Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion
En busca de un acuerdo
La oportunidad ratisbonense
Si esto no se apaña, caña, caña, caña
Mühlberg
Horas bajas
El turco
Turcos y franceses, franceses y turcos
Los franceses, como siempre, macroneando
Las vicisitudes de una alianza contra natura
La sucesión imperial
El divorcio del rey inglés
El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo
De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide
El largo camino hacia el altar
Papá, yo no me quiero casar
Yuste
En 1529 Fernando de Habsburgo, la persona que debía presidir y dirigir los debates de Spira, estaba bastante menos preocupado de lo que su hermano hubiese querido respecto de la polémica religiosa alemana. A Fernando, en ese momento, lo que lo movía era saber que los turcos estaban a piques de llegar a las puertas de Viena, y que necesitaba que todo Dios, también el reformado, se aplicase a impedirlo. En Spira, por otra parte, los ánimos estaban muy calentitos. Otto von Pack, un personaje del que lo que podemos decir es que la Wikipedia se limita a definirlo como “German conspirator”, había estado los meses anteriores distribuyendo por los Estados protestantes la especie de que los católicos preparaban un gran ataque armado (lo cual no era verdad; al menos, en ese momento).
Carlos había decidido jugar en Spira la carta de la
conciliación. Había diseñado un discurso de apertura en tonos de consenso y
buen rollo; más o menos como si los protestantes fuesen el PNV, pues. Sin embargo, ese discurso se retrasó por las movidas del correo de
la época y, para cuando llegó, la asamblea ya había comenzado hacía días; días
durante los cuales lo que había prevalecido era el estado de nervios de su
hermano, que se había traducido en cierta rigidez.
En medio de este ambiente de escasa confianza mutua entre
católicos y reformados, todo se difirió para la Dieta de Ausburgo, abierta en
mayo de 1530 y que se tomó medio año de trabajos. En Ausburgo estuvo
personalmente el emperador, desplegando su voluntad de alcanzar algún tipo de
acuerdo. Alfonso de Valdés, presente en Ausburgo, era, en ese momento, el principal
consejero de Carlos para esta movida, y un decidido partidario de la concordia entre cristianos.
También trabajó en la misma dirección Granvela.
El catolicismo alemán, sin embargo, había buscado un campeón
en el elector de Brandenburgo, y se mostraba muy renuente a cualquier cesión
(porque el acuerdo, lógicamente, pasaba por que el hasta entonces monopolístico
bando católico hiciese cesiones). La rigidez católica se convirtió en rigidez
reformada, bajo el liderazgo de Juan de Sajonia. Allí, pues, se enfrentaron la Confessio
de Ausburgo, que resumía los principales dogmas reformados, y la Confutatio del catolicismo. Se trabajó en diversos comités, en la mayoría de los cuales,
si no todos, lo único que se logró fue que las partes contratantes acordasen no
estar de acuerdo. Aquello fue un concilio en toda regla, pero sus resultados
fueron entre uno y ninguno.
Carlos hubiera querido que Ausburgo hubiese funcionado. Ése
era su Plan A, puesto que sabía bien que su Plan B: ofrecer la convocatoria de
un concilio ecuménico en el que todas las partes podrían hablar libremente y la
reforma de la Iglesia se plantearía sin ambages, era un plan que pasaba por el
PasPas, y eso hacía que las posibilidades de que encallase fuesen muchas. Sin
embargo, para que Ausburgo hubiera salido bien, habría sido necesario que los
diferentes Estados alemanes, los diferentes obispados y arzobispados, hubiesen
admitido el estatus del emperador como árbitro de la situación. En Spira, sin
embargo, stiff Ferdinand le había enseñado a los partidarios de la
Reforma que los Habsburgo podrían llegar a ser un VAR de parte, que siempre
verían penaltis en su área y fueras de juego en la de los católicos.
El Plan A naufragó, como ya he dicho.
Arrastrando el escroto, Carlos tuvo que pringar con el Plan B, y le ofreció a
los teutones un concilio ecuménico durante el cual, sin embargo, les exigía una
paz renovadora; esto es, que no hiciesen más movimientos hasta que dicho
concilio se definiere.
