Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano
Fulco de Jerusalén reinó desde el 1131 hasta el 1143, y durante ese tiempo lo que hizo, básicamente, fue tratar de explotar en beneficio de sus intereses las muchas y frecuentes divisiones entre los musulmanes. Las tres perlas islamitas: Bagdad, Damasco y Cairo, eran en aquellos tiempos lugares extremadamente peligrosos para un cristiano; pero para un musulmán, dependiendo de sus creencias y de quién mandase en la ciudad en cada momento, el tema tampoco estaba mucho mejor. El mundo musulmán estaba, entonces, petado de revoluciones, rebeliones internas, problemas y problemones. Teóricamente, la media luna tenía a un campeón sólido: Zengi, a quien ya hemos conocido. Sin embargo, el caudillo se portó malamente con los territorios que fue controlando, haciéndose un Pedro Sánchez allí donde llegaba y poniendo impuestos a esto y aquello. Además, era despreciativo con los emires o reyezuelos que se encontraba, fuesen árabes o turcos selyúcidas y, claro, el personal se le rebotaba. Al fin y a la postre, fueron tantos los problemas interiores que se le presentaron que hubo de concluir que no le quedaban tropas para presentarle batalla al cristiano.
Para que veamos la condición líquida y muy difícil de aprehender de aquellos tiempos, tenemos el dato de que Zengi, quien como ya os he contado era el campeón de la guerra santa contra el infiel cristiano, se encontró combatiendo con Abú Mansur al-Fadl ibn Ahmed al-Mustazhir, califa abásida de Bagdad y, consiguientemente, líder del sunismo musulmán, o sea, de la creencia mayoritaria de los islamitas. Los sultanes selyúcidas pretendían que Mustazhir fuese una especie de florón religioso-político mientras que ellos manejaban Oriente Medio con sus alianzas y sus guerras. Abú, sin embargo, era un tipo arrecho, se diría que de la misma Aguas Calientes, y no le dolían prendas de sacar el alfanje y empezar a darle vueltas. Mustarzhir era un nostálgico de los tiempos de Harum al-Rashid, califa que lo había sido cuatro siglos antes y que había sido dominador de la zona. Venía a ser, pues, como un español de hoy día admirador de los Tercios.
Al-Mustazhir había tomado ventaja del fallecimiento del sultán Mahmud para declarar la guerra a Zengi, como atabeg de Mosul y principal general de Persia. Zengi fue vencido por las tropas califales, que lo asediaron en su capital de Mosul, donde el señor de la guerra comenzó a temer una revuelta interna en su contra, causada sobre todo por el hecho de que su contrincante era el líder religioso incontestado del mundo musulmán. Incluso cuando el califa fue vencido, y finalmente muerto, por el sultán Masud, Zengi siguió teniendo muchos opositores dentro de la grey musulmana, lo cual impedía su proyecto de guerra santa.
Zengi fue también contra Damasco, donde era atabeg el bisnieto de Toghtekin (Shams al-Mulik Ismail ibn Buri). La ciudad estaba sumergida en un importante caos, con intrigas palaciegas constantes; pero aun así se las arregló para resistir el embate del de Mosul. Ismail fue finalmente asesinado y un mameluco que había servido a Toghtekin, Unur, tomó el control de la ciudad. Unur consiguió unir a la ciudad contra las pretensiones de Zengi quien, finalmente, hubo de levantar su campo. Esto hizo que no se volviese a plantear una guerra contra los cruzados hasta el año 1135.
Este retraso táctico, sin embargo, no escondía la realidad. En los enfrentamientos parciales que se iban produciendo aquí y allá en los reinos francos y sus fronteras, los cruzados hubieron de acostumbrarse a llevar siempre la peor parte. Era el suyo un poder menguante, y esa merma era cada vez más patente y clara. Necesitaban un cambio de estrategia, es decir, la llegada de nuevos aliados o la conclusión de alianzas sólidas en la zona.
Como ya os he contado, Fulco de Jerusalén recibió, para consolidar su posición real, la mano de Melisenda de Jerusalén. Melisenda era más joven que él y, probablemente, una mujer atractiva. Son muchas las posibilidades de que Fulco, un hombre ya maduro y curtido en mil batallas, llegase a enamorarse sinceramente de su mujer. Pero eso no es algo que le pasase a ella. Melisenda, cuando se casó, ya estaba acostumbrada a tropezar cuando le apetecía con otro caballero cruzado, Hugo de Puiset, que era primo segundo de ella y con el que había vivido toda su vida, pues eran amigos de la infancia. Fulco Pollavieja no tardó en darse cuenta del mojo y, cuando lo hizo, estalló en cólera. Decidido a acabar con el amante, lo acusó de traición. Hugo se pasó al Grupo Mixto y no compareció a la sesión del tribunal que se le señaló y fue, por ello, condenado en ausencia. Ya no podía vivir en el reino de Jerusalén, por lo que se refugió en Ascalón, protegido por los fatimíes egipcios.
