Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar
En Nagyszombat (Tyrnau), Eslovaquia, los Estados húngaros celebraron una reunión, en la que se escucharon fuertes reproches hacia el emperador Carlos. Los húngaros que ambicionaban resistir frente al turco se sentían engañados por él, dado que no había cumplido su promesa de presentarse personalmente con una armada cristiana en el teatro húngaro. Aquella propuesta era la que le había granjeado a Carlos la ayuda de la Dieta; pero lo que había hecho con ella había sido negociar la paz.
En realidad, Carlos no estaba en condiciones de elegir. Sabía que tenía que arreglar el problema húngaro; pero de las dos opciones teóricas que tenía: la guerra y la diplomacia, en realidad sólo se podía plantear la segunda. Argel lo había dejado sin posibilidades bélicas.
Una prueba de que Carlos estaba verdaderamente desesperado y necesitado es que decidió utilizar los amplios conocimientos que había adquirido Francia frente a la Sublime Puerta. Así, fue decidido que uno de los mejores hombres de Carlos, Gerhard Veltwyk, aceptase la vecindad del diplomático francés Jean de Montluc para realizar un viaje a Constantinopla. A principios del verano de 1545, ambos arribaron a la capital imperial.
Aquello era una negociación y, al tiempo, no lo era. Se trataba, pues, de una misión diplomática Schrödinger. Montluc llevaba instrucciones de su jefe en el sentido de no petardear a lo bestia las negociaciones de un acuerdo entre el sultanato y el Imperio; pero, al tiempo, debía retardarlas con gilipolleces, porque lo que verdaderamente quería el rey francés era tener tiempo para ver cómo acababa subiendo, o no, el suflé alemán.
A esto hay que unir que ambos representantes no eran los únicos que había en Constantinopla. Fernando de Habsburgo envió a un tal doctor Secco, quien de hecho estaba camino de la capital de los turcos antes que Veltwyk; éste, pues, le escribió rogándole que no entrase en la ciudad antes que él; esta carta, sin embargo, fue interceptada por los turcos, quienes gracias a todo ello aprendieron que los dos hermanos, Carlos y Fernando, parecían tener planteamientos diferentes sobre cómo y para qué conducir negociaciones con ellos. Por lo demás, París tenía ya a otro negociador en la capital, que estaba intentando conseguir un préstamo turco en favor de Francia por valor de 800.000 ducados.
A pesar de toda esta confusión, que objetivamente favorecía a los turcos, éstos tenían sus propios problemas. Los hijos del sultán estaban en sus típicos problemas entre ellos, por no mencionar que en las fronteras orientales volvían a sonar tambores de guerra con los persas. En realidad, fue esto lo que facilitó las cosas, puesto que la Sublime Puerta acabó por impulsar, a finales de octubre de aquel 1545, una tregua en el que era su frente occidental. Veltwyk regresó a Constantinopla el año siguiente pero, ojo, ya sin compañía de francés alguno.
En Constantinopla quedaba el negociador francés del préstamo, Aramon, que hizo todo lo posible por evitar que el representante carlino lograse negociar una tregua más sólida que ampliase la débil suspensión de hostilidades de 1545. Pero no consiguió contrarrestar el obvio interés de los turcos en favor de un acuerdo de esta naturaleza y, en consecuencia, el 10 de junio de 1547, se firmó una tregua de cinco años a cambio, entre otras cosas, de que Fernando le pagase a los turcos un tributo anual de 30.000 ducados. El 1 de agosto de dicho año, Carlos ratificó el acuerdo. El acuerdo se mantuvo en pie mientras Francia y el Imperio siguieron en paz, esto es, hasta el otoño de 1551. De todas formas, cabe recordar que Francisco I ya no tuvo ocasión de contemplar este acuerdo, puesto que había muerto en marzo de 1547, para ser sucedido por Enrique II.
Por el camino de estas negociaciones, el 7 de julio de 1546, había fallecido Barbarroja. El pirata berberisco había sido sustituido a la cabeza de la piratería mediterránea por Dragut Reis. No está muy clara la relación concreta de Reis con los turcos, pero los indicios eran suficientes como para que Carlos valorase la importancia de tratar de neutralizarlo. Adrea Doria atacó las bases tunecinas de Dragut y tomó Port Afrique (Mahdia); y lo pudo hacer porque la leve relación de Dragut con los turcos permitía que fuese, por así decirlo, clasificado como un mero pirata, por lo que, para él, no había tregua que valiese.