Carlos le escribió de su propia mano al Papa el 14 de julio
de 1530. En ese momento, necesitaba que en Roma asumiesen que la inundación ya
no admitía más demoras. Sin embargo, también lo hemos visto, el Papa Clemente
estaba en otra onda. La estrategia elegida por el Vaticano había sido la de
arrancar la herejía como la mala hierba, no negociar con ella.
Así las cosas, la Dieta se cerró sin que Carlos hubiera
podido siquiera arrancarle a los protestantes su acuerdo en torno a una
declaración en favor de la celebración de un concilio ecuménico. Los
reformados, en efecto, habían llegado a un punto en el que entendían que no querían
ni siquiera comprar un décimo de lotería a medias con el PasPas (también es
cierto que siempre que compartes lotería con el Vaticano, no sabes cómo, pero a
él le toca y a ti, no). Los luteranos habían llegado ya muy lejos en el refinamiento
de su forma de pensar, y habían llegado a la conclusión de que admitir una asamblea
con los tipos que se habían cargado la Iglesia, según su visión, era contrario
a los Evangelios. Que lo que Dios les pedía, por lo tanto, era que siguieran su
camino. En una posición así, además, algo tenían que ver los análisis de
los mandatarios temporales de los territorios donde la Reforma era mayoritaria;
quienes, lógicamente, temían que cualquier aproximación arbitrada por el Imperio
pudiese acabar con ellos desposeídos de sus Estados.
El desacuerdo de Ausburgo fue el que convenció a Carlos de
que no le quedaba otra que empezar a repartir.
Fernando, en ese proceso, trató de buscar aliados; fundamentalmente, en Polonia. En realidad, el rey de Romanos llevaba cortejando a los polacos desde que fue elegido como tal, puesto que tenía el proyecto de casar a su hija Isabel con el hijo del rey Segismundo. Carlos, por su parte, le había encargado a uno de sus hombres en Alemania: Cornelius Schepper, a menudo citado en los documentos por su apellido latinizado, Scepperus, que tratase de ver cómo estaban las cosas en Alemania.
Schepper se fue a ver a uno de los personajes fundamentales
del entorno eclesial alemán, al que había conocido durante la Dieta: Christopher
von Stadion, mandatario eclesial que permanecía al 100% dentro de la disciplina
romana. Stadion le dijo a Schepper que no había que hacerse ilusiones. Él mismo
se daba cuenta de que la Reforma estaba ganando terreno en casi toda Alemania
de forma continuada; los propagandistas reformados lo tenían muy
fácil puesto que la vida del sacerdote medio alemán era una vida licenciosa,
cuando no escandalosa; el cura medio era, además, un gañán que apenas era capaz
de predicar salvo conceptos muy sencillos y confusos.
En la docta opinión de Stadion, pues, el Vaticano, y el
emperador también si le seguía en esto, estaba muy equivocado si pensaba que se
podía emascular la Reforma de Alemania. El tiempo para eso había pasado, dijo,
por lo que ahora lo que competía era tratar de salvar los muebles. Los apoyos
eran pocos; Stadion creía que la principal figura de una conciliación sería el
elector palatino, Luis, un noble singular alemán que era respetado por los dos
bandos, por así decirlo. Sin embargo, era un hombre ya mayor (moriría en 1544)
y probablemente falto de energía.
Stadion consideraba que cualquier acuerdo posible debería
pasar por cinco puntos esenciales.
- La misa. Considerando que el oficio no es fruto de un mandato divino sino una elaboración posterior (más en concreto: un conjunto de elaboraciones posteriores), se entendía que un concilio podría autorizar a los protestantes a celebrarla a su manera.
- Celibato sacerdotal. De nuevo, analizaba el arzobispo, se encontraban ante una obligación que en modo alguno estaba fijada en las Escrituras. Regular adecuadamente el (no) celibato, razonaba Stadion, tendría la virtud de hacer que los sacerdotes tomasen esposas y no concubinas, cuando no frecuentasen a las prostitutas, como de hecho, admitía, estaban haciendo. El concilio, cuando menos, debería permitir que aquel sacerdote que hubiera tomado esposa, la mantuviese.