De forma poco sorprendente, Hugo, a pesar de que se había aliado con musulmanes y eso había acabado definitivamente con toda su imagen, recibió el perdón de sus faltas, siempre y cuando se comprometiese a marcharse a Europa. La típica amnistía de toda la vida. En el viaje hacia el continente, sin embargo, fue apuñalado por un caballero bretón, y murió en Sicilia como consecuencia de las heridas. Esto generó la desesperación de Melisenda, quien desde entonces ya no pensó en otra cosa que en vengarse, incluso personalmente de Fulco. El rey, por otra parte, da la impresión de ser ese tipo de persona que, después de haber encarcelado, torturado, acusado, exiliado y, probablemente, asesinado a una persona, de repente se dice: “lo mismo me he pasado un poco”, y trata de recular. El rey de Jerusalén, por lo tanto, comenzó una campaña dirigida a recuperar (más bien a tener, pues nunca la consiguió) la proclividad de su mujer quien, por lo general, respondía a sus cucamonas, regalos y homenajes con la indiferencia.
Melisenda, sin embargo, tenía a su marido en una posición muy ventajosa para ella. Fulco estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de congraciarse con ella; incluso aquellas cosas que sabía que eran errores imperdonables. Y así fue. Melisenda, en el juego de pedirle a su desesperado marido cada vez cosas más difíciles, le exigió la exoneración y rehabilitación de su hermana Alicia, la tocahuevos de Antioquía. Fulco sabía bien que esa era muy, muy, muy, mala idea. Pero, como suele pasar, cuanto más porfió él diciendo que era un error sacar a Alicia de su agujero, más porfiaba Melisenda en el sentido de que eso era lo que quería.
Como resultado, en una coincidencia histórica bastante peligrosa, la maniobrera Alicia fue reinstaurada en Antioquía más o menos al mismo tiempo en que Zengi se sentía de nuevo con fuerzas para iniciar la guerra contra los cruzados. Alicia ya se había mostrado en el pasado dispuesta a cederle Antioquía al propio Zengi.
Alicia no carecía de apoyos; había nobles y caballeros francos y normandos que eran de su partido. Cuando regresó al poder, se le había quitado de la cabeza la idea de que era viable una alianza con los turcos, así pues trató de amigarse con Joscelin II de Edesa y, en lo tocante al gobierno interior de su principado, se apoyó, sobre todo, en el patriarca local, Radulfo de Domfront, un tipo bastante ambicioso y que, como lógica consecuencia, vendería a su madre por un poquito más de poder.
Alicia, por otra parte, debo recordaros que tan sólo era regente de Antioquía, pues la verdadera princesa era su hija, la niña Constancia. En 1135, Constancia tenía ocho años, una edad en la que ya se podía pensar en casarla. Según muchos indicios, a su madre Alicia, la niña Constancia le caía peor que mal, así pues la regente, probablemente, se pasaba el día maquinando de qué forma podría meter a la puta niña en un convento y tirar la llave o, tal vez, casarla con un Don Nadie que se la llevase a tomar por culo. Finalmente, le ofreció la niña a los Commeno, para que se casase con Manuel, el joven hijo de Alejo. La jugada estaba clara. Alicia quería de Antioquía dejase de depender del poder franj, muy cercano y palpable, por la pleitesía a la metrópoli constantinopolitana, que quedaba mucho más lejos y, por lo tanto, daría bastante menos por saco. Cuando Fulco se enteró de las negociaciones matrimoniales, vio claramente el juego y se puso como el puma de Baracoa. Así las cosas, el rey de Jerusalén envió embajadores secretos a Francia para buscar allí algún buen candidato a casarse con la niña.
El elegido allí fue Raimondo, el hijo más joven de Guillermo IX de Poitiers, duque de Aquitania; una casa noble, pues, bastante bien situada, pero en la que Raimondo tenía pocas posibilidades de tocar pelo. Raimondo era, nos dicen las crónicas, todo un crush; tenía 36 palos, era un hombre alto, fornido, muy bien parecido, y que se había ganado una justa fama en los campos de batalla pues, por lo visto, era una mala bestia que lo flipas. Hizo el viaje a Tierra Santa disfrazado de humilde peregrino, ante los temores que todos tenían de que fuese asesinado por el camino. Los cruzados, en efecto, temían a los musulmanes; pero mucho más temían a Alicia, y por eso necesitaban que el caballero aquitano se presentase en Oriente Medio sin haber sido olfateado previamente.
En el camino hacia Tierra Santa, sin embargo, Alicia tenía un amigo. Se trataba de Rogelio II de Sicilia. Rogelio, además de tener alguna que otra pluma que le permitía mantener una tenue demanda sobre el trono antioquiano (era primo de Bohemondo), lo que estaba era con un cabreo que no se lamía desde el episodio, que ya hemos contado, en el que Balduino I de Jerusalén había tratado a su madre como el culo. Rogelio, como buen rey siciliano, poseía una flota más que aseada, pues en aquel entonces, si gobernabas Sicilia y no tenías barcos para defenderla de los Latin Kings, no durabas ni medio minuto. A él, muy probablemente, le debieron encargar la labor de interceptar e inmovilizar a Raimondo de Poitiers. Pero el caso es que no lo consiguió, porque el muchacho llegó a Oriente Medio.
