El rey de crianza borgoñona
Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion
En busca de un acuerdo
La oportunidad ratisbonense
Si esto no se apaña, caña, caña, caña
Mühlberg
Horas bajas
El Turco
Turcos y franceses, franceses y turcos
Los franceses, como siempre, macroneando
Las vicisitudes de una alianza contra natura
La sucesión imperial
El divorcio del rey inglés
El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo
De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide
El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar
Yuste
La única gran presión a favor del acuerdo entre católicos y protestantes era la presión, cada vez más temible, de los turcos sobre Austria. Sin embargo, durante nueve años después de 1532, la Sublime Puerta dejó tranquilo a Fernando, debilitando indirectamente la posibilidad de un consenso. Las cosas se movieron, sin embargo, en 1534, cuando se comenzó a hablar de que Carlos, incluso en contra del consejo de sus asesores españoles, preparaba una expedición marina que estaba comandada por el cardenal Juan Pardo de Tavera, titular de la sede toledana.
La idea que de Carlos iba a iniciar una expedición militar
vino a unirse al funcionamiento cada vez más defectuoso de la denominada Paz de
Nürnberg, en la que se había reglado la vida entre católicos y protestantes,
pero que el emperador se empeñaba en interpretar en un sentido tremendamente
restrictivo, por ejemplo negándole sus ventajas a los nuevos conversos. La poca
comprensión imperial hizo que los príncipes rebeldes alemanes buscasen una vez
más en Francia el apoyo que necesitaban. En 1533, Fernando de Habsburgo se
encontró con resistencias a la hora de renovar la alianza suaba. A principios
del año siguiente, Felipe de Hesse se entrevistó secretamente con el rey
francés Francisco I en Bar-le-Duc. El rey francés le entregó un dinero que
Felipe utilizó para invadir Wurtemberg, que llevaba entonces unos quince años
en manos de los Habsburgo. Ulrich, el duque de Wurtemberg, recuperó de esa
manera su tradicional ducado, lo que lo convirtió en un valioso aliado de los
protestantes.
En la primavera de 1535, visto que el tema no repuntaba,
Carlos le ordena al conde Federico del Rhin, que estaba en España, que
viajase a Alemania pasando por Francia. Federico fue instruido de ofrecer una
imagen lo más moderada posible. Carlos, decía su representante, había
abandonado toda intención de recuperar el ducado de Bogoña. A pesar de ello, el
noble alemán encontró en París a un rey Francisco muy poco proclive a creer las
palabras de su enemigo legendario. Aquel mismo año, además, en Alemania renació
la Liga de Schmalkalde, con nuevas incorporaciones y un compromiso de unidad de
diez años. Sin embargo, entonces la actitud del Estado francés frente a los
protestantes no era la mejor del mundo; no podía serlo porque, como los hechos
acabarían por demostrar décadas después, la comprensión de los reyes hacia el
protestantismo francés no haría sino dar alas a las candidaturas alternativas
al trono.
Carlos contaba, eso sí, a la hora de reducir el empuje de
los alemanes, con el hecho de que la amenaza turca seguía ahí; y ése estaba lejos
de ser un reto o un problema exclusivamente católico. Sin embargo, en el debe
encontraba una cierta oposición cerril por parte de algunos de los príncipes
alemanes que habían permanecido fieles a Roma, quienes encontraban a su
emperador excesivamente blando con los reformados. Esto provocaba, por lo
tanto, que en la Alemania católica fuese mucho más fuerte el partido de los
halcones que el de los partidarios del diálogo.
En Roma se había calzado los zapatitos rojos ridículos Pablo
III, un pontífice que inicialmente parecía formar parte del partido conciliar,
pero que pronto comenzó a dar por culo. De hecho, Pablo, un hombre muy taimado,
utilizó su pretendida proclividad a abordar la asamblea eclesial para abrir
dudas tanto en los despachos imperiales como entre los protestantes. El concilio
se reveló pronto como una idea que era muy fácil de formular en su generalidad,
pero bastante complicada de aterrizar en lo concreto. Si había un concilio y
éste era dirigido por los legados papales, ¿aceptarían los protestantes hablar
en él en esas condiciones? ¿Cómo se garantizaría la libertad de los debates?
