Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar
El rey español, en cuanto tuvo claro que sus posibilidades de ser rey de Romanos nunca habían existido, consideró finiquitado el compromiso de casarse con una hija de su tío Fernando, y prefirió negociar su matrimonio con otra prima, la infanta María de Portugal; proyecto que, asimismo, sería abandonado cuando María La Pilas se sentó en el trono inglés. Sin embargo, de alguna manera el pacto de familia de 1551 habría de cumplirse: la cuarta mujer de Felipe, madre de hecho de su sucesor, habría de ser Ana, la hermana mayor de Maximiliano.
Carlos, para entonces, no tenía ya ningún deseo de seguir
siendo emperador. Sin embargo, una cosa lo detenía todavía ante sus intenciones
de abdicación: su sensación de que Felipe no sería capaz de gestionar sus
asuntos borgoñones. María de Hungría era quien gestionaba aquellos intereses
desde 1531; se había tenido que enfrentar a problemas y obstáculos sin cuento,
estaba cansada y harta y, por mucho que le pidieron lo contrario, se mostró
obstinadamente resuelta a retirarse de la vida pública un minuto después de
cuando lo hiciera su hermano.
María de Hungría, con su tradicional ojo clínico, conocía
bien los Países Bajos, y no hacía sino repetirle a su hermano que dejase de
hacer el conas con ellos. Que eran una tierra acabada, agotada; eran como un caladero
de pesca que ha sido esquilmado y, por ello, está demandando un largo periodo
sin pesca para poder recuperarse. María defendía que se debía negociar para
Flandes el mismo estatuto de neutralidad frente a Francia que, de hecho, se
había negociado ya para el Franco Condado; algo que Carlos nunca había hecho
porque necesitaba de la aportación de los holandeses en sus guerras.
Probablemente, aunque obviamente no hay un CIS que lo
confirme, la mayoría de los holandeses esperaban que, cuando se marchase María,
la Regencia flamenca le fuese otorgada a Maximiliano; sin embargo, después de
las negociaciones del pacto de familia, y de los muchos desplantes de los que
el hijo de Fernando le había hecho a su propio hijo, Carlos no estaba ni de
coña por la labor. Fue por esta razón que Carlos tomó una decisión que, cuando
menos en mi opinión, se habría de demostrar como desastrosa, que fue optar por
el propio Felipe, a falta de otro candidato o candidata.
Las fuerzas y el empuje de Carlos, sin embargo, se vieron
renovados a mediados de 1553, cuando comenzaron a llegar a las posesiones
imperiales las noticias sobre la situación terminal de Eduardo IV. Meses antes,
Carlos había llegado a la conclusión de que necesitaba controlar cuando menos
un puerto inglés; de otra manera, como bien demuestra la historia de la Armada,
las comunicaciones entre España y sus posesiones flamencas, siempre estarían en
peligro. De repente, con la enfermedad del rey inglés, se abría la posibilidad de
controlar, no un puerto, sino la Inglaterra entera, en la guerra permanente,
fría o caliente, contra Francia. Por otra parte, el emperador calculaba que si se
producía una unión matrimonial duradera y fructífera entre su casa y los Tudor,
las posibilidades de los Países Bajos de unir sus destinos al Imperio o a
Francia desaparecerían, puesto que su dependencia respecto del apoyo inglés
haría cualquiera de estos proyectos imposibles.
A los ojos carlinos, no se trataba de otra cosa que de
resucitar viejas alianzas. En el siglo XV, hasta la derrota y muerte de Carlos
el Temerario, Inglaterra y Borgoña habían estado unidas por lazos muy fuertes
que los diferenciaban de Francia; mientras que España, todavía no unificada y
enfangada en la lucha contra el infiel, no estaba en condiciones de tener un
papel preponderante en la geopolítica europea. Luis XI se había apropiado del
ducado de Borgoña, luego de Provenza y después de Bretaña. En ese momento, la
España recién unificada, que tenía un grave conflicto con Francia por la
dominación de la Comunidad Foral de Navarra, buscó de forma natural la alianza
con Inglaterra y Flandes. Fruto de esta necesidad estratégica es el gesto de
Fernando e Isabel, los católicos reyes, de enviar, en 1501, a su hija Catalina
de Aragón para casarse con el hijo de Enrique VII, Arturo, entonces príncipe de
Gales; años después Juan, hijo de Fernando, se casó con la archiduquesa
Margarita, hija de Maximiliano y María (o sea, el Maximiliano que precedió a
Carlos como emperador); y, por supuesto, Juana de Castilla se casó con Felipe
el Hermoso, hermano de Margarita, que había heredado de su madre las provincias
independientes borgoñonas y era también heredero de los Habsburgo.
