Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar Papá, yo no me quiero casar Yuste
Desde la celebración de la Dieta de Ausburgo, Carlos había estado intermitente, pero continuamente atacado por las fiebres. De hecho, se sintió tan débil que, ante la circunstancia de no poder reunirse con su hijo Felipe, redactó el que se considera como su testamento político. En otoño llegó a Bruselas, donde se quedó varios meses hasta poder saludar a Felipe, quien llegó el 1 de abril de 1549. Exactamente un año después, el 2 de abril de 1550, Felipe fue reconocido por los Estados Generales de los Países Bajos como heredero de los mismos. En ese momento, el trabajo febril era para preparar una nueva Dieta de Ausburgo, donde Carlos debería volver a parlamentar con los príncipes alemanes.
El plan principal era dar los pasos necesarios para conseguir
que el hijo de Carlos de Habsburgo siguiera los pasos de su padre, no desde
luego en España, donde estaba todo el pescado vendido, sino en Centroeuropa.
Así pues, la idea era que Fernando, el hermano del emperador, lo sustituyese en
dicho puesto, mientras que Felipe era proclamado rey de Romanos. Sin embargo,
cuando padre e hijo llegaron a Ausburgo, el acuerdo era claramente imposible.
El debate sobre la sucesión del Imperio dejó en el aire y
como en un segundo plano el debate religioso, que el Interim había
colocado en todo lo alto. Cuando Fernando y Maximiliano llegaron a la ciudad,
el segundo de ellos, ostentosamente, evitó todo contacto con Felipe y,
rápidamente, las relaciones entre Carlos y su hermano mostraron claros síntomas
de deterioro; lo cual no es de extrañar, puesto que lo que estaba en juego allí
era, nada menos, por qué rama familiar habría de fluir el poder imperial; por no mencionar que las relaciones entre ambos, desde los ya lejanos tiempos en los que Carlos le había afanado a su hermano el destino español que habría sido el más lógico para él, no eran precisamente las de las hermanas Ingalls. En
diciembre de 1550 Carlos, sin saber cómo resolver la movida, le escribe a María
de Hungría para que se llegue por la Dieta, cosa que ella hizo, a uña de
caballo, en apenas doce días.
María la Zíngara llegó a Ausburgo para tomarse el chocolatito
con churros del nuevo año 1551 y, automáticamente, desplegó sus habilidades
negociadoras, que eran muchas, para tener, el 9 de marzo, un acuerdo más o
menos cosido. Fernando sería emperador, pero a cambio debería hacer campaña,
por así decirlo, en favor de su sobrino como rey de Romanos; Felipe, a cambio,
aseguraba que el sucesor en la corona imperial sería su primo Maximiliano. Así
acordado todo, el 25 de mayo, después de unos cuatro años de tour, Felipe regresó
a España, que era donde realmente quería estar.
La situación internacional, mientras tanto, ofrecía algo de
mejor cara. Julio III, el PasPas reinante que había sucedido a Pablo III, parecía
mostrarse bastante más dialogante y proclive que su antecesor. El 1 de mayo de
1551, el concilio había retomado sus sesiones en Trento, abandonando el absurdo
sueño boloñés; e incluso había contado con la participación de algunos
protestantes o blandos.
Sin embargo, esa estabilidad duró poco. Inmediatamente, el de
siempre, o el de casi siempre, tuvo que dar por culo. Mauricio de Sajonia había
abierto una querella profunda con el emperador a causa del prisionero Felipe de Hesse, en
la que, inmediatamente, se implicó Enrique II de Francia quien, en septiembre
de 1551, le declara la guerra a Carlos. Al mes siguiente, Jean de Fresse,
obispo de Bayona, negocia con Mauricio y con otros príncipes protestantes un
acuerdo por el cual el rey francés le prometía a los teutones un subsidio de 240.000
coronas para tres meses de lucha, seguido de una subvención teóricamente sin
límite de 70.000 coronas mensuales. A cambio, los príncipes alemanes deberían
reconocer al rey francés como Vicario Imperial, y consentir en que hiciese
suyos Metz, Toul y Verdún, Cambrai y, en general, cualesquiera villas entonces
imperiales que hablasen cualquier otra cosa que no fuese el lenguaje de Adolf
Hitler Goethe. Este acuerdo fue ratificado en Chambord el 15 de enero de
1552, y fue el primero (pero no el único) de los acuerdos agresivos que
alcanzaron los protestantes alemanes con el cristianísimo rey francés.
