Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar Papá, yo no me quiero casar Yuste
A lo largo de 1541, los turcos se hicieron con el control de la planicie húngara y de la joya de la corona: Buda. Fernando, a duras penas, mantuvo el control de las provincias montañosas del norte, lo que normalmente conocemos como Eslovaquia. Tampoco pudo el imperio musulmán anexionarse Transilvania, que siguió en poder de la familia Zapolyai, concretamente de Isabel de Portugal, la viuda del rey como veremos fallecido en 1540, que reinaba guardándole el sitio a su hijo, Juan II, hijo póstumo de su padre.
Las noticias de Mohacs, en todo caso, no eran nada buenas para el emperador. Suponían un significativo agravamiento del frente oriental de su imperio en un momento en que, en el centro del mismo, las cosas se estaban poniendo adecuadas para que Francia, Inglaterra, el papado y algunos territorios italianos se pudieran coligar contra él. En medio de todo esto Carlos, y lo sabía bien, tenía que dedicarle tiempo y estancia a los asuntos españoles, para poder consolidar su poder en sus posesiones peninsulares.
A pesar de la complicación geopolítica, que era muy elevada, Carlos nunca perdió la ilusión de una cruzada contra el infiel. En el siglo XVI, fresco todavía el radical cambio de control de Constantinopla, el sueño de volver a controlar la vieja capital de Rumelia, como la conocían los musulmanes, la liberación de la ciudad seguía siendo un sueño para los príncipes europeos. Cuando Carlos VIII de Francia entró en territorio italiano, en 1494, el Papa Alejandro VI, que necesitaba sacar al francés de Nápoles como fuese, había convencido a Andrés Paleólogo, sobrino de Constantino Dragasès y el último emperador bizantino, para que le cediese sus derechos dinásticos al rey de Francia a cambio de una pensión y de algunas otras gabelas. Andrés Paleólogo era hijo de Tomás, el déspota de la Morea, un monarca que mantuvo una política de palo y zanahoria respecto de los turcos hasta que éstos se cansaron de sus chorradas y se lo llevaron por delante. Tras haber sido depuesto, Tomás se fue a Roma, donde consiguió arrancarle al Papa el reconocimiento de su persona como emperador de Oriente. A su muerte, sus derechos pasaron a su primogénito, el famoso Andrés.
Al parecer, todo aquello se cosió sin el conocimiento del rey francés; pero cuando éste se enteró, y dada la evidencia de que un francés nunca rechazará un reconocimiento que lo pueda hinchar un poco más, se mostró encantado. Eso sí, acto seguido marchó sobre Nápoles, al contrario de lo que había esperado el PasPas Álex; capital en la que entró revestido con los complejos y caros ropajes de un basileus.
Sin embargo, Carlos acabaría abandonando su estúpida aventura italiana y, cuando se volvió a Francia, también olvidó de honrar los pagos de la pensión del Paleólogo. Andy recuperó su condición imperial, aunque sólo para cedérsela a Fernando el Católico, probablemente porque juzgó que, de todos los reyes europeos, era el que más probabilidades tenía de ser capaz de montar una cruzada mediterránea.
Así pues, a través de la donación de Andrés Paleólogo a Fernando de Aragón, Carlos había heredado su condición de titular de la corona de Bizancio. Condición que, por cierto, retiene el actual rey de España. En todo caso, no sólo Felipe VI, sino el propio Carlos I, nunca han añadido el de emperador de Bizancio a su lista oficial de títulos; y yo siempre he creído que sería una buena idea promover una carta a la Zarzuela solicitándoselo. Por puro gusto de las viejas formalidades.
El problema turco venía a unirse a los movimientos orquestales en la oscuridad promovidos por Francia en los territorios orientales de Europa para buscar alianzas antiimperiales. El rey Francisco I había enviado en 1522 a uno de sus mejores tocahuevos, Antonio Rincón, a Polonia, con la instrucción de ir buscando alianzas contra Carlos en la zona. En 1524, como fruto de estas gestiones, se propuso un matrimonio entre la hija de Segismundo de Polonia y el segundo hijo de Francisco I. Al mismo tiempo, el rey francés, entonces recién liberado de su reclusión madrileña, había captado para sí los servicios de un magnate croata, Christov Frangepan, con mucho predicamento en la corte húngara, para que construyese un amplio movimiento de oposición a Fernando de Habsburgo en la Estiria y la Carniola; una alianza que habría de contar con la ayuda de otros de los aliados de Francia, es decir los turcos, para entonces ya establecidos en Bosnia.