Cuando todos estos matrimonios se llevaron a cabo, nadie
podía prever que la labor constante de la Parca haría que las posesiones
españolas y borgoñonas fuesen a caer en las mismas manos. Tanto que se ha dicho
de la notable inteligencia política de Fernando de Aragón, que la tenía, ni
siquiera él fue capaz de prever que, al final, habría una especie de last
man standing que sería el embudo sobre el que confluirían todos esos reinos
estudiados, repito, para ser independientes unos de otros, gobernados por
primos que se llevasen más o menos bien. Sin embargo, así fue: Juan de Castilla
y Aragón murió sin hijos, y el hijo de la hermana mayor de Juana Tolili murió
joven también. En esas condiciones, el hijo mayor de Juana, Carlos, era literalmente
todo lo que quedaba.
En 1502, el que la roscó fue Arthur, el soltero de oro
inglés; lo cual inmediatamente presentó la cuestión de qué hacer con Catalina,
que estaba allí calentando banquillo. Enrique VII nunca se planteó devolver el
pedido; el rey inglés tenía muchas cualidades, algunas buenas y otras malas;
pero, por sobre todas ellas, era un pesetero de la hostia. Una vez que se había
hecho ilusiones de pillar un ducado, ya nunca las soltaba. Catalina había
llegado a Inglaterra con una sustanciosa dote, y Enrique no estaba dispuesto a
que se regresase a España con su pasta. Así que Catalina se quedó en la
aburrida corte inglesa sin destino claro hasta que, en 1509, fue desposada con
Enrique VIII, seis años más joven que ella, y que acababa de llegar al trono.
Catalina llevó a cabo a la perfección su oficio; le dio al
rey inglés varios hijos, dos de ellos chicos; pero, al fin y a la postre, la
única que sobrevivió fue María quien, como ya sabemos por estas notas, fue
prometida en 1522 al propio Carlos de Habsburgo, proyecto abandonado tres años
después en favor de Isabel La Bacallau, una vez más por la misma razón que Enrique
VII; Carlos prefirió a la portuguesa por su sustanciosa dote. En ese momento, Carlos,
además, controlaba Flandes, Borgoña, Nápoles, España y América; no necesitaba a
Inglaterra para guerrear contra Francia. La respuesta de Enrique fue apuntarse
a la coalición anticarlina esponsorizada por el Vaticano de 1526.
Para Enrique, en todo caso, el distanciamiento entre Carlos e
Inglaterra era una oportunidad. Ahora, pensó, se podría deshacer de Catalina
sin temer consecuencias desagradables respecto de Carlos, puesto que ambos ya
estaban distanciados. Ana Bolena, la mujer con la que el rey inglés entretenía
ya sus momentos, se negó en redondo a ser la escondida cortesana del rey, como
lo habían sido otras; y Enrique comenzó a coquetear con la idea de un divorcio.
Éste, sin embargo, presentaba notables y lógicas consecuencias negativas para los
intereses de Carlos de Habsburgo, por lo que éste presionó en Roma para que el
Papa tomase la decisión que finalmente tomó, esto es, rechazar la anulación del
matrimonio. Para Enrique, que personalmente tenía fuertes convicciones católicas y,
de hecho, nunca abandonó en su ámbito privado la práctica de su liturgia, se
abría un momento fundamental en el que tenía que decidir si se abatía ante la
sentencia papal o se rebelaba. Su gesto marcó para siempre la Historia de
Europa y, sobre todo, de Inglaterra. Decidió rebelarse y, lo que es más
importante, declararse él mismo cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
En 1526, Thomas Wolsley había comenzado a tentar el terreno en Roma
para saber si el PasPas iba a hacer una de las suyas (al fin y al cabo, los
pontífices habían firmado, y siguieron firmando, dispensas autorizando matrimonios
escandalosos) y le iba a dejar al rey divorciarse. El 17 de mayo de 1527, que
es el año, no se olvide, del saco de Roma, Wosley incita al rey inglés a
exponer sus razones en favor del divorcio; en ese momento, Sir Gregory Casalis,
representante inglés en el Vaticano, está demandándole al Papa una dispensa en
favor del rey Enrique. Las negociaciones siguen puteonas, y en 1528 es enviado
a Roma Stephen Gardiner, quien regresa a Inglaterra con un legado papal, el
cardenal Lorenzo Campeggi. El legado llegó a Londres con un breve papal, y sus
instrucciones eran enseñárselo a Wosley y al rey para después destruirlo; el
texto decía que si se podía probar que Catalina y Arturo habían consumado, el
matrimonio con Enrique sería declarado ex illicito coitu, esto es, mediando un zumballedalle ilegal a los ojos de Dios, siempre tan preocupado por el frotamiento de vaginas y penes, y por lo tanto no canónico. Catalina, sin embargo, se presentó
en Blackfriars y declaró que ella había ido virgen al matrimonio con el rey, que con Arthur sólo había jugado a la Playstation.
