lunes, noviembre 22, 2021

Carlos (16): Si esto no se apaña, caña, caña, caña

 El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar Papá, yo no me quiero casar Yuste 


Apenas clausurada la asamblea de Spira, Carlos estaba en Metz, reuniéndose con sus tropas. Aquella ofensiva fue la que trajo el tratado de Crépy, del que ya hemo hablado. Un pacto que sustantivaba una nueva victoria imperial, veinte años después de Pavía, y que dependía, en su ejecución, del mismo duque de Orléans que, siendo dueño de los aburridos luxemburgueses, se había ofrecido para ser un esmalcaldino más. Sin embargo, no hubo mucho tiempo para hacerse conjeturas sobre su fidelidad, puesto que moriría el 9 de septiembre de 1545, casi un año clavado después de Crépy.

Cerrada la vía de agua francesa, por lo menos de momento, para Carlos se le presentaba un momento en el que podía, y además debía, centrarse en su actitud respecto de la rebelión alemana. El 15 de diciembre de 1544 tenía fecha fijada la Dieta de Worms, en la que Carlos, no se olvide, había prometido que se abordaría la reforma de la cristiandad. El emperador, seriamente atacado por la gota, quería que su hermana, la polivalente María de Hungría, le representase en la asamblea; tuvo que abandonar esta idea porque Fernando se mosqueó aunque, la verdad, ella era mucho mejor diplomática que él, y estaba mucho mejor dotada para la misión. En todo caso, desde el punto de vista de los tecnócratas, allí estaba Granvela, acompañado de su hijo Antonio, obispo de Arras, la capital de los copilotos de rally. Estos dos funcionarios fueron quienes cubrieron al emperador hasta que estuvo en condiciones de aparecer personalmente, cosa que hizo el 16 de mayo de 1545.

Para cuando Carlos llegó a Worms, la situación estaba obviamente enrarecida por la convocatoria del Papa de un concilio en Trento, a celebrar la cuarta dominica de Cuaresma, esto es, el 15 de mayo de 1545, un día antes de que Carlos llegase a la Dieta. Ahora todo el mundo se preguntaba cómo podrían unas Cortes alemanas abordar un tema que era materia de un concilio ecuménico que, para colmo, ya estaba en marcha.

La convocatoria del concilio, contemplada desde Worms, era un rejonazo papal. Ya os he explicado mil veces que el inquilino del Vaticano no está acostumbrado ni a que nadie le diga lo que tiene que hacer, ni a que nadie diga que va a hacer algo distinto de lo que él ordena. El PasPas Pol se había cogido un cabreo de no te menees con los resultados de la Dieta de Spira, de donde se supone que hubiera esperado ver salir al emperador cortando las cabezas de sus súbditos protestantes como un Asurbanipal moderno. Entre eso y que el puto Carlos le estaba dando la brasa en modo experto con que convocase un concilio mientras que él prefería graparse el escroto a la ceja izquierda antes que convocarlo, acabó pensando: si querías caldo, aquí tienes dos tazas; y lo convocó en el peor de los momentos posible, para petardear la Dieta de Worms y el proyecto que tenía (aunque hay que reconocer que Carlos, en Spira, describió ese proyecto en términos muy genéricos) de tirar por la calle de en medio y de presentar una alternativa a los métodos inquisitoriales defendidos por Roma. El Papa, en efecto, corría un riesgo de la hostia, y nunca mejor dicho, en que católicos y protestantes centroeuropeos encontrasen la forma de darse cuenta de algo que era verdad, a pesar del Papa y también de Lutero y de Calvino, y es que católicos y protestantes, sobre el papel, tienen bastantes más cosas en común que en contra. Si los centroeuropeos llegaban a un acuerdo basándose en esos principios, estarían llegando a un acuerdo que, en la práctica, sería un acuerdo sin Papa. Y eso significaba que se acabaría la pasta.