¿Cómo se maridaba la necesidad del concilio con la necesidad, afirmada por el
astuto Papa, de que los prelados alemanes no se moviesen de sus sedes para poder
presentar batalla a la infestación reformada? La Liga de Schmalkalde opinaba, no
sin razón, que si Pablo había (como había) condenado oficialmente las doctrinas
de Lutero, entonces no podía arbitrar el concilio. Todas estas dudas se
destilaron en la larguísima discusión sobre la sede del concilio.
En primavera de 1536 había estallado de nuevo la guerra
entre el Imperio y Francia; por esta razón, las necesidades de Carlos de matar
el partido con los protestantes eran imperiosas. En octubre de 1536, Carlos
ordenó a uno de sus vicecancilleres, Mathias Held, para que sondease a los
esmalcaldinos a ver qué pensaban.
Held debía convencer a los protestantes de que la Paz de
Nürnberg seguía plenamente vigente, defender la necesidad de la celebración de
un concilio, y concitar la solidaridad de los príncipes contra el turco. Pero,
en realidad, lo que más le importaba al emperador, y así se lo hizo saber en sus
instrucciones secretas, era que Held detectase qué pensaban hacer los príncipes
alemanes si el Papa se hacía un renuncio y al final, en la práctica, dejaba de
convocar el concilio; un síntoma más que claro de que Carlos pensaba que eso,
de hecho, era en ese momento lo más probable. En ese momento, el gran riesgo
sería que los franceses lograsen convencer a sus amigos turcos de que atacasen.
Por todo ello, Carlos se estaba planteando, en esas fechas, no atacar al
Vaticano, que habría sido un escándalo, sino convocar un concilio sin el Papa
ni los franceses, pero con la participación de prelados portugueses, italianos,
polacos, imperiales y españoles. O eso, o reunir un concilio ecuménico en
territorio imperial. La existencia de estas informaciones en la correspondencia
del emperador sugiere que si el concilio de Trento fue en Trento, villa
imperial; y no en una villa italiana plenamente controlada por el Vaticano fue,
probablemente, por el canguelo que le entró a Pablo III de que el emperador
agarrase el canasto de las chufas y tirase por la calle de en medio sin él. Qué
habría sido de la Historia de Europa, es algo que queda para la ucronía.
Held no era, tal vez, la persona más indicada para asumir
una misión tan delicada; o tal vez es que son ciertas las crónicas que indican
que perdió la cabeza durante sus viajes. Conforme fue visitando a gente, el
vicecanciller se fue haciendo más y más duro; por todas partes veía enemigos y a
todos quería apisonarlos mediante la creación de una imposible liga católica multinacional. Su
mantra preferido era: o atacamos nosotros, o los protestantes nos atacarán.
Fernando, que estaba a cargo de los asuntos del Imperio (su hermano estaba en
España), da la impresión de que se fio lo suficiente de las ideas de Held.
Convocó una reunión en Nürnberg en junio de 1538. Pretendía convocar a todo el
mundo aunque, en realidad, la convocatoria sólo la atendieron los católicos del
Partido Halcón. Allí estaban, por lo tanto, el duque Henri de
Brunswick-Wolfenbuttel, Guillermo y Luis de Baviera, Jorge de Sajonia y los
arzobispos de Magdeburgo y de Salzburgo.
En esa reunión se formó, tal y como Held había aconsejado, o
más bien apremiado, una liga católica. Fue como echarle gasolina al fuego.
Carlos, como emperador, estaba viviendo, por así decirlo, de los moderados, es
decir, de aquéllos que consideraban que el emperador era un ferviente católico,
sí; pero que nunca levantaría la espada contra sus súbditos protestantes.
Ahora, sin embargo, esos moderados desaparecieron del horizonte. La Liga de
Schmalkalde siguió ganando adeptos.
Fuertemente presionado por esta situación, Carlos consiguió
que sus embajadores alcanzasen un acuerdo de alianza con el Papa y con Venecia,
gesto tras el cual el rey francés aceptó celebrar una conferencia en Niza. Carlos
y Francisco firmaron el 18 de junio de 1538 una tregua de diez años.