- El ayuno: Consideraba el buen arzobispo que era saludable ayunar, pero consideraba que eso es algo que deberían regular las normas temporales, y no ser tratada su quiebra como un pecado mortal.
- Comunión de las dos especies: consideraba que no era contraria a la fe cristiana y, por lo tanto, no veía problema en que el concilio permitiese a los reformados tomarla.
- Vida monástica: Stadion consideraba que la vida monástica no era esencialmente buena o mala; todo dependía de cómo se desarrollase por parte de los monjes y monjas. Un eventual concilio, pues, debería entrar a analizar el tema; pero, en cualquier caso, lo que consideraba poco prudente era exigir que los monjes y monjas que hubiesen abandonado los conventos tuviesen que regresar obligatoriamente.
- Ninguna persona debería ser obligada a donar nada a un sacerdote.
- Que los denominados diezmos mayores, sobre las cosechas, siguieran recaudándose; pero que se renunciase a los menores, sobre el ganado, productos de los jardines, y otros hechos imponibles.
- Que nadie fuese obligado a pagar por los sacramentos como la confesión, el bautismo o el matrimonio, o por decir misas.
Aquí estaba Stadion entrando, verdaderamente, en harina. Le
estaba tocando la pasta a la Iglesia. Y la pasta no se toca. Nunca.
El arzobispo le dijo también a Schepper, ergo al emperador:
cualquier tentativa de solucionar cualquiera de estas movidas, sean las
dogmáticas o las económicas, terminará el fracaso. Los protestantes se sentían fuertes:
sabían que, por mucho que tanto Roma como París hiciesen declaraciones formales
de catolicismo que venían a insinuar que si el emperador iba a la guerra ellos
irían con él, eso no era verdad. Que, en realidad, Carlos tendría suerte si
éstos no le atacaban. Por lo demás, en la Alemania protestante estaba muy
fresca la actuación de los campeones católicos cuando se planteó el problema husita
en Bohemia, y no se hacían ningunas ilusiones.
A todo ello añadía el arzobispo de Ausburgo una cosa que era
cierta, pero que muestra hasta qué punto, en algo más de mil años, había
cambiado el solio de Pedro. Stadion argumentaba, y como digo no le faltaba
razón, que ninguno de los puntos sobre los que él pretendía sustentar una
concordia era como para rasgarse las vestiduras. Los protestantes no pretendían
decir ni que Jesús era hijo natural de José (o de un amante de la Virgen, puestos
a decir burradas); ni que el Espíritu Santo era un urogallo cojo, ni que el
Sagrado Corazón de Jesús tenía fibrilación auricular y que por lo tanto todos
los fieles debían tomar el Santo Sintrón en lugar de la hostia. Los
protestantes, al fin y al cabo, querían casarse, decirle a sus fieles que la
salvación era cosa suya y de su fe, y marcharse de la misa con un lingotazo en el
cuerpo. Tampoco era para tanto.
Pero sí lo era. Porque detrás de admitir que no hay que
obedecer a los curas hay mucha pasta.
Desde el punto de vista de Stadion, no se trataba, por lo tanto, de aprobar la Reforma; se trataba
de tolerarla. Nada que los padres de hijos adolescentes no hayan tenido que
hacer.
En la práctica, esto suponía sacralizar una de las reglas
más importantes de la pre-modernidad europea: cuius regio, eius religio.
Al cura Ariel, cuando se lo contaron, los huevos se le subieron a las cuencas
oculares; pero Carlos permaneció, expresión apropiada, impasible el alemán. En
cuanto la guerra contra el Turco se lo permitió, volvió a viajar a Italia para
pasar algunas jornadas junto a Clemente. El 24 de febrero de 1533, ambos
llegaron a un acuerdo para enviar embajadores a Francia y el Imperio que
preparasen un concilio; además, se acordó un plan común contra el Turco y la
manera de estabilizar la situación geopolítica en Italia.
Sin embargo, cuando, en abril, Carlos dejó Italia por el puerto
de Génova, camino de España, para el emperador ya estaba claro que el Papa
sería el Papa; esto es: que no tenía la menor intención de cumplir su palabra.
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