A decir verdad, las inquietudes del de Roma también se reproducían, a su manera, en el bando protestante alemán. En los principados reformados, todas las alarmas habían saltado con la paz de Crépy, porque aquel documento venía a significar que el emperador se quedaba sin su enemigo estructural: Francia, y, por lo tanto, podía centrarse en ellos.

El cardenal Farnesio, nominado delegado papal en la Dieta de Worms, llegó a la ciudad un día después que el propio emperador. Allí anunció que había depositado 100.000 ducados para contribuir en la lucha contra los turcos, y sugirió la posibilidad de nuevas aportaciones. Estaba tratando de atraer a Carlos, claro. El emperador, mientras tanto, había dado instrucciones a sus embajadores en Trento para que retrasasen los comienzos de las discusiones, para así desactivar la tentativa de Pablo de que el concilio provocase la implosión de la Dieta de Worms. Sin embargo, cuando comenzó a asistir a las sesiones se encontró a protestantes y católicos tan enervados que decidió escuchar los cantos de sirena de Farnesio. El legado papal dejó Worms, en secreto y disfrazado, el 27 de mayo; tardó apenas doce días en llegar a Roma, lo cual, en esa época, es notable. El 17 de junio, el Papa ofrece 100.000 ducados más al emperador pero, esta vez, para la guerra contra los protestantes; además de 12.000 soldados y 500 caballos durante cuatro meses, también pagados de su bolsillo (o sea, del tuyo). Asimismo, autorizó a Carlos I de España a vender terrenos de la Iglesia en la península por valor de 500.000 ducados más y a tomar una mayor proporción de los diezmos. El Papa trataba de empujar a Carlos a una guerra contra los protestantes.

El emperador había insistido en todo momento, durante sus conversaciones con el cardenal Farnesio, en que todo lo hablado debería permanecer secreto. Este interés, sin embargo, no era el de Pablo III, quien se dedicó a decirle a todo el que le quería escuchar que su campeón católico estaba preparándose para entrar en los campos alemanes a sangre y fuego. Carlos tuvo que enviarle emisarios a Roma conminándole a chantar la mui mientras, en Worms, trataba malamente de controlar a una asamblea cada vez más inquieta, a la que prometió todas las garantías anteriores, más el inicio, el 30 de noviembre y en Ratisbona, de una discusión sobre el presente y el futuro de la cristiandad. Continuaba, asimismo, retardando en lo posible el inicio del concilio, para así poder lanzar el proceso centroeuropeo sin problemas.

Uno de los grandes problemas de Carlos era el debilitamiento del bando católico alemán. Uno de sus influencers, Henri de Brunswick-Wolfenbuttel, había librado una pequeña guerra contra Felipe de Hesse en la que había resultado derrotado y apresado. Luis de Baviera estaba muerto. A la Liga de Schmalkalde nada de lo que se le ofrecía le parecía suficiente; siempre quería más porque, en el fondo, lo que quería el emperador no podía dárselo y seguir, al tiempo, siendo el emperador. En resumen, allí cada vez menos gente quería una solución pacífica y pactada, y en Roma menos.

Carlos pasó el invierno en Flandes y, después, viajó a Spira, donde se entrevistó con Felipe de Hesse. La entrevista fue muy diferente de otras que habían tenido antes. Felipe se mostró altanero y borde; se permitió, incluso, aconsejarle al emperador que estudiase los Evangelios puesto que, le dijo, lo encontraba un poco verde en los temas de discusión entre católicos y protestantes (éste de “tú no te has leído los Evangelios” era un mantra muy común de los protestantes de la época, que atacaban con eficiencia un catolicismo catecumenal en el que se supone que la mayoría de los fieles no tienen por qué leer las Escrituras, porque para eso se las lee, o eso se supone, el cura). El 10 de abril de 1546, Carlos está en Rabistona, porque es la sede de la Dieta inminente.