Como respuesta, una flota turca al mando de Dragut atacó Gozzo, en Malta, y se aprestó para atacar Tripoli, entonces una fortaleza maltesa. Para Francia, esta acción era un problema, puesto que si los turcos atacaban a los caballeros de Malta, para los franceses mantener la alianza con Constantinopla sería cada vez más complicado. De hecho, París mandó al multitarea Aramon a la zona para tratar de organizar las cosas. El plenipotenciario francés contactó con la flota turca muy cerca de Tripoli, y trató de convencer a sus interlocutores musulmanes de que lo que tenían que hacer era retomar Port Afrique en lugar de gastarse frente a las aguas de la ciudad libia; sin embargo, no pudo evitar que la fortaleza maltesa acabase cayendo. La Orden de Malta, de forma lógica, volvió su rostro hacia el emperador para tratar de garantizar su seguridad; poco tiempo después, Leone Strozzi, prior de Capus y miembro muy elevado de la Orden de Malta, hasta entonces decidido partidario de los franceses, cambió de bando. Para París, que la Orden de Malta abandonase su neutralidad entre Francia y el Imperio fue un problema grave.
En el verano de 1552, impulsado por el hecho de tener firmado con los franceses un acuerdo de alianza militar, el Sultán preparó y envió una gran flota hacia el Mediterráneo occidental. El célebre Aramon iba en uno de los barcos. Su objetivo fueron las poblaciones costeras del reino de Nápoles, que fueron atacadas y saqueadas. Algunos de los turcos querían seguir hacia el oeste pero, sin embargo, el almirante de la flota decidió volver grupas cuando contempló que, bien avanzado el verano, la prometida flota francesa de apoyo no aparecía (estos musulmanes, pobrecitos, todavía no habían tenido tiempo de aprender lo que vale la palabra de un francés). Encabronado, Suleimán abrió nuevas negociaciones de paz y, en julio de 1553, acordó una tregua de seis meses en Hungría, combinado con el compromiso de continuar las negociaciones.
A fuer de ser sinceros, la decisión de llegar a algún acuerdo con el Imperio, de corta duración eso sí, era lo más racional que podían hacer los turcos y, de consuno, los franceses. En ese momento, todos los sabían, el ambiente en el Imperio no era el mejor del mundo, a causa de las querellas entre los dos hermanos, Fernando y Carlos, a cuenta de la sucesión al frente de la corona imperial. Tras la muerte de Zapolyai, en 1540, y la toma de posesión de partes importantes de la planicie húngara, Fernando de Habsburgo había atraído para sí los servicios del viejo primer ministro de Zapolyai, Georges Martinuzzi. Fue este propio Martinuzzi quien trató de negociar con la viuda de Zapolyai para que le cediese la Transilvania a Fernando; territorio que, como ya hemos contado, la viuda estaba gobernando en favor de su hijo.
En enero de 1552, Martinuzzi fue asesinado por Sforza Plaviccini, en un acto al que Fernando no fue ajeno. La razón de aquel atentado fue que el hermano de Carlos de Habsburgo estaba convencido de que el antiguo primer ministro estaba a punto de pasarse a los turcos, cosa que tiene su lógica si tenemos en cuenta que Isabel Zapolyai estaba negociando con ellos la corona transilvana para su hijo Juan, entonces llamado Esteban. En 1554, efectivamente, Constantinopla le dejó claro que no se resistiría a este orden de cosas.
En 1554, turcos y persas fueron a la guerra de nuevo. Suleimán partió al frente de sus ejércitos. En paralelo, Dragut recibió la orden de hacerse a la mar; pero la campaña del pirata, la verdad, no fue gran cosa, a pesar de que los barcos fueron reabastecidos en los Estados Pontificios. Al año siguiente, 1555, habiéndose rebajado notablemente la tensión en Persia, Piali Aga, un hábil almirante turco de origen croata, comanda una flota que ataca Piombino y, después, esta vez sí unido a los barcos franceses, ataca Córcega.
En ese momento, por lo tanto, en el Mediterráneo se produce una alianza entre Francia y Turquía que, además, se combina con la llegada al Vaticano de un PasPas anticarlino hasta las cachas, Pablo IV. Sin embargo, para sorpresa tanto del Sultán como del Papa, que no habían sido consultados, el 6 de febrero de 1556, franceses e imperiales acuerdan una tregua de cinco años. Enrique II, en efecto, se había mostrado sensible a la oferta imperial de una tregua porque estaba perfectamente informado de la intención de Carlos de abdicar, y quería facilitar ese proceso en lo posible. Esta intención, sin embargo, no le hacía pandán ni al Vicario de Cristo en la Tierra, que deseaba una ruptura prácticamente radical con el Imperio en el teatro italiano; ni por supuesto a Suleimán, quien estaba convencido de que, una vez pacificado su frente persa, había llegado el momento de ir a la guerra total contra Fernando.
Con presiones bélicas tan fuertes, la tregua no podía por menos que fracasar, y de hecho lo hizo en enero de 1557. Sin embargo, a las tropas francesas al mando del duque de Guisa les fue en Italia como la mierda, cosa que enfureció al PasPas. Y, aquel mismo verano, se produjo el desastre (desde el punto de vista francés) de San Quintín, responsable último de que El Escorial tenga la planta que tiene.
