Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
La URSS se sometía a una situación absolutamente desconocida para ella; una situación en la que el Politburó, que no se olvide que formalmente era una institución partidaria y no estatal, de repente no mandaba nada. Los nervios entre el equipo de Gorvachev comenzaron a aflorar, conscientes de que, ahora, el ritmo de los acontecimientos bien podría ser dirigido por otros. El 28 de enero ya de 1990, Yakolev llegó a sugerirle al secretario general la posibilidad de dar algún tipo de golpe de mano para recuperar el poder.
El Plan de Yakolev consistía en la instauración de un régimen puramente presidencial que se combinase con una serie de medidas auténticamente marxistas, por medio de las cuales la tierra sería entregada a los agricultores y las fábricas a los obreros, combinado con un impulso de las iniciativas privadas, la independencia para todas aquellas repúblicas que la reclamasen, multipartidismo, abandono del partido único. En otras palabras: Kalise para todos. Se trataba, por lo tanto, de una especie de golpe de Estado democrático que tratase de salvar los muebles del poder presidencial de Gorvachev, algo que pasaba por derruir, aunque pudiera mantenerse formalmente, el Soviet Supremo. Todo sería lanzado por el propio Gorvachev en un discurso televisado, apelando, pues, directamente a los soviéticos.
Aquel plan Yakolev era muy ambicioso y un tanto simplista; pero lo que era, sobre todo, era demasiado radical en sus cambios para un hombre como Gorvachev, que no era ningún hacha tomando decisiones radicales en poco tiempo. Aun así, el secretario general del Partido planificó una intervención televisada para el día 4 o 5 de febrero. Sin embargo, conforme fue acercándose de la fecha, el Gorvachev auténtico, el hombre que se había criado a los pechos del marxismo-leninismo y que, buena medida, seguía fiel a esas ideas, fue reculando. A primeros de febrero, el líder del Partido tenía ya muy claro que no sería a los ciudadanos a los que se dirigiría para defender su cambio, sino al Pleno del propio Partido, que tenía reunión prevista precisamente los días 5 y 6 de febrero.
El plan de Gorvachev era presentar en el Comité Central una especie de inferencia media entre el plan de Yakolev y la posición de los conservadores. Una especie de medidas homeopáticas, destinadas a tener contentos tanto a los que querían seguir manteniendo viva la momia de Lenin como la de los que la querían tirar al Neva. Conforme pasaron los días, comenzó a funcionar Radio Macuto, y comenzaron a circular diversas versiones “de buena fuente” de lo que iba a pasar.
El 4 de febrero, unas 100.000 personas se manifestaron en la capital moscovita y, al terminar la marcha, todas las intervenciones que hubo abogaron por la eliminación del ominoso artículo 6 de la Constitución soviética. Gorvachev, mientras tanto, había decidido convocar el Comité Central a mediados de marzo, formalmente para preparar el XXVIII congreso del Partido aunque, en realidad, tanto él como cualquier otro ciudadano soviético que no estuviese todo el día mamado sabía que el tema era el articulito de marras.
El Pleno se reunió finalmente el 11, 15 y 16 de marzo, y decidió debatir un proyecto de ley de reforma de la Constitución en el que se preveía la creación de una Presidencia de la URSS. De alguna manera, se buscaba salvar algunos matices del odiado artículo 6 en dicha institución.
De acuerdo con estos pactos, el 14 de marzo, el III Congreso de los Diputados del Pueblo adoptó un proyecto que introducía dos innovaciones en la Constitución vigente, de 1977. Un artículo primero creaba la presidencia de la Unión de las Repúblicas Socialistas, con el matiz de que dicha institución no limitaba los poderes de las repúblicas soberanas y autónomas, tal y como se hubieran definido en sus propias constituciones y en la de la URSS. Un nuevo artículo 2, asimismo, ordenaba retirar del preámbulo de la Constitución la expresión “el papel dirigente del Partido Comunista, vanguardia del Pueblo”. Asimismo, se reformaba el artículo 6 con el tenor: “El Partido Comunista del la Unión Soviética, otros partidos políticos y sindicatos, las organizaciones de juventudes y los movimientos de masa, participan en la elaboración de la política del Estado soviético”. Un artículo, pues, que, en términos leninistas, pasaba a decir una cosa y también su contraria, puesto que, al ser los jerifaltes del PCUS demasiado cobardes como para retirarle al Estado el apellido “soviético”, pasaban a someterlo a la influencia y el poder de fuerzas y organizaciones a las que, por definición, repelía.
