miércoles, noviembre 24, 2021

Carlos (17) Mühlberg

 El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar Papá, yo no me quiero casar Yuste 


Junto con las gabelas ya descritas, el emperador recibió también una sustanciosa participación en los réditos eclesiásticos en Flandes; en estas circunstancias, era lógico que el 7 de junio de 1546 Carlos firmase un pacto antiprotestante con el Papa. La Dieta de disolvió mes y medio después, el 24 de julio, pero para entonces lo que conocemos como campaña del Danubio ya había comenzado. Carlos, que había pasando los últimos años, y sobre todo los últimos meses, obsesionado con la idea de que los reformados golpeasen primero, había decidido ser él quien arrease la primera hostia (nunca mejor dicho) .

El Papa remitió con eficaz rapidez su contingente de combatientes a las órdenes de Octavio Farnesio, lo que, aparentemente, igualó las fuerzas de ambos bandos. A finales de agosto, en todo caso, los protestantes se apuntaron la primera ventaja en la guerra, en Ingolstadt, puesto que lograron colocar a unos imperial-papales en una situación en la que no tenían más alternativas que atacar o sufrir un intenso bombardeo. Sin embargo, la situación de Carlos no era tan desesperada, puesto que para entonces sabía que Maximiliano van Buren, conde de Van Buren y almirante de Flandes, primo lejano de Carlos puesto que descendía por la parte paterna de Felipe el Bueno de Borgoña, se acercaba desde las costas holandesas con una respetable fuerza. Así las cosas, Carlos prefirió bombardeo a ataque. Un tanto extrañadas, pues habrían esperado un ataque a la desesperada, las tropas protestantes desistieron de realizar ellas un ataque frontal y se dedicaron a hacer eso que llamamos una guerra de posiciones. Van Buren llegó muy pronto.

Cuando los refuerzos de Flandes estuvieron en sus manos, Carlos pasó a tener la ventaja de los medios; pero, para extrañeza de la mayoría de su Estado Mayor, por ejemplo el propio Van Buren, no atacó. De hecho, la mayoría de los generales carlinos quedaron hondamente decepcionados aquel mes de octubre, cuando el emperador, encontrándose en Giengen y en una situación muy favorable para atacar, decidió quedarse quieto.

La relativa inanidad de las tropas imperiales era, al parecer, básicamente recetada por sus generales españoles, entre los cuales el duque de Alba era una pieza de gran importancia. De esta forma, aunque decir esto es simplificar las cosas en exceso, podría decirse que los bandos existentes en el alto mando imperial se dividieron entre españoles y centroeuropeos, algunos de los últimos bajo una fuerte desconfianza en los primeros; por ejemplo Van Buren, que dejó bien clara su desconfianza respecto de sus tácticas.

Por otra parte, puesto que el frío estaba llegando con rapidez, la obsesión de la mayoría de los generales era que el ejército pasase a acuartelarse para pasar el invierno. Carlos, sin embargo, rechazó esta opción, a pesar de que tal vez era quien más necesitaba el descanso, puesto que estaba sufriendo de terribles ataques de gota. Carlos sabía que su hermano Fernando había unido fuerzas con Mauricio de Sajonia, quien en octubre de aquel mismo año había recibido el electorado, y que ambos estaban a piques de invadir los Estados de Juan Federico. Esto es, de hecho, lo que ocurrió en el mes de noviembre, momento en el que ocurrió lo que el emperador estaba esperando: Juan Federico abandonó la causa común para regresar a su casa y poder defenderla. Felipe de Hesse ofreció una negociación, pero Carlos la rechazó. Finalmente, el noble de Hesse abandonó el campo de batalla, dejando toda la Alemania del sur en manos del emperador.

Sólo entonces, Carlos aceptó levantar sus cuarteles de invierno. Lo hizo en Ulm. Inmediatamente que los soldados comenzaron a libar cerveza y a entregarse a las fiestas propias de los periodos de descanso, comenzaron algunas negociaciones diplomáticas, pero sin demasiado resultado. El elector de Brandenburgo, en este sentido, intentó una mediación, que una vez más Carlos rechazó.

El 22 de enero de 1547, sin embargo, Carlos de Habsburgo habría de tener una imagen fiel del tipo de cortabolsas con el que se había aliado. Porque los Francisquitos, esto la Historia lo advera con terca permanencia, los Francisquitos no tienen aliados: tienen gente que, en determinados momentos, hace lo que ellos quieren. La figura del aliado, entendida como alguien que en algunos momentos hace lo que tú quieres y en momentos exige que seas tú el que haga lo que él necesita, es una figura desconocida en el Vaticano; lo era cuando el Papado era una institución fundamental para la geopolítica, y lo sigue siendo hoy en día que su poder se ha matizado, que no desaparecido.