Ése fue el momento en el que Alicia iba a aprender lo que vale la palabra de un siervo de Dios cuando el muy terrenal parné, o sea, la pasta, se pone de por medio. En total contradicción con los deseos y los planteamientos de la regente, Radulfo, el patriarca de Antioquía, recibió a Raimondo y le hizo una serie de preguntas sobre sus pretensiones y méritos, que el otro contestó como el típico chavalote que entra por primera vez en casa de su novia y conoce a sus futuros suegros. Luego, el patriarca se fue a ver a la regente, y le mintió como el perro que era. Le dijo que Raimondo no estaba allí para desposar a la hija, sino a la madre. Probablemente, engallada por la oferta, que no tenía nada de absurda pues Alicia todavía no tenía ni treinta años, autorizó la entrada del noble en la ciudad. Días después, mientras Alice estaba reuniéndose con su wedding planner para diseñar su propia boda, Radulfo estaba casando a Raimondo y Constancia en la iglesia de San Juan. La cosa no era simplemente un casamiento oculto. Era el final de la regencia de Alicia de Antioquía pues, a partir de ese momento, estando la heredera del principado casada con un hombre mayor de edad, éste era el legítimo regente.
Radulfo, en todo caso, tuvo una buena dosis de su propia medicina. A ver, esto es una ley universal de la Historia y de la condición humana. Hay dos tipos de hijos de puta: los listos, que son conscientes de que los demás pueden ser tan hijos de puta como ellos; y los tontos, que van por la vida pensando que el resto de la gente es una maula que nunca pensará en hacer las putadas que ellos hacen. Radulfo era un hijo de puta tonto, más bien estúpido. Al parecer, cuando Raimondo le hizo personalmente todas las promesas que le hizo (en las que, no lo dudéis ni un momento, habría mucha pasta), Radulfo como que se creyó que las iba a cumplir todas. Una vez que Raimondo se vio regente de Antioquía, sin embargo, no tenía por qué cumplir ni una sola de esas promesas; ni Radulfo tenía forma de cobrárselas. Así pues, casi lo primero que hizo el regente fue abrir una acusación contra el patriarca por simonía (qué no sabría él de la simonía de Radulfo, ¿no?) y obtener su destitución como patriarca. Hala, a vivir de la caridad de la Iglesia, macho.
En el corto plazo, Raimondo tenía un problema acuciante. Durante la corta regencia de Alicia, Zengi le había capturado a los cruzados antioquianos cinco castillos. Sawar, el lugarteniente de Zengi establecido en Alepo, se estaba poniendo las botas arrasando los campos del principado. Y las cosas no irían mejor: dos años después, Pons de Tripoli fue muerto en el campo de batalla luchando contra Bazawash, un mameluco que era el general de las tropas damascenas. La muerte de Pons marcó un antes y un después, porque estaba prisionero y desarmado cuando lo pasaportaron. Es decir: él mismo debía de estar seguro de que le iban a respetar la vida para trincar el rescate. Pero no fue así, porque aquellos musulmanes estaban combatiendo por su salvación. La guerra santa estaba en marcha.
Los propios cristianos locales comenzaron a darse cuenta de cómo estaba cambiando el viento. Muchos pueblos cristianos de la costa libanesa, de hecho, se rebelaron contra sus señores franj y se aliaron con los turcos. Raimondo II, el hijo de Pons y heredero del condado tripolitano, carecía de medios para marchar contra los musulmanes. Zengi, oliendo la sangre, atacó Trípoli casi inmediatamente. Fulco acudió en auxilio del joven conde, pero fue vencido en Montferrand y asediado en la fortaleza con lo que quedó de su tropa inicial. La situación llegó a ser tan terminal que los señores de Edesa y Antioquía, que para entonces se habían bloqueado mutuamente en el móvil, se aliaron para acudir en auxilio del rey hierosolimitano que, verdaderamente, daba toda la impresión de estar en las penúltimas.
Lo que pasa es que las tropas de Edesa y Antioquía, como tuvieron que trasladarse usando el tren de Extremadura, no llegaron a tiempo. En lo que llegaban, a Fulco se le acabaron todas las posibilidades de resistencia, y hubo de rendirse a un exultante Zengi. Sin embargo, tras la derrota llegaría la sorpresa: el turco lo dejó marchar. En realidad, Zengi no fue generoso; sólo fue estratégico y pragmático. La tropa de apoyo estaba ya muy cerca, y sabía que lo que mejor podía hacer era largarse de allí, y sin cargas. Además, ya tenía lo que quería. El rey de Jerusalén había sido vencido en el campo de batalla. Se había hecho evidente lo que en las Cortes y en los, por así decirlo, Estados poderosos, era evidente de tiempo atrás: los franj cada vez eran más débiles.
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