Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
A aquellas alturas de la movida, todo el mundo se preguntaba qué haría Ricardo de York. Y para él llegó el momento de saltar de isla. En septiembre, el duque desembarcó en Chester; y no sólo hizo eso sino que destapó claramente sus intenciones: en las arengas a sus parciales ya no se recataba de decir que había llegado a Inglaterra para reclamar el trono.
Siguiendo la misma técnica que había utilizado Warwick desde
Sandwich, Ricardo comenzó un lento avance por las Marcas galesas y de las
Midlands occidentales, acopiando gente a cada paso. En el momento que consideró
apropiado, varió la dirección, hacia Westminster, donde debía de celebrarse la
sesión del Parlamento. El 10 de octubre, el noble ya en abierta rebeldía contra
su rey llegaba a Londres. Allí fue recibido por las autoridades municipales,
pero muy brevemente, porque, lógicamente, adonde quería llegar Ricardo era a
Westminster. Lógicamente, no fue sólo; se llevó medio millar de soldados con
él.
En Westminster, se dirigió a la cámara donde el rey y los
comunes solían realizar sus sesiones parlamentarias. Entonces, se acercó al
trono y puso su mano sobre el almohadón de su asiento, en un gesto que quería
decir: “esto es mío”. Después de retirar la mano, se volvió hacia el público,
probablemente esperando un aplauso cerrado; pero, sin embargo, los comunes
permanecieron en un silencio espeso. Finalmente, el obispo de Canterbury se le
acercó y le preguntó si quería ver al rey. Fue una manera de dejarle claro que
los representantes de las ciudades inglesas no necesariamente estaban con él,
algo que, a todas luces, no esperaba.
Los lores, para entonces, ya sabían que Ricardo andaba por
ahí reclamando lo que decía ser suyo.
Hay alguna que otra razón para esta frialdad. La primera,
muy importante, es que Ricardo y Warwick no estaban para entonces en los mejores
términos. A Warwick, el movimiento de ir a Westminster no le parecía el mejor
del mundo, y es muy probable que, por carta o en algún encuentro que no registraron
las crónicas, se lo dijese. Neville, más pragmático que su compañero de
fatigas, prefería administrar la victoria sin paliativos que habían tenido a la
hora de, por así decirlo, asaltar los cielos, que jugársela a provocar en el
país una guerra civil impredecible en su final. El hacedor de reyes, por otra
parte, se sentía con derecho a ser escuchado y aun obedecido por Ricardo, dado que
ostentaba el mérito de haber sido quien se había batido el cobre contra el rey,
mientras Ricardo permanecía en Irlanda, caliente y tranquilo.
En todo caso, Ricardo de York tenía muchas razones, y de
peso, para considerarse merecedor del trono. Por lo tanto, su demanda no podía
quedar simplemente sin respuesta. Los Lancaster, ciertamente habían estado
sentados en el trono inglés durante sesenta años; sin embargo, el argumento de
Ricardo de York era que Enrique IV había sido un usurpador, lo que eliminaba
los derechos dinásticos de sus descendientes. El parlamento de octubre de 1460
no negó los cargos presentados por York pero, sin embargo, era renuente a la
idea de deponer al rey Enrique. Ciertamente, no era un problema de fidelidad;
al fin y al cabo, aquel parlamento había sido convocado en medio de la toma de
poder por parte de los yorkistas, así pues no se podía considerar una asamblea
lancastriana. El problema era el vértigo que muchos representantes, a pesar de
su fidelidad en cierto grado a la casa de York, sentían hacia la posibilidad de
romper el país en una guerra civil. Hay que entender, en este punto, que en el
siglo XV Inglaterra distaba muchísimo de ser la unidad política que es hoy en
día. Los tiempos en los que sus tierras se formaban de reinos diferentes, que
habían tenido reyes también diferentes o nobles con elevados poderes, no
estaban tan lejanos.