La reforma Gorvachev, por lo tanto, viene a parecerse un poco a la que realizan los países que avanzan hacia el laicismo, pero sin querer malquistarse con su religión mayoritaria, sea ésta la católica, la musulmana o cualquier otra: redactan constituciones en las cuales cualquier creencia, o la no creencia, es colocada al mismo nivel; pero lo hacen mediante redacciones que singularizan a la que siempre ha sido mayoritaria (del tipo “la religión católica y cualesquiera otras”) para dejar claro que, aun y a pesar de otorgar la libertad de cultos, no es lo mismo la religión mayoritaria que las otras. Aquí pasa lo mismo: al Partido Comunista se le retiraba su papel rector de la sociedad, la economía y el presente todo de la URSS; pero, al mismo tiempo, era citado explícitamente en la Constitución, dejando clara la voluntad de que la Unión fuese un país comunista que se avenía, graciablemente, a otorgar a otras voces el derecho a hablar.
El detalle no escapó a la mirada aguda de muchos de los diputados reformadores, los cuales reclamaron, simple y llanamente, que la Constitución no hiciese ninguna referencia al Partido Comunista; sus posiciones, en todo caso, eran minoritarias en un país que todavía estaba básicamente gobernado por tecnócratas soviéticos que estaban literalmente acojonados ante la posibilidad de perder el momio y tener que ponerse a trabajar como sucios obreros. Al fin y a la postre, sin embargo, Gorvachev no consiguió el voto de los reformadores; lo cual, teniendo en cuenta que la popularidad de éstos, sobre todo desde la muerte de Sajarov, estaba disparada, coadyudó a la hora de erosionar la popularidad del secretario general. Cada vez más ciudadanos soviéticos consideraban que Gorvachev no era la persona adecuada para introducir la verdadera democracia en la URSS; curiosamente, ésa era exactamente la opinión opuesta a la que tenían todos los politólogos, sobre todo los de water de estación de tren, fuera de la URSS.
A Milhail Gorvachev le hubiera encantado tener rivales en la elección a la nueva y flamante presidencia de la URSS. Él sabía bien la imagen que tenían las elecciones soviéticas en todo el mundo (en la época breznevita, el diario francés Libération, en una muestra de auténtico periodismo, había titulado: Elecciones en la URSS: el Partido Comunista se mantiene); precisamente por eso, si no daba la imagen de estar compitiendo en igualdad de condiciones con otros candidatos (presentados, en realidad, para hacer bulto) quedaría como la rana. Y como la rana quedó; fue candidato único, en lo que los de siempre desde el balcón occidental interpretaron como una actitud consensual de la sociedad soviética; la misma sociedad que, en ese momento, profesaba hacia Gorvachev un indisimulado odio.
Nursultán Nazarvayev, el hombre fuerte en Kazajstán, se convirtió en algo así como el principal portavoz de las repúblicas periféricas en aquel proceso. Y lo hizo de una manera bastante inteligente y disolvente: argumentando que la institución de la Presidencia era tan útil, tan necesaria, que debería extenderse a todas las repúblicas de la Unión. Un misil de espoleta retardada, bien, pero bien, cebado.
Gorvachev recibió, finalmente, 1.329 votos a favor de su presidencia, por 495 en contra. Bueno, algo era algo. Según el artículo 127.5 de la Constitución, el Presidente sería asistido por dos instituciones: el Consejo de la Federación, destinado a dirimir las fricciones con las repúblicas; y el Consejo de la Presidencia. El Presidente de la Unión sería automáticamente también presidente del Consejo de la Federación y tendría el privilegio de nombrar a los miembros del Consejo Presidencial.
Formalmente hablando; repetimos: formalmente hablando, con esta reforma Gorvachev pasó a tener más poderes que los que Stalin tuvo nunca. Esto, repito por tercera vez, es una afirmación formal, con las leyes en la mano; pero, obviamente, enfrentada tanto con el carácter de Stalin como con el de Gorvachev. Formalmente, de nuevo, la ascensión de Gorvachev a la nueva cumbre del poder soviético se había producido con los mismos timbres con los que adquiriría el suyo el georgiano: el 100% de los miembros del Comité Central había avalado su candidatura. El problema, lógicamente, reside en que el Comité Central del PCUS ya no era la única organización política de la URSS; ni siquiera, incluso, la más poderosa.
