo. Mao invitó
a Chou y a Stalin a su dacha para cenar. Mao estaba tan acojonado que sentó a
Stalin y a Chou en los puestos principales, mientras que él mismo y Shi Ze, su
intérprete, quedaron en una especie de segundo plano.
Tras aquella exhibición de
sumisión, la URSS y China firmaron un nuevo acuerdo, el 14 de febrero de 1950.
Lo importante eran los anexos secretos. La URSS le concedía a China un crédito
de 300 millones de dólares. Stalin aceptó la impulsión de 50 grandes proyectos
industriales; muchos menos de los que esperaba el chino.
A cambio, Mao aceptó que
Manchuria y Xinjiang serían esferas de influencia soviética, totalmente
controladas por la URSS. Dado que ambas provincias acumulaban la mayor parte de
los recursos minerales de China, Mao estaba firmando, en la práctica, el regalo
de todo su potencial exportador; algo que tendría consecuencias muy dramáticas
para el chino medio, especialmente el rural. La posición de Mao era tan
desesperada que aceptó pagar enormes salarios a los técnicos soviéticos
desplazados, grandes beneficios sociales para sus familias, jugosas
indemnizaciones a las empresas soviéticas que habían de renunciar a ellos; e,
incluso, en una cláusula insultante que ya habían tenido que aceptar los chinos
en el siglo XIX, aceptó su extraterritorialidad, es decir, el principio de que,
hiciesen lo que hiciesen, no podrían ser sometidos a la jurisdicción china.
Mao había preparado antes de su
regreso una gran fiesta en el Hotel Metropol. Todo el mundo asumía que Stalin
no acudiría, porque Stalin nunca iba a fiestas fuera de las murallas del
Kremlin. Pero esta vez, sin embargo, hizo una excepción que fue bien anotada
por todos. Pero el líder no daba hilo sin puntada. Si había ido, era porque
todavía quería lanzar un último mensaje al chino. A la hora de los brindis,
levantó su copa y, de forma inopinada, se puso a hablar de Tito, diciendo:
“todo líder comunista que intente seguir su propio camino sólo conseguirá que
su país vuelva al redil, aunque con un líder diferente”.
Una decisión que había tomado
Stalin antes incluso de que Mao se bajase del tren era que no habría Kominform
asiática. Tras mucho ponderarlo, el georgiano había llegado a la conclusión de
que aquello supondría darle demasiado poder potencial a un tipo del que
realmente no se fiaba. Para endulzar la decisión negativa, durante los
encuentros Stalin-Mao de Moscú, el líder del comunismo mundial le encargó al
chino una misión: ocuparse del tema de Indochina. Un encargo que habría de ser
muy relevante en términos históricos.
A Stalin le costaba entender la
importancia geopolitica de Viet Nam, y tampoco tenía lo que se dice un gran
respeto por Ho Chi Minh, un tipo demasiado reservado para su gusto (él, que era
tan expansivo). En 1945, cuando el Viet Minh había lanzado una revolución
antifrancesa y había proclamado la república vietnamita, Stalin no se había
molestado ni en contestar los telegramas de Ho. Sin embargo, a finales de 1949,
cuando la victoria de los comunistas en China y su toma de control total sobre
el país supuso que el Ejército Rojo alcanzase la frontera sino-vietnamita (o,
para ser más exactos, sino-tonkinesa), comenzó a cambiar de opinión. El 30 de
mayo de 1950, con Mao en Moscú por lo tanto, la URSS reconoció la república de
Ho.
Ho fue traído a pelo puta a Moscú
el 16 de febrero de 1950, e hizo una aparición muy teatral e inesperada en la
cena de despedida de Mao que le había preparado Stalin. Allí, Stalin le dijo al
estólido annamita que la ayuda que pretendía del comunismo mundial se la tenía
que dar China. Y Mao no esperó gran cosa. En la primera mitad del año, los
chinos realizaron una asombrosa construcción de carreteras en su zona
fronteriza, mejorando exponencialmente su capacidad de transporte y poniendo
las bases para que los vietnamitas se impusiesen en lo que normalmente se
conoce como La Campaña de la Frontera, en la cual los franceses perdieron el
control de la raya con China.
El Presidente no estaba haciendo
eso de forma totalmente gratuita. Su precio era arrastrar a Ho hacia el
maoísmo. Esto lo hizo, fundamentalmente, imponiéndole a los vietnamitas una
reforma agraria que el Viet Minh propugnaba de forma más tenue. Los chinos
crearon tribunales del pueblo presididos por ellos mismos que condenaban
a muerte a vietnamitas. To Huu, una especie de poetarrondo oficial
vietnamitorri, escribió un himno a Mao en el que, sin ambajes, cantaba: Matad,
matad / por las granjas, por un buen arroz, por una rápida recaudación de
impuestos / seguid al Presidente Mao, seguid a Stalin.
En el último trimestre de 1950,
sin embargo, Mao levantó el pie del acelerador en Viet Nam. Tenía en mente
otras cosas. Estaba pensando en Corea.
A finales de la segunda guerra
mundial, Corea, anteriormente anexionada por Japón, había sido dividida usando
el paralelo 38; al norte, la URSS, al sur, los EEUU. Corea del Norte fue
formalmente independiente en 1948, y cayó en poder de un dictador comunista,
Kim Il Sung. En marzo de 1949, KIS visitó Moscú, donde intentó convencer a
Stalin de que le ayudase en una operación para invadir Corea del Sur. Stalin,
que en ese momento tenía como gran prioridad no malquistarse con los
estadounidenses, le dijo que ni de coña. Entonces Kim decidió jugar la carta
china, y envió a su viceministro de Defensa a Pekín. Mao le dijo que por
supuesto que le molaba el plan y que se apuntaba; pero sólo cuando tuviese un
control total sobre China. Así las cosas, le recomendó a su colega coreano que
hiciese él un primer ataque en la primera mitad de 1950. En mayo seguía
teniendo la misma idea: sin embargo, probablemente porque sus asesores le
hubiesen ayudado a sopesar pros y contras, ahora hablaba de enviar soldados a
la guerra con Corea del Sur, pero disfrazados de coreanos; es decir, no quería
abrir un conflicto con los Estados Unidos. Pasaron los meses, Mao finalmente
fue a Moscú a ver a Stalin, y allí, quizás espoleado por la necesidad de
aparecer como grato al gran jefe, cambió de idea y decidió que no le importaba
ir a la guerra contra el gigante americano. Cuando Stalin supo todo esto,
comenzó él mismo a cambiar de idea sobre la posibilidad de una invasión coreana
de sus vecinos meridionales; ahora ya no tenía que hacerla él, por lo que podía
aparecer limpio y casto ante la opinión pública internacional.
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