Todo esto se estaba haciendo mirando hacia Alemania; y, por
eso, tuvo efectos inmediatos en la tierra del chucrut. María de Hungría, que
estaba loca por conseguir que Alemania se pacificase, envió a Johann von Naves,
también vicecanciller imperial como el ciclotímico Held, a ver a Felipe de Hesse,
que en ese momento era un poco el Puchimón de la Liga de Schmalkalde. Cuando Naves
lo visitó para decirle que la Liga bajase los brazos no fuese que se fuera a
hacer daño, Felipe le contestó que Held, cuando lo había visitado, poco menos
que le había garantizado que Carlos les iba a atacar un día u otro. A los esmalcaldinos,
le dijo, no les servía otra cosa que el respeto de la A a la Z de la paz de
Nürnberg. Además, los protestantes estaban nerviosos por la paz entre el
Imperio y Francia, porque veían ahí el germen de una eventual coalición contra
ellos.
Había muchas cosas en marcha en Alemania para lograr algún tipo
de tranquilidad. Estando en Génova, adonde acudió para despedir al Papa camino
de Niza, Carlos supo (junio de 1538) que el elector Joaquín II de Brandenburgo
estaba tratando de coser una mediación entre católicos y protestantes alemanes.
Si esta iniciativa salía bien, tal vez no sería necesario convocar un concilio
y todas las energías del catolicismo europeo se podrían centrar en encenderle
el pelo al turco.
El 30 de noviembre de aquel mismo año de 1538, Carlos
despacha a otro de sus enviados, Johan Weeze, a Francfort. En ese momento, su idea
era presionar a los reformados, a los que suponía asustados por la idea de que
el Imperio podía conseguir el apoyo de Roma y de París. Sin embargo, poco a
poco se fue haciendo claro que ninguno de esos apoyos iba a llegar.
En esas condiciones, los negociadores imperiales, que estaban en Francfort pensando en imponer su criterio a unos temblorosos protestantes, se encontraron a éstos muy crecidos y haciendo, de hecho, demandas que tenían que saber bien que las gentes de Carlos no podían aceptar, por cuanto suponían la implosión del Imperio en una unidad política apenas formal. Weeze, sin embargo, supo sobreponerse a las dificultades, así como a los palos en las ruedas colocados por un Held que bajaba ya cuesta abajo y sin frenos, para alcanzar la Anstand (tregua) de Francfort, que lleva fecha de 19 de abril de 1539. Merced a aquel documento, las personas que se habían adherido en su día a la Confesión de Ausburgo serían protegidas de toda violencia, y todo caso presentado contra ellos en la Cámara Imperial quedaba automáticamente aplazado durante seis meses, que podrían ser quince si ninguna de las dos partes, ni la liga católica ni la de Schmalkalde, daba pasos hacia el rearme. El 1 de agosto de 1539, en Nürnberg, debían comenzar unas discusiones entre teólogos católicos y protestantes, para llegar a acuerdos sobre cómo regular las diferencias doctrinales entre ambas partes.
Este conciliete ni se reunió cuando lo tenía
previsto, ni lo hizo en la ciudad inicialmente designada. Se reunió en Spira,
luego se movió a Haguenau y terminó en Worms. Hay que decir, en todo caso, que,
a pesar de tanto movimiento, las discusiones se realizaron en un ambiente bastante
positivo, como sólo se da entre personas que son conscientes de que, a pesar de
todas sus diferencias, son todos alemanes. Eso sí, el tema avanzaba así, así. Sin
embargo, tanto contacto había labrado la amistad de dos de los principales
discutidores: el protestante Martín Bucero y el católico Johann Gropper.
Animados por Granvela, Bucero, acompañado de Wolfgang Capito; y Gropper, de
Gerhard Vertwik, formaron una especie de workshop que consiguió ir más
deprisa.
Como consecuencia de todo esto, a finales de diciembre se
había alcanzado el texto de un acuerdo entre católicos y protestantes; un texto
que resolvía los temas polémicos entre ambos a gusto de todos.
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