Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar Papá, yo no me quiero casar Yuste
Mis disculpas. Pensé que había publicado la toma 15, y no era así. Aquí la tenéis.
Tras el acuerdo básico entre católicos y protestantes, todo quedó dispuesto para realizar una reunión en Ratisbona, paralela a la Dieta, que abarcó de abril a julio de 1541 y estuvo presidida por el propio Carlos. A la reunión acudieron tanto Melachton como Calvino, y en la organización de los debates tuvo un papel fundamental Granvela; de hecho, fue capaz de redactar un texto sobre la doctrina de la justificación al que Calvino, al parecer, no fue capaz de cambiarle ni los puntos y coma. El 2 de mayo, los reunidos alcanzaron un acuerdo que se conoció como Libro de Ratisbona. Era un texto de 23 artículos.
Sin embargo, en cuanto este texto pasó de los teólogos a los
políticos, esto es, cuando fue elevado a la Dieta, comenzaron los problemas.
Lutero, que había recibido el texto de Granvela sobre la justificación, hizo
público su rechazo del mismo; asimismo, Roma comenzó a hacer lo que siempre
hace, esto es, intentar joder todo acuerdo que no haya mamoneado personalmente.
El Libro de Ratisbona ha sido considerado como una
iniciativa por la cual el humanismo, esto es, la filosofía surgida con el
Renacimiento, trató, y se podría decir que consiguió, de integrar la nueva
ideología teológica reformada dentro de lo anteriormente existente, esto es, hizo
compatible la reforma y lo reformado. Fue un texto para labrar la paz entre
ambas partes y hay que decir que, por una vez, y aunque recibieron con fruición
el fracaso, los Francisquitos no fueron los causantes del descarrile. Fue
Lutero. Ya hemos dicho que ni Calvino había puesto problemas al enfoque
ofrecido por los asesores imperiales. Lutero, sin embargo, ya no quería ninguna
solución que pasara por la supervivencia del Papado; y, muy probablemente, no
era ya el único, puesto que estaba rodeado de príncipes que habían detectado en
el apoyo a la Reforma la oportunidad de oro para constituirse en poderes más o
menos autónomos. La renuencia luterana fue, eso sí, oro molido para la Roma,
que no encontró razón ni incentivo alguno para mostrarse más conciliadora que
quien se posicionaba claramente como su enemigo.
El Papa había aceptado la reunión de Ratisbona a
regañadientes. En realidad, lo más preciso sería decir que si la había aceptado
era porque, como suele pasar con los santos padres que dicen que son el primer cristiano
pobre de la Humanidad y todas esas tonterías, el inquilino de Roma no le puso
la proa a la tentativa alemana de concertación porque esperaba sacar algo para
sí en ello. En aquellos momentos, el inquilino del Vaticano esperaba que el emperador
Carlos le cediese a su familia Farnesio la señoría de Camerino. Sin embargo,
buena prueba de la repugnancia que en el fondo sentía hacia la asamblea es que
prohibió expresamente a sus legados participar en cualquier discusión con
teólogos protestantes.
Entre los protestantes había alguno que estaba en la misma
situación que el Papa. El landgrave Felipe de Hesse, por ejemplo, acababa de
casarse por segunda vez sin haberse descasado del todo de la primera. Felipe
trató de resistir el escándalo de sus prelados aseverando que no hay nada en
las Escrituras contra la bigamia, pero su situación era tan delicada que
necesitaba del apoyo del emperador. Por ello, en Ratisbona se ofreció como
colaborador frente a las tendencias protestantes más radicales y favorables a
la ruptura, dirigidas por Juan de Sajonia y por otros nobles financiados por
Francia.
Otro de los elementos que en ese momento dominaban los
movimientos orquestales en la oscuridad de la geopolítica europea eran las
inquietudes varias, entre los protestantes y los turcos, que había levantado el
nuevo ambiente de buen rollo entre el Imperio y Francia, ése que había
permitido que Carlos cruzase el país galo camino de Flandes. Ya a finales de
1539, Solimán le había enviado un mensaje a su aliado francés (aunque “aliado
francés”, en realidad, es un oxímoron) para pedirle explicaciones de un estado
de cosas del que él temía ser el pagano final. Sin embargo, en los meses
siguientes, el rey francés acabó por decidir que, si Carlos no le otorgaba un
control total sobre Milán, él no profundizaría en las relaciones de paz, con lo
que los contactos entre París y Constantinopla volvieron a coger momento
angular.