Quizá por primera vez desde que era emperador, Carlos no se
podía decir seguro en su propio Imperio. Aunque tal vez pudo pensar marcharse a
territorios donde su posición era más sólida, María de Hungría lo convenció de
que debía permanecer en terreno imperial, so pena de, tal vez, perderlo todo. Carlos
quería ir a Innsbruck, pero María prefería que buscase terrenos más propicios,
como Spira o Worms. El problema, además, no sólo era de seguridad, sino también
financiero: Carlos necesitaba de unas 300.000 coronas para poder defender sus
tierras flamencas, y no las tenía; ni las podía tener, porque los banqueros de
Ausburgo le habían cerrado el grifo del crédito (y tampoco ayudaba que a su
hija María, casada con Maximiliano, se le hubiera puesto entre ceja y ceja,
precisamente en ese momento, comprar un ducado que valía 800.000 ducados). Por
eso, Carlos consideraba que lo que le quedaba era irse a Innsbruck, quedarse
allí con el culo contra la montaña, y esperar a que su bro Fernando le pudiera
ayudar.
En marzo de 1552, Carlos envió a Joachim de Rye a la Corte
de Fernando. Para entonces, Carlos no las tenía todas consigo de que su hermano
no hubiera decidido jugar el papel de hombre bueno entre el emperador y los
príncipes protestantes o que, incluso, lo estuviese haciendo ya. Rye llevaba instrucciones
de tratar de averiguar sus intenciones en este sentido y, en todo caso, tratar
de disuadir a la pareja Fernando-Maximiliano de hacerlo y, a cambio, tratar de
convencer a Mauricio de Sajonia de que negociase directamente con Carlos; el
emperador garantizaría su seguridad y la libertad de Felipe de Hesse.
En abril, Carlos estaba finalmente convencido de que no
podía considerarse completamente seguro en el teatro imperial, y de que debía irse
a Flandes. Las opciones, en ese momento, eran hacer ese viaje; permanecer en Innsbruck,
sin poder hacer gran cosa; o tratar de ganar España desde Italia, es decir,
hacer un viaje por mar que podía ser interceptado por los franceses o los
turcos. Así lo dice el emperador en una carta a su hermano Fernando, en la que
afirma que está resuelto a partir incluso la misma tarde de la jornada en la
que escribe; sin embargo, esta carta se encuentra archivada en Bruselas, lo
cual es un indicativo de que nunca fue enviada. Al parecer, lo que pasó es que
Carlos no cumplió su intención (irse ese mismo día) y todavía permaneció en
Innsbruck el tiempo suficiente como para recibir, el día 13, noticias de María
de Hungría, en las que ésta le reconvenía seriamente de ir hacia Flandes,
puesto que, le venía a decir, no teniendo dinero para financiar las necesidades
que claramente tenía el territorio, su visita podría terminar siendo más
contraproducente que otra cosa. A la gente no le suele gustar echarse al jeto al tipo que les está recortando las pensiones.
Así las cosas, todo estaba fiado a que efectivamente fructificasen
unas negociaciones entre Fernando y Mauricio de Sajonia; unos contactos que
Carlos nunca había querido que se produjesen pero que comenzaron el día 19 de
abril en la patria chica de Hitler Mateo Kovacic, para luego continuar en Passau, después de
una pausa durante la cual, todo hay que decirlo, Mauricio de Sajonia realizó
una especie de acción de comando (23 de mayo) sobre Innsbruck, cuyo obvio
objetivo era apresar al emperador. Carlos, sin embargo, había partido días
antes hacia el Brennero y Carintia.