Pablo III había considerado que el puesto de gobernador de Milán debería concederse a alguna persona de su cuerda, concretamente Pierluigi Farnesio. Sin embargo, el emperador decidió nominar a Ferrante Gonzaga; y el Francisquito, en medio de un cabreo de mil Espíritus Santos, firmó un breve por el cual ordenaba a lo que quedaba de su contingente bélico que regresase a sus cuarteles. Quedaba claro, por lo tanto, que la Cabeza de la Cristiandad Católica no se había apuntado a la coalición con Carlos para luchar contra el protestantismo, sino para conseguir una coima para un pariente. Y éstos son los tipos que pontifican en materia de humildad y ética, que dicen que son el primer pobre del Universo y todas esas mandangas.

Dicen que el cabreo que se cogió Carlos fue épico. El emperador, al parecer, era bastante amigo de las explosiones sanguíneas; pero aquella fue de las peores. El enfado, probablemente, tuvo también que ver con el hecho de que, para entonces, el emperador ya sabía que el cura Ariel no era el único que era susceptible de dejarlo tirado; pues ahora mismo, en Alemania, lo que se había extendido era una gran prevención hacia el excesivo poder que parecía acumular el Habsburgo. Durante aquel invierno, Juan Federico logró recuperar buena parte de sus Estados sajones; pero no sólo eso, sino que logró hacer prisionero a uno de los partidarios del emperador, Alberto Alcibíades.

En esencia, esto venía a decir que, desde el punto de vista de Carlos, era necesario abrir otra campaña bélica conforme llegase el buen tiempo. Por ello, cuando apuntó la primavera alemana (más alemana que primavera, para qué vamos a engañarnos), Carlos se trasladó a Nürnberg, donde se reunió con fuerzas al mano de Fernando y Mauricio, para marchar todos hacia Eger, la villa-lapo. A partir de ahí, la armada imperial bajó por el curso del Mulde, enfilados hacia el cuartel general de Juan Federico, en Meissen, a las orillas del Elba.

Esta campaña bélica es aquélla de la que todo el mundo tiende a tener noticia, pues fue la que culminaría, el 24 de abril de 1547, en Mühlberg. Se trató de una campaña cuyo más preciso adjetivo sería económica puesto que Carlos, consciente de que tras la defección papal (pleonasmo) andaba reseco de tropas y que algunas de ellas tenían la deserción floja, buscó en todo momento exponerse lo menos posible a la producción de bajas. En consecuencia, aquélla fue una campaña repleta. de marchas y de contramarchas.

Esto fue, sin embargo, hasta que el emperador vio la posibilidad de terminar la campaña con bien; y en ese momento, siendo todavía el rey tardomedieval que de alguna manera seguía siendo en algunas cosas, ni siquiera se cortó de exponerse personalmente a los peligros de la batalla.

La mañana de la batalla de Mühlberg, los soldados imperiales descubrieron un vado practicable en el Elba; once soldados españoles consiguieron atravesar el río a nado. Ambos hechos permitieron realizar un ataque sorpresa sobre uno de los flancos de Juan Federico. Los húsares húngaros a las órdenes de Fernando de Habsburgo cargaron, afirmando en sus gritos su fidelidad hispánica porque tenían muy poco cariño por la fidelidad imperial. Carlos mismo, durante el enfrentamiento, portaba los colores rojo y oro de la casa de Borgoña; pero bueno, eso lo sabemos perfectamente porque para darse cuenta no hay más que ver la foto que le hizo Tiziano con el móvil.

La batalla fue muy corta. Carlos declaró en sus cartas apenas diez bajas entre sus tropas, entre muertos y heridos. La suerte de los sajones, sin embargo, fue muy diferente. Como siempre ocurre en este tipo de batallas, la verdadera matanza comenzaría cuando las tropas protestantes se dieron a la fuga. En ese punto, las tropas españoles o las flamencas, la verdad, tenían pocos alicientes para perseguirlos y continuar la matanza; pero no así los húngaros, que tenían para entonces ya un fuerte sentimiento antialemán.

Juan Federico ni siquiera soñó con huir. Los retratos de él que nos han quedado dejan bastante a las claras que era un puto seboso, así pues la huida estaba muy lejos de ser posible. Fue llevado a presencia de Carlos, ante el que dijo “Muy poderoso y generoso emperador, soy vuestro prisionero”; a lo que Carlos contestó con sorna; “¿Ahora me llamáis emperador? Antes me hablabais en otro tono...” Se refería, claro, a la propaganda protestante, que se refería machaconamente a Carlos como “aquél que dice que es emperador”.

Una vez verificada la victoria de Mühlberg, Carlos descendió por el curso del Elba hasta Wittenberg. Para entonces, la cohesión de la Liga de Schmalkalde, lógicamente, se estaba resintiendo. Por ello, Carlos se sentía fuerte y poco proclive a hacer concesiones. Mauricio de Sajonia, por ejemplo, solicitaba la liberación de su suegro, Felipe de Hesse, quien sólo tardíamente había aceptado unirse al bando carlino; pero el emperador se negó.