Aquello sólo podía terminar en una guerra civil o en un
compromiso. Como los ingleses no son españoles, escogieron lo segundo. El rey
Enrique retendría el trono, pero a su muerte sería heredado por York y sus
descendientes. O sea, más o menos como las modernas reformas de las pensiones,
que todas se hacen a costa de los derechos de quienes son todavía demasiado
jóvenes como para reclamarlos. Esto es, sucintamente, el Act of Accord de 24 de octubre de 1460.
El verdadero perdedor de ese acuerdo, el joven Eduardo, no
estaba en condiciones de reivindicar demasiadas cosas. Él y su madre, como ya
he contado, no estaban en Northhampton y, tras la batalla, se quedaron
básicamente solos, tan sólo con una pequeña escolta. Con esa gente trataron de
ganar las tierras de Gales, pero en el camino sufrieron una emboscada de varios
seguidores de Lord Stanley; las dos reales personas consiguieron escapar, pero
tuvieron que dejar tras de sí las joyas y otros objetos de valor que llevaban,
y que les eran necesarios para comprar transportes y voluntades. Se refugiaron
en Harlech Castle, pero en condiciones tan difíciles que no podían ni soñar con
restablecer el contacto con sus parciales. Sin embargo, lo que sí es cierto es
que tras la firma del Act of Accord, para la reina Margarita ya no quedaba otra
que luchar; y, además, teniendo en cuenta el común apego que se suele producir
a las personas de la familia reinante en un país, podía aspirar a encontrar
pueblos, provincias y personas dispuestas a luchar con ella.
De manera casi imperceptible, pero eficiente, durante el
invierno que abrochó 1460 y 1461, el bando de los Lancaster ahora depuestos por
la vía de los hechos fue ganando partisanos. Jasper Tudor, el galés conde de
Pembroke, había estado con Margarita desde la primera hora; sin embargo, no
sintiéndose segura en este reino, Margarita decidió tomar un barco y
desembarcar en Escocia, para buscar apoyos en aquella Corte.
Por otra parte, el duque de Somerset, que había regresado a
Inglaterra desde Dieppe para evitar Calais, estaba en el suroeste de
Inglaterra, en Corfe Castle, y comenzaba a acopiar tropas y gentes, ayudado por
el conde de Devon. En el norte, como he dicho, el control de los York siempre
había sido teórico. Allí reinaban, por así decirlo, el conde de Northumberland
y los lores Clifford y Roos. La situación era tan pro-lancastriana que, en
realidad, en el norte de Inglaterra quienes estaban a la defensiva eran los
York, quienes veían, con frecuencia, cómo las posesiones del propio York y de
los Neville en la zona eran arrasadas.
Para los yorkistas, por lo tanto, la prioridad era cortar
las líneas de pase; hacer que los diferentes focos lancastrianos, en el norte,
en el suroeste de Inglaterra y en la propia Gales, no consiguiesen contactar y
compactar una tropa amenazadora. Pero, sin embargo, era complicado. En
noviembre, Somerset y Devon cabalgaron hacia el norte. Pasaron por Bath,
Cirencester, Evesham y Coventry sin que el ejército oficial, por así decirlo,
pudiera molestarles; y, finalmente, llegados a York propiamente dicho, se
reunieron allí con los Percy. En las vísperas de aquella Navidad, los rumores
en Londres aseguraban que los lancastrianos estaban en Hull, montando un
Woodstock de puta madre.
Llegaron los nervios. El conde de la Marca, en lo que era su
primera misión propia, fue enviado a Gales, mientras el conde de Warwick
permanecía en Londres protegiendo al rey. Geoffrey Gate, que era el gobernador
de la isla de Wright, logró capturar al hermano de Somerset, Eduardo Beaufort,
quien a pesar de ser bello y fuerte, muy hábil no era.
Sin embargo, lo que estaba claro es que por donde iban a
plantar pelea los Lancaster era por el norte. Por ello, los yorkistas enviaron
a unos 5.000 hombres hacia allí, al mando del duque de York y el conde de
Salisbury con sus dos hijos, Edmundo de Rutland y Sir Tomás Neville. El 9 de
diciembre, la tropa salió de Londres.