Aquellos movimientos, en todo caso, pusieron a Francisco en una situación un tanto comprometida pues, aunque verdaderamente los franceses siempre han estado acostumbrados a aliarse con el diablo siempre y cuando pudieran seguir manteniendo sus sueños de que son la hostia, y los PasPas no digamos, el temita éste de que un rey que se decía cristianísimo, un rey que debía cuando menos una parte de su legitimidad en la lucha contra el protestantismo francés, fuese a aliarse con sus musulmanes en contra de otros cristianos, como que no era elegante. Es por esto que Francisco siempre trató de buscar la sintonía con Londres y Roma, puesto que era la única manera de lavar esa mancha de vino en todo el medio de la pechera. Pero, vaya, que la cabra siempre tira al monte: en 1527, el eterno Rincón fue remitido a la Corte de Juan Zapolyai, para entonces ya vasallo del turco, para negociar un pacto, que de hecho se alcanzó el 28 de agosto de 1528, por el cual el hijo de Francisco, Enrique, entonces duque de Orléans, fue designado heredero de la corona húngara. Faltó, pues, un cortacabeza para que un monarca cristianísimo hubiera acabado prestando homenaje y sumisión a la Sublime Puerta.
Lo cierto es que este movimiento de los franceses no fue el único. El propio emperador Carlos no le hizo ascos a la posibilidad de alcanzar algún tipo de alianza con algún monarca, también musulmán, situado al este de las posesiones turcas. Sha Ismail, que había sido severamente castigado en el campo de batalla por el sultán Selim, le escribió una carta a Carlos en 1518 ofreciéndole una alianza contra el turco. El problema para estos embroques, sin embargo, fue siempre la dificultad de tener comunicaciones eficientes. La carta de Ismail, sin ir más lejos, no llegó a manos de Carlos sino cinco años y medio después de ser escrita. La respuesta de Carlos, el 25 de agosto de 1525, pidiéndole al sha datos más precisos, tenía por destino un monarca que, para entonces, ya estaba muerto.
En febrero de 1529, Carlos envía unas instrucciones a un caballero de San Juan llamado Juan de Balbi, al que le encarga desplazarse hacia Persia para informar a dicha Corte de que Carlos, el Papa y Fernando querían proceder a atacar a los turcos.
Los planes del rey francés en la Europa oriental, meticulosamente cosidos, se encontraron con un problema cuando, en el verano de 1529, Suleimán, contra lo que él mismo y París habían apostado, se quedó a las puertas de Viena, pero sin pasar. Ni siquiera consiguió hacer suyo el presidio de Günz, en la frontera austrohúngara. El pérfido francés, consciente de que la marcha de los acontecimientos en este sentido debilitaba sus planes de apuñalar al Sacro Imperio por la espalda, se apresuró entonces a ratificar el llamado Tratado de las Damas, del que ya hemos hablado, por el cual las condiciones del Tratado de Madrid (que el rey, como buen francés, nunca pensó cumplir, porque la palabra de un francés vale lo que vale) se confirmaban (para seguir siendo incumplidas, en todo caso). En el curso de dicha ratificación, el rey francés le dio a Carlos seguridades verbales de que ayudaría a Fernando en su lucha contra los turcos, situándose a la cabeza de un ejército de 60.000 almas.
En uno de los puntos más altos de su poder, gracias entre otras cosas al cambio de bando de Andrea Doria, Carlos pasó el invierno de 1529 en Bolonia, en compañía del Papa. Fue en aquellas conversaciones cuando Clemente VII se mostró tan poco claro sobre la posibilidad de convocar el concilio ecuménico que Carlos quería.
En 1531, la elección del hermano del emperador, Fernando, como rey de Romanos, provocó un movimiento jodido en Alemania. Ni siquiera la casa de Baviera, campeona del catolicismo en Alemania, estuvo de acuerdo. Mientras tanto, las noticias (ciertas) se multiplicaban en torno a un nuevo ataque de los turcos sobre Viena. En 1531, Carlos le envió una carta a su hermano Fernando en la que le decía que si estaba esperando la cacareada ayuda del rey francés, que se fuese olvidando.
Francisco, en efecto, estaba a otras movidas en ese momento. Su principal intención era convencer a Zapolyai de que, a poco que se mostrase comprensivo, podría recuperar el control sobre el teatro húngaro con la ayuda de los turcos; le trataba de convencer, pues, de que se olvidase de alianzas o amistades con Fernando. Los embajadores del francés no cesaban de repetir en Roma que París estaba comprometida en la defensa de Europa frente al infiel; pero, la verdad, todo el mundo en la cristiandad, incluido el vicario de Cristo, siempre dispuesto a creer cualquier cosa que le llenase la bolsa, sabía bien que los franceses eran aliados de los turcos, y que si de ellos iba a depender caer o no caer en manos de los mahometanos, Europa lo llevaba claro.