Fue quizás esta forma de mantener la cuerda excesivamente tensa, sin permitirse expresiones de cierta flexibilidad, la que dio al traste con el paso siguiente de aquella victoria; el paso sin el cual aquello amenazaba con quedarse en un pequeño avance militar sin más. Ese paso lógico hubiera sido la creación de una Liga Imperial, al estilo de la Liga o Bund Suaba que tan bien había servido a tres emperadores seguidos, el último de ellos el propio Carlos. Sin embargo, el Reichsbund nunca llegó a tener existencia concreta.

A todo esto hay que añadir el hecho de que el flanco religioso no estaba en modo alguno pacificado. Pablo III, cuya hostilidad hacia el concilio de Trento era algo que casi no se ocupaba en disimular, había trasladado la sede conciliar de la ciudad imperial a Bolonia el 11 de mayo de 1547, lo que venía a suponer jugarse un órdago en condiciones contra las intenciones imperiales de que Trento pudiera servir para armar una discusión razonable entre católicos y reformados.

La polémica, todo hay que decirlo, le resultaba relativamente beneficiosa a Carlos. Siendo el emperador una figura que mantenía posiciones claramente distanciadas, cuando no contrarias, a las defendidas por el inquilino del Vaticano, cada vez que el PasPas hacía un movimiento involucionista, en realidad la imagen imperial entre los protestantes alemanes mejoraba. Éste es un elemento que estuvo absolutamente presente el 1 de septiembre de aquel año de 1547, cuando comenzó sus sesiones la Dieta de Ausburgo. Carlos llegó a esta reunión convencido, y así se lo hizo saber a su hermano el Fernan, de que si el Francisquito seguía haciéndole luz de gas, él convocaría un concilio por sí mismo, un concilio que, según su idea, dejaría la Iglesia irreconocible (hemos de suponer que la reforma básica en la que estaba pensando Carlos era la implosión del centralismo papal; algo con lo que habían soñado ya muchos gobernantes temporales en el pasado de Carlos). Ante los representantes de Ausburgo, Carlos hizo una defensa cerrada del reinicio de las labores de Trento, que él entendía debería producirse con el concurso y la participación de los que un día habían signado la Confesión de Ausburgo, para así encontrar la paz en el seno de la Iglesia.

A Carlos la jugada le salió bien. Los príncipes alemanes asintieron ante sus ideas y propuestas. Obviamente, ese nivel de consenso imperial puso al Vaticano de los nervios; una situación ya de por sí complicada que empeoraría de todas formas cuando Pedro Luis el Farne, hijo del Papa, la roscó aquel mismo año. Carlos, por cierto, tenía sus propios problemas familiares. Aquel año envió a su fiel escudera María de Hungría a parlamentar con Fernando para ver de regular la sucesión al frente del Imperio, considerando que se le dejaría sitio a su hijo Felipe. Carlos consideraba que la familia Habsburgo se había quedado sin activos suficientes para soportar presupuestariamente hablando las cargas del Imperio, y por eso quería que se dejase paso a su hijo, que controlaba el flujo americano. Estas gestiones enrarecieron en grado sumo las paellas familiares de los domingos.

A principios de 1548, Carlos envió una protesta formal a Bolonia sobre la reunión conciliar que allí se estaba intentando celebrar, más que celebrando. Diego Hurtado de Mendoza, el embajador español en Roma, reiteró dicha protesta ante el PasPas.

Fue en este entorno, con un emperador que disfrutaba de un cierto mejor ambiente entre los protestantes y un clima de enfrentamiento creciente con el Papado, cuando Carlos decidió publicar (18 de junio de 1548) el conocido como Interim, un documento diseñado para mantener las posibilidades de conciliación entre católicos y protestantes mediante la codificación de los planteamientos reformados y las cuestiones sobre las que todavía mantenían diferencias con los católicos. La publicación del Interim, por así decirlo, buscaba que se asumiese como lógica y próxima la labor, encomendada a un concilio, de regular unas relaciones pacíficas entre ambas partes.

En la práctica, el Interim venía a suponer la sacralización del famoso principio cuius regio, eius religio, lo que lo cubrió de críticas desde el inicio. Bien es cierto que el Papa, cercana ya su muerte y sintiéndose acorralado, acabó por dar un consentimiento, más formal que otra cosa; la muerte de este Papa, eso sí, levantó enseguida las esperanzas de que finalmente se celebrase un concilio en el que pudieran participar físicamente los protestantes, reformados y católicos templados. Pero, sin embargo, en Alemania, por mucho que los Granvela lo intentaron, no fue posible conseguir que Juan Federico El Chuletas diese su conformidad con el documento.

Como ya sabemos los que hemos escrito o leído las notas sobre Trento, sin embargo, la proclividad de Roma hacia el pacto con los reformados apenas se había movido, si es que se había movido algo; el Papa permanecería impasible el alemán.

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