Aquella dieta de Rabistona certificó a los ojos de cualquiera la ruptura animada por los protestantes alemanes. Los principales príncipes reformados, en efecto, y por primera vez en mucho tiempo, además formando parte de un gesto muy estudiado, no se dejaron caer por allí. El 5 de junio se abrieron las sesiones y, casi de inmediato, se presentaron algo que hoy llamaríamos dos proposiciones no de ley: en una, la Alemania católica invitaba a la Alemania reformada a participar en los coloquios de Trento en las condiciones que fijase el Papa; mientras que los protestantes exigían que tomase cuerpo el compromiso de Spira y que, por lo tanto, fuese una Dieta alemana, sin Papa ni hostias, la que abordase la reforma de la cristiandad. Carlos de Habsburgo había prometido demasiado, y ahora experimentaba las consecuencias.

La respuesta de Carlos fue intentar debilitar al bando luterano, dividiéndolo. Los hombres del emperador, por ejemplo, explotaron las diferencias entre los dos mandatarios sajones: Mauricio de la Albertina, y Juan Federico, de la Ernestina, que era quien ostentaba la calidad de elector. Carlos tentó a Mauricio con la posibilidad de pasar a ser él el elector, además de insinuarle que se pondría de su lado en un conflicto que existía entre las dos Sajonias a la hora de controlar una serie de abadías secularizadas. El gesto de Mauricio de Sajonia también movió hacia el entorno carlino a Juan de Brandenburgo-Kustrin y Alberto Alcibíades de Brandenburgo-Kulmbach. Además de trabajarse a algunos de los nobles protestantes, Carlos buscó reconciliarse con Guillermo de Baviera.

Con otros miembros de la alta nobleza alemana ya no le fue tan bien. El hueso más duro de roer era, probablemente, Federico, el elector palatino. Federico había comenzado a recibir la comunión de dos especies y, además, al igual que el elector Joaquín II de Brandenburgo, declaró que, si bien no era miembro de la Liga de Schmalkalde, se sentía solidario con sus objetivos y demandas. Esto no fue sólo una declaración retórica, porque Federico ayudó a la liga con tropas, aunque terminó por someterse a la autoridad imperial.

Puede decirse, por lo tanto, que en la primavera de 1546, el emperador Carlos había conseguido mejorar su posición y deteriorar la de sus contrarios en Alemania. Es un hecho, además, que el emperador se relajó bastante durante aquella visita a Ratisbona pues, en febrero del año siguiente, una habitante de la ciudad, de nombre Bárbara Plumberger, también llamada Blomberg, dio a luz a un bastardo del emperador, llamado Jerónimo en su infancia pero a quien terminaríamos por conocer como Juan de Austria.

La madre, la verdad, trató de ocultarle al niño el alto origen de su padre. Todavía en noviembre de 1576, sabemos que le dijo que si se hacía ilusiones pensando que era hijo de Carlos de Habsburgo, se equivocaba; le dijo que su padre era un humilde forrajero con el que había echado un quiqui. Pero lo cierto es que Carlos, durante su estancia en Ratisbona, se había sometido a un tratamiento con componentes vegetales que es la más que probable causa de que conociese a la Plumberger. Pero el caso es que, ¿cómo decirlo?, la posibilidad de que el hijo fuera de otro no era en modo alguno descartable.

La madre del hijo bastardo del emperador todavía vivió medio siglo después de haber dado a luz a su hijo y, de hecho, torturaría a los responsables de las posesiones centroeuropeas de Felipe II, como Requesens o el duque de Alba, a causa de su tendencia constante a mantener una vida licenciosa. Sin embargo, murió en España, en Laredo para ser más exactos, y en su testamento le dejaba todo lo que tenía (que, la verdad, no era mucho) al rey Felipe; lo que podría sugerir que, al final de su vida, tal vez modificó algo sus hábitos. Como he dicho, sin embargo, el rey de España apenas heredó de ella unos vestidos, unos muebles y un caballo pero, sin embargo, un montón de deudas que tenía contraídas, más la obligación de pagar los funerales y las misas por su alma. Así pues, también es probable que Bárbara no se hubiese reformado demasiado, y que todo lo que buscase es que el rey la sirviera de seguro de decesos.

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