La Dieta de Ratisbona se cerró el 29 de julio de 1541 con
una declaración, un tanto reiterativa, que garantizaba la seguridad de aquéllos
que habían suscrito la Confesión de Ausburgo, más una serie de cesiones de
poder a los protestantes que levantaron ampollas entre los católicos y
obligaron a Carlos a llegar a un pacto secreto con éstos que evitase una
difícil ruptura, que lo habría dejado sin apoyos en el ámbito imperial.
A pesar de estas formalidades, es imposible sostener otra
idea distinta que los protestantes salieron sobrados de la Dieta de Ratisbona. En
los meses subsiguientes, la Sajonia Albertina cayó plena bajo la influencia
reformada, como ya lo había hecho la Ernestina. Y, lo que es más importante, en
Brandenburgo hubo cambio de elector, y éste se mostró bastante proclive a las
tesis reformadas. Si a eso le unimos el fracaso de Argel, la pérdida de Hungría
en manos turcas y el deterioro de las relaciones con París, resulta fácil de
concluir que 1541 fue un año de mierda para Carlos de Habsburgo. Un mal año que
se destilaría seis años después, en Mühlberg, justo como Carlos nunca había
querido que se destilase.
En efecto, a Carlos no se le escapó que de Rabistona no
había salido ganador, sino más bien todo lo contrario; y que, en consecuencia,
los príncipes protestantes estaban en un estado de ánimo en el que no iban a
impedir que los temas acabasen por dirimirse en el campo del honor. Como ya
sabemos, tras la muerte de Antonio Rincón, Francia aprovechó aquel hecho para
labrar una escalada bélica con el Imperio. En 1542, tropas gabachas invadieron
Luxemburgo, que era un feudo imperial, y alentó rebeliones y violencias en
Flandes, aprovechando que Fernando estaba luchando contra los turcos en el otro
extremo del Imperio.
El problema para los franceses es que dicha escalada, con
elevada probabilidad sintonizada con la ofensiva de los turcos desde los Balcanes,
no pasó desapercibida para la opinión pública europea, que se percató de que un
rey que se intitulaba cristianísimo tenía una alianza con el pérfido infiel. En
septiembre de 1543, el duque de Orléans solicitó formalmente su ingreso en la
Liga de Schmalkalde, comprometiéndose a predicar la reforma en Luxemburgo y en
otros territorios imperiales que en ese momento había invadido; pero esa
petición se realizó ya, en medio de la prevención de los príncipes alemanes,
que temían estar aportando su apoyo a un Estado que estaba fuertemente aliado con
los turcos y que, para más inri, reprimía a los protestantes dentro de sus fronteras (y es que los alemanes siempre han tenido un punto bruto; pero al menos no les da igual Juana que su hermana, cosa que a los franceses y a los ingleses siempre se les ha dado de puta madre).
A raíz de esos movimientos, Carlos acortó su estancia en
España (que se extendió de noviembre de 1541 a abril de 1543). María de Hungría,
convertida en su deputy, estaba al pie del cañón, y su principal
problema era la carencia casi total de que adolecía a la hora de allegar buenas
tropas veteranas; tan intensa era su falta que tuvo que echar mano de Felipe de
Hesse.
Algunas semanas antes del regreso de Carlos al teatro
imperial centroeuropeo, en febrero de 1543, consiguió firmar un acuerdo secreto
con Enrique VIII que permitió reiniciar las buenas, y fundamentales, relaciones
comerciales entre la isla y la costa flamenca. Enrique tenía interés en
presionar a Francia a través de este tipo de tratados, pues no había perdido
todavía la esperanza de recuperar alguno de los territorios continentales que
un día habían sido ingleses. Después de aquello, pasó algunos días en Busseto
con el Papa y, después, se puso manos a la obra militar. Durante el verano,
sometió Clèves, Guelders y Zutphen; celebró los Estados Generales flamencos en
Lovaina; y luego se fue a por los franceses, que hubieron de retroceder aquende
la raya del Artois.
