lunes, junio 06, 2022

La implosión de la URSS (15: El Congreso de Diputados del Pueblo)

  No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado 
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro

En los días 20 al 24 de noviembre de aquel año, el Partido Comunista de Rumania celebró su XIV Congreso. De manera escasamente sorprendente, el Congreso reeligió como secretario general a Nicolae Ceaucescu, el líder comunista rumano de toda la vida. Para entonces, sin embargo, el discurso oficial comunista rumano estaba ya notablemente divorciado de la realidad, puesto que la policía no daba a basto con tanta manifa. El comunismo rumano había decidido tirar para delante como si nada estuviese pasando; regateó la perestroika de forma burda y pretendió convencerse, más que convencer, de que todo lo que estaba pasando más allá de sus fronteras no estaba pasando en Rumania porque el país, al fin y al cabo, era diferente.

El 16 de diciembre, apenas tres semanas después de terminar el Congreso, la realidad se presentó bruscamente en las agendas de los jerifaltes del Partido. En general, las fuerzas del orden comunistas esperaban, con cierta lógica, que, si había problemas, surgiesen en Bucarest, la capital. Pero no fue así. Los problemas habrían de surgir en uno de los confines del país, en Timisoara, ciudad transilvana situada en la zona de dicha región que estaba en discusión entre la propia Rumania y Hungría. Un sacerdote húngaro, Laszlo Tokés, fue considerado por las fuerzas del orden como demasiado disolvente y peligroso, motivo por el cual decidieron expulsarlo. La totalidad de la ciudad se plantó en su defensa y, antes de que pudieran preverlo, los policías se encontraron con una manifestación monstruo en la que, de una manera u otra, participaban todos los vecinos.

Ceaucescu respondió usando el Catón comunista. En primer lugar, informó de que los manifestantes eran fascistas. En segundo lugar, los acusó de estar en connivencia con potencias occidentales. Y, en tercer lugar, les envió al Ejército. Algunos medios de comunicación llegaron a hablar de 4.000 muertos, aunque la cosa probablemente no llegó a tanto.

Con esa purga de Benito, o más bien de Nicolasito, Ceaucescu no consiguió otra cosa más que echar queroseno a la hoguera. No había terminado todavía de sofocar los conflictos en Timisoara, cuando éstos surgieron en la propia Bucarest. Allí no hubo que enviar ejército alguno, puesto que ya estaba allí. Ceaucesu, como digo, fue el ordenante de la represión; en puridad, era el único que podía dar esa orden, exactamente igual que si hay un americano que puede ordenar que se arrase la ciudad de Des Moines, ése es Joe Biden; pero con el elemento sumado de que, digamos, entre comunistas ese poder piramidal está totalmente quintaesenciado.

Allá por el 20 de diciembre, sin embargo, el valiente secretario general del Partido comenzó a darse cuenta de que la cosa no le era favorable. Por esta razón, el 22, Ceaucescu y su señora trataron de huir del país. La pareja, si embargo, fue pillada in fraganti, arrestada, sometida a juicio por un tribunal militar improvisado, y ejecutada el día de Navidad.

El juicio de Ceaucescu fue una ilegalidad total. Falto de transparencia, falto de las formalidades del Derecho del Estado rumano, la muerte del dictador rumano no fue sino una versión ligeramente organizada de la que tendría, años después, el dictador libio Gadafi. Fue la consecuencia de la reacción de un pueblo al que no se le había dejado reaccionar durante décadas. Ciertamente, aunque Gorvachev no sea un personaje muy querido por el autor de estas notas, la suerte de Rumania es una demostración de que el líder soviético, en esencia, tenía razón. Que la perestroika era algo que había que implantar, porque la perestroika, más que una forma de evolución política, un elemento de transición o lo que se quiera decir; la perestroika, digo, no era sino la única forma posible de que un régimen político fascista, agresivo y agresor, extractivo, cruel hasta límites que ninguno otro lo ha sido, generase, en su debilidad y caída, una reacción tan fuerte que provocase un nuevo baño de sangre. Rumania, no por casualidad, es el único de los países satélite de la URSS en el que el final del comunismo se combinó con decenas, centenares, si no miles de muertos en las calles; con violencias gratuitas e ilegales. Y esto fue así porque Ceaucescu decidió mantener la botella de champán con el tapón puesto cuando ya era evidente que iba a saltar.

Con la huida de Ceaucescu, al poder rumano accedieron Ion Iliescu y Petre Roman, quienes anunciaron la formación de un Frente de Salud Nacional y prometieron el establecimiento de un régimen democrático, el pluralismo político y la perestroika económica.