La batalla de San Quintín dejó secos a ambos contendientes. Uno no pudo ni pensar en seguir hasta París, porque carecía de medios, para pagar las nóminas necesarias. El otro envió una embajada desesperada a Constantinopla en la que las peticiones habituales de pasta, normalmente en el entorno de las 800.000 coronas, habían escalado hasta 10 millones de las mismas, combinadas con una acción turca de diversión en Hungría y promesas de asistencia militar directa a las tropas francesas durante la campaña de 1558. Suleimán le contestó a los franceses que su religión le impedía prestarle dinero a infieles; como les pudo decir que se le había parecido Leticia Sabater disfrazada de odalisca y se lo había prohibido, porque lo verdaderamente importante es que el turco no quería, ni podía, comprometer una ayuda de esa magnitud (y, como no era francés, no se planteaba la posibilidad de prometerla para luego no darla). Eso sí, el turco se comprometió a atacar a Fernando en Hungría, y a apoyar personalmente a Enrique con algo de pasta; pero eso, claro a cambio del compromiso francés (en lo que pueda valer eso) de que París no llegaría a ninguna paz separada más. En 1558, de hecho, envió al Mediterráneo la flota más potente que había sido capaz de reunir hasta ese momento.
En los meses que abrocharon los años de 1557 y 1558, en todo caso, el Mediterráneo se convirtió e una olla hirviendo diplomática. Génova, por ejemplo, había llegado a la conclusión de que no sería capaz de defenderse del turco, y había decidido negociar su protección. Superficialmente, aquello era una gran noticia para Constantinopla y, de consuno, para su aliado francés. Pero París no tardó mucho en convencerse de que aquello era una trampa urdida por los españoles, buscando que sus enemigos se confiasen en el teatro italiano. La extraña actitud de los genoveses venía a unirse a la de los venecianos, no mucho menos sospechosa.
De repente, en París aprendieron que todo el mundo sabe jugar al juego al que suelen jugar ellos: el sultán, lejos de cumplir su promesa de abrirle una vía de agua al Imperio en Hungría, firma en marzo de 1558 una tregua de siete meses con Fernando de Habsburgo, lo que viene a significar que la dicha acción de diversión queda aplazada, como pronto prontérrimo, para la estación bélica de 1559. Enrique II envía un emisario a Constantinopla, a la desesperada, indicando que está decidido a atacar al imperio, pero que no tiene pasta; a menos que el Sultán no la ponga, le viene a decir, habrá otro Crépy. Los turcos decidieron atender las llamadas del pérfido: rompen la tregua con Fernando de Habsburgo e invaden Hungría; pero, eso sí, lo hacen con una tropa pequeña y bastante becaria, con la intención de dar un poco por saco, pero sin comprometer. Y, por cierto, de la pasta, nada de nada.
Mientras tanto, la flota turca, no sabemos muy bien si por idiotez o porque tenían instrucciones de mantener, que diría Han Solo, un vuelo indiferente, invirtió semanas preciosas dando por culo en las costas napolitanas, cuando lo que debería haber hecho habría sido navegar hacia Córcega para reunirse con los barcos franceses. Más aún: cuando los turcos, finalmente, llegaron a Córcega, los franceses fueron informados de que Piali no estaba con ellos, dado que había decidido desviarse para atacar Menorca. El plan de los franceses es que toda aquella flota procediese a atacar algunos enclaves costeros fundamentales de Felipe II, para así obligarle a usar tropas en la defensa y ceder presión sobre el norte de Francia y, así, permitir a Enrique II recuperarlos. Pero no hubo tal, como digo, no sé muy bien si porque los turcos fueron torpes, o porque les dijeron que lo fuesen.
Los turcos, en resumen, se habían pasado muchos años sacando petróleo de las disensiones entre los Habsburgo y los Valois. Pero esa vía había quedado cegada durante un tiempo bastante largo. Haría falta llegar al reinado de Luis XIV, cuando París decidió dar su apoyo a Tököly, el gran paladín antiaustriaco en Hungría y, por lo tanto, aliado de los turcos. Fue entonces cuando se vino a cumplir el viejo sueño del pérfido rey Francisco, y el Franco Condado, el Artois y algunas partes de Flandes volvieron a ser franceses; y Viena, por cierto, fue asediada de nuevo, en este caso por Kara Mustafá, aunque salvada por Juan Sobieski. Las cosas, probablemente, tenían que ser así. El Imperio de los Habsburgo, necesitando gestionar la doble amenaza (coordinada) de Francia y Turquía, más el avispero alemán, tenía que llegar a algún momento en que fuese incapaz de retener las posesiones borgoñonas. El gran ganador de ese proceso habría de ser Francia; y no cabe decir que eso sea una buena noticia.
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