Francisco, en todo caso, se defendía panza arriba. Según él, el
problema de la implantación infiel en
Europa venía de la
actitud de los Habsburgo: al negarle el pan y la sal a Zapolyai,
impulsando incluso su excomunión en Roma, fabricaban, según él,
una inestabilidad en Hungría que era la que abría los portillos por
donde Suleimán amenazaba con colarse.
Francisco jugaba sus cartas. Sabía que, incluso aunque formase la tropa cristiana contra el turco, Carlos no le aceptaría la ayuda, puesto que lo primero que haría el rey francés sería avanzar con su gente por Italia, y el emperador temía que, una vez avanzado, al gabacho ya no lo sacase nadie de la península. Que Francisco ambicionaba, como su antecesor Carlos, engullir Nápoles, no era ningún secreto. El rey francés hizo una oferta: si Carlos le reembolsaba los plazos que Francia había pagado ya por el rescate de su rey, él defendería Nápoles sin pedir nada a cambio. La verdad es que ese concepto de un francés no pidiendo nada a cambio por un esfuerzo es un tropo retórico más que una realidad; pero también es cierto que el problema fundamental del Nápoles carlino no era tanto Francia, como los propios napolitanos, que estaban un poco hasta los huevos del Imperio y, de hecho, no pocas veces eran ellos mismos los que le pedían a los turcos que los “liberasen”.
El temor a una invasión turca de Europa era muy real. Eran tan así que el hombre más valiente de Europa en toda época, el divino PasPas, estaba ya, según no pocos testimonios, acopiando bitcoins como si no hubiera un mañana para poder financiarse una cómoda estancia en Aviñón, población que reputaba segura porque estaba muy dentro del continente y, además, en Francia, esto es, aliada de los invasores. Los Papas, ya se sabe: deus vult, salvo cuando lo que vult deus es que la palmen ellos.
Diferentes espías carlinos, entre ellos Andrea Doria que de estos temas sabía un huevo, advirtieron a Carlos de que por Constantinopla se veían muchos cambembert por las calles. La cañería, sin embargo, cedió presión en el otoño de 1532, cuando Suleimán decidió pasar de un nuevo sitio a Viena; decisión en la que tuvo mucho que ver que supiera que Carlos se dirigía hacia la capital austriaca al frente de una tropa fresca. La situación incluso pudo cambiar radicalmente. Un viajero de la época, Teodoro Spantounis, estuvo en Constantinopla y dejó páginas escritas describiendo una ciudad turca en fuerte estado de desmoralización; tanto que, según su opinión, un ejército no demasiado ambicioso incluso podría tomarla. La principal defensa de la ciudad, sin embargo, no eran sus murallas, sino la división de los líderes cristianos, y la complicada situación económica en que se encontraban todos.
En esa situación el Imperio, sin abandonar del todo la idea de una guerra contra el turco, también optó por la negociación. Carlos envió a uno de sus mejores embajadores, Cornelio Duplicio Schepper o Scepperus, para negociar frente a Suleimán, y también con Zapolyai. En julio de 1533, como resultado de estas gestiones, Fernando de Habsburgo y el Imperio turco firmaron su primer tratado de paz. Las condiciones que puso Suleimán fueron varias: en primer lugar, que su aliado Zapolyai no fuese molestado; y, en segundo lugar, que Carlos quedase fuera del acuerdo, motivo por el cual los turcos seguirían haciéndole la guerra naval en el Mediterráneo. De esta manera, el sultán esperaba quedarse con las manos libres para poder guerrear contra los persas en las fronteras orientales de su imperio. Este estado de cosas, tenso y difícil, se mantendría hasta 1540, cuando falleciese Zapolyai.
En el Mediterráneo, las cosas no estaban mejor. Ya hemos dicho que el Papa, haciendo uso de la proverbial ignorancia que en el fondo han derrochado siempre, y derrochan, los inquilinos del Vaticano, había dejado caer la plaza de Rodas porque había considerado que el perro le salía más caro que el collar. Si al secretario de la Paloma Muda le hubiesen importado algo los asuntos que transcurren a más de medio metro de su (entonces no tan inútil) pene, se habría dado cuenta de que Rodas era el gran freno existente para lo que normalmente conocemos como piratas de la Berbería; los cuales, por lo tanto, desde el momento en que No Jodas cayó en manos de los islamitas, se dedicaron a robar hasta el último mango que flotaba por el Mediterráneo oriental. Los piratas hicieron suyas amplias porciones del Mare Nostrum y eso, además de ser una muestra dolorosa de que el orden cristiano estaba muy en cuestión, supuso un problema económico de primer nivel para la economía europea y muy especialmente para algunas de sus economías, notablemente Venecia. Aquél era un movimiento con elementos religiosos, pero en modo alguno religioso; los piratas nunca se han dedicado a serlo por fidelidad a otra cosa que no sean ellos mismos. Sea como sea, el Imperio se jugaba buena parte de su prestigio en mantenerlos a raya.
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