Casi desde el principio, esta tropa se vio hostigada por los
lancastrianos y, sobre todo, por Andrew Trollope, que seguía vinculado a
Somerset. En Worksop, por ejemplo, los emboscaron y dieron unos cuantos
capones. Sin embargo, el 20 de diciembre los York habían alcanzado los
alrededores del castillo de Sandal, un lugar dominado por ellos, junto con la
ciudad a la que protegía, Wakefield. Allí pasaron las Navidades. En Pontefract,
no muy lejos, estaba el ejército de los Lancaster, al mando de Somerset y
Northumberland.
Los yorkistas estaban a salvo dentro del castillo; pero, en
la medida que los lancastrianos habían llegado a la zona antes, y la tenían
básicamente dominada, eso suponía que les costaba un Congo aprovisionarse. De
hecho, muy a su pesar, Ricardo tuvo que dispersar a sus tropas y enviarlas en
diferentes direcciones para que buscasen aprovisionamientos. Aquello funcionó
malamente, por lo que a finales de diciembre no les quedó otra que plantear
batalla.
Fue una decisión desesperada y, como casi todas las
decisiones desesperadas, una mala decisión. Los yorkistas eran menos, no
dominaban el terreno, y no presentaban un frente unificado. Sufrieron una
derrota sin paliativos. El enfrentamiento le costó la vida al propio York, como
le pasó a Tomás Neville, a Sir Tomás Harrington, Sir Tomás Parr y otros muchos
nobles yorkistas (ya sabéis, desde Northumberland, que el objetivo especial de
las espadas ganadoras era la gente principal) Edmundo de Rutland habría de
morir en el puente de Wakefield, cuando Lord Clifford lo alcanzó en su huida.
Salisbury fue capturado; al día siguiente, en Pontefract, fue ejecutado.
Fue, pues, una venganza en toda regla. Al frente de la tropa
de los Lancaster estaban Somerset, Northumberland y Clifford; los tres habían
perdido a sus padres en St. Albans, y los tres clamaban venganza sobre los
perpetradores de aquellas muertes. Este tipo de cosas son las que hicieron de
la Guerra de las Rosas un episodio tan épico y lírico a la vez, y acabó por
interesar tan vivamente a escritores como William Shakespeare.
Según el cronista Jean de Waurin, es posible que los
yorkistas no pensasen que su situación, al salir de Sandal para plantar
batalla, fuese tan desesperada. Dice Waurin que Trollope, que era un comandante
que se las sabía todas, había tenido al idea de vestir a sus soldados con la
enseña de los Warwick, el famoso bastón negro, con lo que consiguió que les
fuese franqueado el paso a Wakefield. Aquellas tropas presuntamente yorkistas
estarían esperando más refuerzos que llegaron al día siguiente; pero no eran
sino más soldados de Trollope disfrazados. Esto habría animado a Ricardo a
sacar las tropas a campo abierto, momento en el que el taimado capitán habría
mostrado su verdadera filiación. Es, realmente, una historia difícil de creer.
Pero lo que sí parece claro es que los yorkistas, a través de sus cronistas y
parciales, siempre consideraron que alguien les había traicionado en Sandal.
Pudo ser, como se afirma, Trollope; o pudo ser, como apuntan otras crónicas, el
hermano del conde de Westmoreland, Lord Neville.
Wakefield, en todo caso, le dejó a los Lancaster
completamente valeiro el camino hacia
Londres. Los ganadores del enfrentamiento se apresuraron a enviar heraldos a la
Corte escocesa para informar a Margarita del resultado de la batalla; y la
reina se apresuró aún más para ponerse al frente de la pequeña tropa que había
conseguido reunir, y pasó la frontera para reunirse con los suyos en York.
La marcha de los lancastrianos hacia el sur generó una
inmediata ola de pánico. La propaganda yorkista convenció a muchos pueblos y
monasterios de que bajarían a sangre y fuego, sin dejar una piedra sobre otra.
Inglaterra temblaba.
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