El 23 de julio de 1529, Campeggi, probablemente nada
convencido, declara que el asunto queda parado por las vacaciones de verano
(tres meses; nadie hace vacaciones, dicen, como los curas y los maestros. Y si son
curas maestros ya, para qué las prisas); aunque, en realidad, todo era un
subterfugio para enviar el expediente a Roma, donde le aplicaron uno de sus legendarios catenazzi.
Las cosas, mientras tanto, van avanzando en Inglaterra; el
Parlamento declara que se hará lo que el rey quiera. El febrero de 1531, se
decreta una concessio facta, por mor de la cual se declara, por primera vez,
que el jefe de la Iglesia de Inglaterra es el rey; a finales de 1534, se vota
definitivamente la conocida como Ley de Supremacía. De facto, pues, se
acababa de abolir el trámite de negociar con el divorcio con Roma.
El 24 de marzo de 1524, Clemente VII hace pública una
decisión en la que llama al rey inglés a mantener a Catalina la Maña como
esposa. Lo hizo ya cuando sabía que le quedaba un cortacabeza en el siglo; de
hecho, la roscó en septiembre. Tras cónclaves y reajustes y movidas, el 30 de
agosto de 1535 (porque, para lo que quieren, los curas no tienen vacaciones)
fue firmada la bula de excomunión del rey de Inglaterra. Eso sí, Pablo III, quien
desde luego no era ningún chavalote echado p’alante con estas cosas y al que, además, obedecer a Carlos le gustaba menos que graparse los testículos a las cejas, suspendió
la disposición efectiva de la bula, suspenso que permanecería hasta el 17 de
diciembre de 1538. Para entonces, en todo caso, Enrique y Ana (Tudor y Bolena, se entiende) estaban ya casados, probablemente en 1533. De hecho, cuando Enrique fue
efectivamente excomulgado, como hemos dicho en 1538, tanto Catalina como Ana
habían muerto ya, ambas en 1536, y el rey estaba ya rifando semen a cascoporro.
¿Cómo justificaron esto los ingleses? Bueno, como sabréis, los ingleses normalmente sólo justifican las cosas por sus santos
cojones morenos. Pero aquellos eran otros tiempos, Enrique era un católico
acérrimo, Inglaterra no era todavía lo que fue después; así pues, el tema lo
tuvieron que sostener un poco más que de costumbre. Los abogados del rey
sostenían que Catalina había perdido la posibilidad de generar más churumbeles
en 1526; así pues, después de dos años de cierta distancia, Enrique había
dejado de visitar su alcoba pues, como sabéis bien, si hay que ir se va, pero
ir por nada es tontería.
En aquella Inglaterra, jamás una reina había reinado por su
propio derecho, esto es, por ser la reina; todas habían reinado en
representación de ingleses (o normandos, o escandinavos, o…) con pene. Por lo
tanto, existía la duda, decían los jurisconsultos brit, de que el pueblo inglés
fuese a aceptar una reina sin heredero varón (sí: casi, casi, ese mismo pueblo
inglés que tragaría, décadas después, con La Pilas y con Isabelinchi). Además,
argumentaban los abogados, tal vez el gesto de Enrique de haberse casado con la
mujer de su hermano había hecho que dicho matrimonio fuese malo a los ojos de
Dios (echadle un vistazo a Levítico XX, 21; hay cierta base para ello). Así
pues, el primer acto del rey Enrique no fue tanto solicitar el divorcio, como
pedirle al Papa que le aclarase sus dudas al respecto de su matrimonio.
El tema tiene más enjundia. La seguiremos.
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