El panorama, sin embargo, era confuso. Iliescu tenía la palabra “democracia” en los labios cada segundo y medio, pero poco a poco fue mostrando que, tal vez, su concepto de la democracia no era el que se tenía al otro lado del caído Muro. En paralelo, en las calles de la capital y otras ciudades se abrió una importante conflictividad política, con muertos en las calles de nuevo.

21 días antes de la muerte de Ceaucescu, el 4 de diciembre, había tenido lugar la última cumbre del Pacto de Varsovia. Este encuentro, como acabo de sugerir, marcó el final de la OTAN del Este que, a partir de ese momento, se convirtió en una mera alianza política.

Dos días antes de este encuentro, el 2 de diciembre, Milhail Gorvachev se había entrevistado en Malta con el presidente estadounidense, George Bush. En ese momento, Gorvachev tenía una amplia confianza de la excelente imagen que había logrado en el mundo occidental. Su idea era labrar, de acuerdo con estos interlocutores con los que se llevaba bastante mejor que con quienes se suponían que eran camaradas suyos, un mundo basado en el acuerdo y no en el enfrentamiento, pero en el que, ojo, la dinámica de bloques se mantuviese. Por alguna razón, por lo tanto, el secretario general del PCUS se creía con capacidad de ignorar las muchas tensiones centrífugas que se observaban tanto dentro de la URSS como en sus países satélite; y, como digo, confiaba en que los líderes del mundo occidental le dejarían mantener ese entorno más o menos controlado. El gran error de Gorvachev, en este punto, no era leer mal las intenciones de los políticos occidentales (pues Kohl no escondía que quería la reunificación alemana, y la Comunidad Europea tampoco escondía su ambición de incorporar los mercados orientales); en realidad, siendo importante este error, fue mucho mayor el de no entender las tensiones y dinámicas que se vivían dentro de su propio bloque.

Recapitulemos: como ya os he contado, la XIX Conferencia del PCUS había encontrado la piedra filosofal del futuro del comunismo por la vía de resucitar sus esencias; volviendo a la primera Iglesia Roja, por lo tanto, ahora se le otorgaría el poder a los soviets, que es justo aquello para lo cual todo aquel montaje se había levantado setenta años antes. Sin embargo, en 1989, cualquier apertura, cualquier reforma de régimen, se veía obligada a incluir la idea de que el Partido Comunista no podía imponerse por sí mismo de forma dictatorial, sino en el marco de una competencia partidaria. 1989, en realidad, mató al comunismo, en el punto y hora en que lo obligó a imponerse por la fuerza de las urnas y, de consuno, asumir que esa misma fuerza podría echarlo (véase Grecia).

Directamente después de la Conferencia, del 25 al 30 de mayo de 1989, vino el I Congreso de los Diputados del Pueblo, una cámara elegida de acuerdo con las reglas aprobadas por la Conferencia e incluidas en la ley de 1 de diciembre de 1988 que revisó la Constitución. Consecuentemente, aquello era una reunión de 2.250 diputados que habían sido elegidos por sufragio universal directo y secreto. El sistema sometía a la autoridad del comunismo rampante la elección de los candidatos orgánicos, esto es, aquéllos representando a las organizaciones sociales. O sea, aquello era un parlamento homeopáticamente democrático.

A pesar de esto, como dice Jeff Goldblum en Jurassic Park, la vida siempre se abre camino. En las candidaturas libres, que de todas formas el PCUS trató de intervenir todo lo que pudo y, después de intervenir las candidaturas, las votaciones; en las candidaturas libres, digo, los nuevos partidos enfrentados al comunista se buscaron la vida. En Leningrado, los candidatos oficialistas conservadores, es decir los apoyados por el Partido Comunista, fueron barridos. En Moscú, Boris Yeltsin, la bestia negra de los comunistas, recibió el 89% de las papeletas.

A pesar de estos ejemplos, lo cierto es que en aquellas elecciones el 85% de los que ganaron asiento eran comunistas o cercanos a los comunistas. No todo le sonaba bien a los comunistas, en todo caso. Aquellos diputados del pueblo eran muchos, y el Partido, en 1989, había perdido ya esa capacidad de controlar a todo dios que te da ser el único que detenta el poder.

En Moscú hubo una manifestación que terminó con 100.000 personas en el estadio Lujniki. Estas personas estaban allí para escuchar los discursos de varios de los diputados electos y, muy particularmente, los de Andrei Sajarov y Yeltsin, personajes ambos que, en aquel estadio de fútbol, vinieron a adquirir, de alguna manera, la vitola de líderes de la oposición.