En el nombramiento de Gorvachev, sin embargo, no dejó de haber algunas cosas un tanto fishy. Por ejemplo, el artículo 127.1 de la Constitución establecía ahora que el Presidente de la Unión debería ser elegido por sufragio universal, y no de forma indirecta en una asamblea política. Gorvachev argumentó que esta primera vez, y sólo de forma extraordinaria, la elección había sido indirecta; pero que, a partir del siguiente mandato, el personal podría votar. Lo cierto, lo que queda como dato para la Historia, en todo caso, es que en 1990 Milhail Gorvachev no quiso presentarse al sufragio de los ciudadanos soviéticos y prefirió ser elegido por otros cabrones como él (los dirigentes del Partido). Ese tipo de detalles que nunca ser han estilado en Occidente a la hora de valorar al personaje.
Alguna de las personas que trabajó codo con codo con Gorvachev ha dejado escrito que, tras ganar la Presidencia de la Unión, la frase que más veces comenzó a pronunciar el jefe fue: “es demasiado pronto”. En toda organización que ha de encargarse de destinos complejos, como un Estado o una gran empresa, siempre existe al menos un Hardy Har Har que nunca quiere hacer nada, que nunca quiere avanzar, que nunca quiere evolucionar; y estos inmovilistas suelen ser tipos que se pasan el día anunciando que, como se te ocurra aunque sólo sea mover un cenicero de sitio, vas a desencadenar una revolución o vas a quebrar la empresa. El cuajo de un consejero-delegado o de un presidente del gobierno consiste, en muchas ocasiones, en resistir ese embate, regatear esas predicciones pesimistas, y tirar para adelante y, como dicen los estadounidenses cultos recordando la frase del descendiente de un menorquín, damn the torpedoes. Pero Gorvachev, tal es mi tesis, no estaba hecho de esa pasta. Las suyas no eran las hechuras de un líder mundial, de un hombre capaz de soportar sobre sus hombros la tarea de cambiar el mundo. El suyo era el típico Libro Gordo de Petete del tecnócrata soviético medio: avanzar poco, arriesgar nada. Tratar que los problemas se resuelvan solos, y no malquistarse nunca con nadie. Si el breznevismo no es sino estalinismo tuneado, el gorvachevismo no es sino breznevismo tuneado.
Dos meses antes, el Parlamento de Vilna había declarado que en su territorio ya no existía el artículo 6 de la Constitución; así pues, la reforma del mismo aprobada semanas después se les daba una mierda, puesto que ellos ya no tenían dicho artículo por existente.
Gorvachev quería viajar a Lituania para buscar la manera de arreglar aquel desaguisado. La idea del Presidente de la Unión era negociar con Vilna una ley para la secesión pero, como ya os he dicho, su obsesión era montar un proceso franquista, de la ley a la ley. Los lituanos, sin embargo, estaban muy encendidos. En realidad, eran todos los bálticos. La glasnost, si para algo había servido en aquellas repúblicas, había sido para aflorar toneladas de reproches hacia el lío que les había hecho Stalin en los prolegómenos de la segunda guerra mundial; aquello era demasiado fuerte como para resolverlo con un proceso al fin y al cabo diseñado y teledirigido desde la misma ciudad desde donde, décadas antes, habían llegado las mentiras del Padrecito. Los bálticos no sólo querían ser independientes; querían ser independientes por sí mismos, porque ellos lo valían, porque era lo que eran cuando llegó Stalin y se los apioló por el artículo 33.
En estas circunstancias, no podía haber ningún acuerdo entre las partes. Gorvachev quería un proceso paciente, tasado, sin alharacas; y los lituanos tenían a la gente en la calle, día sí, día también, exaltando su folklore, sus costumbres, su lengua, y cebando el odio al ruso hasta límites insospechados. El presidente de la Unión trató de negociar lo innegociable pero, al fin y a la postre, tuvo que hacer lo que siempre había tratado de evitar: el 11 de marzo, les envió carros de combate y paracaidistas.
Gorvachev hizo lo que hizo porque le presionaba el calendario. En el momento en que había estallado el problema con los lituanos, se estaba preparando la sesión del Congreso de los Diputados del Pueblo en la que se debía aprobar la reforma de la Constitución. Por otra parte, a finales de mayo tenía cita para una cumbre soviético-estadounidense, ante la que no se podía presentar como líder de una Unión en fase de disolución. La cuestión lituana, por lo tanto, era un serio problema para todos sus planes a corto plazo; y eso sin mencionar que, si a los lituanos su plan les salía bien, como poco los estonios harían lo mismo, y tal vez los letones, con lo que el problema se convertiría en un problema regional de primer nivel.
El 3 de abril, como consecuencia de la reunión del Congreso, se aprobó la ley que regulaba los procesos de secesión. Dichos procesos deberían ser sometidos a referendo, que deberían obtener una mayoría mínima de dos tercios de los habitantes de la república.
Pero ya no era tiempo de formalismos.
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