El 31 de enero de 1544, Carlos llegó a Spira, para preparar
una Dieta (aunque también le habría venido bien preparar una dieta, atormentado como estaba por la gota). Pocas semanas después, Luis, el elector palatino, falleció y fue
sucedido por su hermano, el conde Federico del Rhin; el Timbres era un
viejo conocido y aliado de Carlos, tanto que éste, en 1535, le había cedido la
mano de su sobrina, Dorotea de Dinamarca.
En la Dieta, Felipe de Hesse comenzó a pagar la deuda
generada por el apoyo del emperador en momentos muy duros para él a causa de su
picha brava: realizó un encendido discurso en contra del rey francés. Asimismo,
el vicecanciller Naves fue el encargado de leer en público en una sesión las
cartas que su día le había enviado el rey francés a Carlos, en las que le
ofrecía toda su colaboración contra los protestantes alemanes si recibía
el ducado de Milán; los príncipes reformados, claro, quedaron chupetizados.
Quienes sí fueron decididamente profranceses fueron los legados papales,
encabezados por el cardenal Farnesio, en una actitud que incluso revolvió las
tripas de Martín Lutero, quien denunció que el Papa, el rey de Francia y el turco
se habían aliado.
A pesar de todo esto, la Dieta se enfrentaba a grandes
dificultades. Como ya he dicho, desde Ratisbona los príncipes protestantes
vivían convencidos de que el presente y el futuro les pertenecía; así pues,
esperaban de la Dieta que consolidase todo lo que se les había prometido antes,
y aún lo mejorase. Los católicos, sin embargo, llegaron a Spira mosqueados con
las cesiones de Ratisbona, y mucho más proclives a romper la baraja que a otra
cosa.
Carlos, por su parte, tenía claro que quien tenía el viento
de cola era el movimiento reformado. En los meses, si no años anteriores, las
teorías luteranas no habían hecho sino crecer; el alemán medio, por así
decirlo, se mostraba cada vez más decididamente protestante. Así las cosas, el
emperador alumbró una declaración que es, probablemente, el momento en el que
el muy católico Carlos de Habsburgo fue más lejos en el reconocimiento de una
nueva situación. Para empezar, su declaración hablaba ya de dos religiones; ya
no se estaba hablando de una escuela dentro del catolicismo, sino de una forma
distinta de entender el cristianismo que, ésta es la conclusión indirecta,
precisamente por ser independiente no tiene por qué obedecer lo que le ordene
un PasPas. Eso sí, recomendaba el respeto mutuo, el amor fraternal y todas esas
mandangas a las que los sacerdotes siempre llaman cuando su deseo oculto es rajarle
el pescuezo al de enfrente, en un concilio. Asimismo, Carlos prometía que en la
siguiente Dieta se realizaría una reforma de la cristiandad en toda regla, y confirmaba todas las cesiones anteriores en favor de los
protestantes.
Este movimiento fue un movimiento arriesgado frente a los
príncipes católicos y la opinión pública europea; pero Carlos obtuvo lo que
buscaba con ello. Recibió 24.000 hombres y 4.000 caballos durante seis meses
para poder presentarle batalla al francés, más cualesquiera fuerzas pudiera
necesitar para rechazar al turco.
Francisquito no se hizo esperar. El 24 de agosto, mediante
un breve, condenó expresamente la declaración imperial. Era el mundo al revés,
pues tanto Lutero como Calvino escribieron folletines defendiéndolo; pero a
Carlos, la verdad, no le importaba demasiado. Lo realmente importante es que en
París, en cuanto supieron del resultado de la Dieta, habían activado
inmediatamente la máquina de negociar, y ahora se mostraban abiertos a lograr
algún tipo de acuerdo que impidiese las hostilidades. Este acuerdo de paz, sin
embargo, quedó nonato, a causa sobre todo del cambio de tornas producido el 11
de abril de 1544, en Ceresole d’Alba, localidad piamontesa, donde las tropas
francesas, al mando de Francisco de Borbón, conde de Enghien, le encendieron el
pelo a los españoles, comandados por Alfonso de Ávalos, marques del Vasto y de
Pescara.
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