Para Milhail Gorvachev, el mensaje de las elecciones era claro, a pesar de las matemáticas: el Partido no caía bien. El personal no se había tragado la movida de que los mismos tipos que en 1918 les habían dejado sin elecciones, sin relaciones económicas libres, sin vida social irrestricta, ahora se la iban a devolver en 1989. El ciudadano soviético operaba con la lógica parda de quien entiende que el pollo que ha inutilizado la máquina rara vez podrá ser quien la repare.


Hacía falta sacar el mocho.

A finales de abril, un mes antes de las elecciones, se había reunido el Comité Central del PCUS. Aquel teórico corazón del poder dictatorial soviético (el auténtico era el Politburó) estaba formado por 458 miembros, 301 titulares y el resto suplentes. En dicha reunión, de una tacada, Gorvachev había anunciado ya que 110 miembros del Comité habían solicitado (o se les había sugerido que solicitasen) su baja por diversos motivos. La lista tenía nombres muy sonoros: Boris Nikolayevitch Ponomarev, Milhail Sergueyevitch Solomentsev, Gromiko, Tijonov. La barrida era especialmente amplia en el ejército: mariscales Nikolai Vasilievich Ogarkov, Viktor Georguievich Kulikov, Sergei Leonidovich Sokolov. Y también se llevaban por delante a Haydar Alirza Oglu Aliev, el líder del comunismo azerí.

Aquella jubilación forzosa y masiva generó una grave grieta dentro del Partido. El principal contrario a esta operación era Ligachov. Ligachov había llegado a la cumbre del poder soviético de la mano de Gorvachev y creía en la necesidad de algunas reformas; pero el suyo era un reformismo que no ponía en cuestión, de ninguna manera, el poder comunista; y esta estrategia le fue acercando de alguna manera a los posicionamientos más conservadores.

Ligachov era consciente de que esos 101 puestos que Gorvachev ahora dejaba libres en el Comité Central no serían amortizados. El lider soviético los quería para sentar en el máximo órgano del Partido entre congresos a una nueva generación de políticos; quién sabe si, incluso, pensaba en la posibilidad de sentar allí a quienes se le oponían, para defender la idea de que el Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas podía albergar a cualquiera, siempre y cuando se comprometiese con el bienestar del obrero y esas mandangas retóricas tan de su gusto. Obviamente, el dirigente soviético, que se sentía vieja guardia, se sentía defensor de un Partido Comunista que ahora veía en peligro, consideraba que esa nueva vanguardia llegaría para, primero, diluir su poder y, después, hacerlo desaparecer.

Por este motivo, las elecciones a los Diputados del Pueblo se produjeron en un ambiente partidario más tenso que las reuniones de la Federación Socialista Madrileña.

Gorvachev diseñó un golpe de efecto importante: en la reunión del Congreso de Diputados del Pueblo, los miembros del Politburó del Partido, que tradicionalmente ocupaban una tribuna (el que manda, manda), fueron situados entre los propios diputados. Gorvachev, como secretario general del Partido, era quien debía abrir la reunión; era una tradición que se conservaba desde Stalin, puesto que el georgiano siempre utilizaba estos discursos de apertura para dejarle claro al personal a qué hora se podía tirar las flatulencias. Sin embargo, para sorpresa de todos fue el presidente de la Comisión Electoral quien abrió la asamblea.

El primer punto del orden del día era siempre, como suele ser, aprobar el orden del día. Era un espacio meramente formal en el que, en setenta años de reuniones soviéticas, jamás se había producido la menor distracción. Sin embargo, ya en ese primer punto, Sajarov pidió la palabra. Tranquilamente, el activista de los derechos humanos explicó que un punto del orden del día era la elección del presidente del Soviet Supremo en la persona de Gorvachev. Sin embargo, dijo, las cosas hay que hacerlas bien. El candidato Gorvachev deberá presentar un informe sobre su gestión pasada, un informe que vendría a ser un discurso del Estado de la Unión; y sólo después de una discusión abierta entre los diputados de dicho informe podría producirse la elección.

A la momia de Lenin en el Kremlin se le saltó la chorra, se le metió por una oreja y le salió por el pie.

Como ya os he dicho, el 85% de aquella asamblea estaba formado por comunistas. Sajarov no podía ganar y, de hecho, perdió la votación. Pero es obvio que el científico no esperaba ganar. Buscaba hacer transparente el hecho de que aquello se vendía como una reunión democrática cuando, en realidad, lo era sólo formalmente. Éste fue el primer paso que dio la oposición anticomunista en la URSS, destinado, como digo, a dejar claro ante el mundo, que en ese momento observaba aquella reunión con una mezcla de curiosidad, inquietud y esperanza, que aquello tenía un fuerte componente de tramoya. Pero más que preocupar al tramoyista, es decir Gorvachev, a quien más preocupó ese gesto fue a Ligachov y las personas que consideraban que su secretario general estaba yendo demasiado lejos.

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