A pesar de haber engañado al taimado Mauricio, la posición
de Carlos no era ni mucho menos sencilla. Meses antes de su salida de
Innsbruck, la guerra había comenzado de nuevo en Italia. Los franceses, por
otra parte, habían sacado un rédito estupendo de su alianza con los
protestantes (los franceses nunca se alían con nadie si no pueden ganar algo,
incluso a costa del aliado; en esto, el único que los sobrepuja es el PasPas) y controlaban ya los tres obispados que eran su
objetivo (Metz, Toul y Verdún), además del ducado de la Lore. En Trento, un montón
de asistentes habían salido a la naja ante la proximidad de las tropas de Mauricio
(los obispos, siempre tan proclives a decirte que Dios proveerá, pero siempre
empeñados en desmentir sus designios cuando afectan a sus testículos); y, para
resolver eso, Carlos no tenía ni dinero ni el respeto de los banqueros de
Europa, que le habían otorgado de tiempo atrás el rating de bono basura.
En esta situación, el negociador imperial, Fernando, tenía,
la verdad, muy poco margen. Por eso, en Passau, hubo de llegar a un acuerdo
religioso con Mauricio que, algunos años más, sería escrito en piedra en Ausburgo.
Mauricio obtuvo la declaración de una paz incondicional e ilimitada, lo que
venía a suponer que el protestantismo pasaba a ser reconocido como una religión
con los mismos timbres y méritos de legalidad que la católica, opustólica y romántica.
Se le daba carta de naturaleza total al principio cuius regio, eius religio.
Libertad para Felipe de Hesse. Eso sí, en cuanto al elector Juan Federico, su
gran enemigo sajón, Mauricio decía que se la sudaba que siguiera preso (aunque,
en realidad, para cuando se firmó Passau, ya era libre).
Carlos aceptó el compromiso de Passau el 15 de agosto de
1552; lo hizo muy a su pesar, y después de que su hermano Fernando le amenazase
con esto y aquello repetidamente; y, de seguro, después de haber explorado
todas y cada una de las posibilidades de oponerse al acuerdo.
La verdad es que a Carlos, si pensaba resistir, no le faltaban
razones para pensarlo. El emperador estaba arruinado, ciertamente; pero sus
enemigos no es que nadasen en pasta, precisamente. Acabó Carlos, además, por
recibir noticias buenas: había recibido ingresos suficientes en Brixen como
para poder pagar, cuando menos, la nómina de un mes de las tropas que tenía
allí acuarteladas. Anton Fugger le otorgó una garantía sobre 400.000 coronas y,
más importante, le ayudó a renegociar los créditos que tenía con banqueros
genoveses, y que vencían entonces. La guerra había cesado en Italia, al menos
por el momento; y Juan de Brandenburgo-Kustrin mostraba deseos de llegar a algún
tipo de acuerdo con el emperador. Dios aprieta pero no ahoga.
Carlos podía aspirar a centrarse en lo que más le jodía: la
ocupación francesa de Lorena y los tres obispados. En septiembre, Carlos llegó
a Wissemburgo pasando por Estrasburgo, e informó a María de Hungría de que
tenía la intención de recupera Metz para el Imperio. María le dijo que no
mamase; pero Carlos estaba obsesionado con la idea de que los franceses, con
esas ganancias territoriales, podían cortocircuitar Flandes del Franco Condado.
En esa pelea estratégica estaba cuando llegó de España el duque de Alba para inclinar
la balanza del lado de Carlos. El militar español consideraba que Alberto
Alcibíades, quien formalmente seguía en guerra con el emperador, pero ostentosamente
no había querido formar parte del acuerdo de Passau, podía ser convencido de
cambiar de bando. Y no se equivocaba: el 10 de noviembre, tras largas
negociaciones, Alberto colocaba 15.000 hombres más a las órdenes del emperador.
A finales de ese mismo mes, comenzó el asedio de Metz.
En defensa de la plaza se encontraba el duque de Guisa, un
hombre muy resolutivo que, de hecho, había conseguido construir en un espacio
muy corto de tiempo unas defensas en la ciudad más que potables; así las cosas,
la artillería carlina se estrelló contra una misión imposible. En enero de 1553,
en medio de un frío de cojones y con la tropa ya empezando a estar mal pagada,
Carlos decidió levantar el asedio.
Tras este fracaso de Carlos, el emperador abandonó el
territorio imperial, y no sabemos si pensaba o sospechaba que sería la última
vez que lo haría. Se marchó a Bruselas. Para los franceses, el fracaso del
ataque a Metz fue un hecho de orgullo nacional, que provocó poemas, folletos,
alharacas y no pocas borracheras.
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