Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
Los pilotos españoles, que eran los que de verdad se estaban comiendo el marrón, eran de la misma opinión que los ingleses. Mejor que pararse y presentar una batalla imposible y que, además, nadie en sus cabales aceptaría en el otro lado, la única opción era recuperar el rumbo anterior, tratando de ganar el mar. Pero Dios, una vez más, iba a estar con los españoles. El viento cambió, probablemente en dirección oeste-suroeste (o eso es lo que reportó Guzmán); lo hizo, además, repentinamente y con la suficiente fuerza como para llevarse a los barcos españoles, como un niño que jugase con sus barcos de Lego, lejos de la playa, hacia el mar abierto. La Armada había vivido para luchar un día más; nada más, y tampoco nada menos.
Con las últimas horas de la tarde de aquel día 9, tanto el Ark Royal como el San Martín fueron teatro de sendas reuniones de Estado Mayor. En el primero de ellos, se reportaron los daños sufridos, casi todos ellos asumibles, aunque también se reportó la ya angustiosa falta de munición, y el inicio de cierta escasez de alimento. En esas circunstancias, se decidió seguir a los españoles en tanto en cuanto los capitanes juzgasen posible un desembarco de los mismos en Inglaterra o en Escocia. En el San Martín los ánimos no estaban tan calmados. Pero no había desánimo. A pesar de los daños sufridos por los barcos grandes, se votó por unanimidad que si en los días siguientes el viento llegaba a permitirlo, se intentaría una de dos cosas: o tomar un puerto inglés, o cruzar el paso de Calais de vuelta a hostia limpia.
Las dos flotas navegaron al norte. Pasaron la altura de Hull City, y luego la de Berwick. En la tarde del viernes, 12 de agosto, los ingleses abandonaron la persecución y tiraron hacia el fiordo de Forth. Necesitaban alimentos, y estaban razonablemente seguros de que los españoles no intentarían un desembarco en sus costas. Alonso de Guzmán, desde la proa del San Martín, pensaba lo mismo. La Armada había perdido toda su capacidad. Dios los había ayudado para no estrellarse contra las playas de Holanda; pero también les había negado la victoria. Es lo que tiene Dios, que sus designios son inescrutables.
En el momento en que navegaba hacia el mar de Noruega, no cautiva pero sí, en la práctica, desarmada, la Armada había perdido un quinto de sus efectivos humanos, bien muertos, bien inutilizados. Las tripulaciones, además, habían perdido la moral; algo que se había hecho evidente cuando Medina había decidido pararse y plantar batalla frente a las arenas de Zelanda, y más de la mitad de la flota había pasado de él. Los barcos ya no tenían comida fresca y muchos navegaban, como la propia nave capitana, con grandes boquetes por encima de la línea de flotación, hechos por los cañones ingleses. El agua daba para un mes o menos, y todavía tenían que regresar a casa.
Las opiniones eran divergentes. Leyva quería ir a Noruega; Diego Flores, a Irlanda. Sin embargo, Medina impuso su propio criterio, quizás porque ya nadie pudo escuchar la opinión, siempre tan respetada, de Recalde, quien agonizaba en su litera. Navegarían hacia el norte, circunnavegando Escocia e Irlanda y, luego, directos a Coruña.
El viaje era un viaje en economía de guerra. Todos los caballos y mulas que viajaban en los barcos fueron arrojados por la borda; consumían un agua preciosa. La comida fue racionada para absolutamente todos los componentes de las tripulaciones, independientemente de su estatus. Así, en el silencio de los perdedores (pese a que, propiamente, no habían perdido), navegaron hacia el conocido como Canal de Noruega, hasta que los pilotos juzgaron que estaban suficientemente al norte para, tomando un rumbo oeste-suroeste, evitar las islas de Shetlandia. Pero ya habían tenido bajas. La mañana del 14, las tres grandes carracas del escuadrón de Levante, que navegaban con el agua por las rodillas, se desviaron al este, buscando tierra firme; nunca se tuvo noticia de ellas, por lo que siempre se ha asumido que esperaron demasiado y no lograron llegar a lugar alguno. Asimismo, en la noche del 16, el Gran Grifón y alguna de las urcas de su escuadrón se habían perdido a la vista.
El día 21, los pilotos estimaban estar en algún punto al noroeste de Achill Head; era el punto designado para cambiar de rumbo. Para entonces, a los heridos se había unido la cifra asombrosa de 3.000 enfermos. Quedaba menos agua de la esperada. Medina envió a Baltasar de Zúñiga en una pinaza rápida, con la misión de reportar lo antes posible la posición de la flota al rey.
A partir del momento en que Zúñiga se marchó con las cartas de lo ocurrido hasta entonces, da la impresión de que Dios decidió abandonar por completo a los españoles. Fueron dos semanas de tormenta tras tormenta con viento del sudeste, el más jodido para el avance, además. En ese tiempo, además, el San Juan del vasco Recalde, la carraca de Leyva, la Rata Coronada y otros cuatro barcos del escuadrón de Levante se habían perdido de vista, además de otros cuatro barcos de primera línea y varias urcas.
Tras casi un mes de navegación más, un vigía avistó la San Martín desde el puerto de Santander. En las próximas semanas, hasta sesenta naves de las que habían partido de Lisboa tocaron algún puerto español. Con el tiempo se comprobaría la escabechina que se había producido en las costas irlandesas. Cinco barcos del escuadrón levantino y la Rata Coronada, además de galeones vascos y castellanos acabaron en esas costas, buscando alimento y ayuda. Sólo dos volvieron a navegar. Uno de estos barcos, el San Juan, se las arregló para anclar en la Isla Great Blasket, en la entrada de la bahía Dingle; allí se hizo con agua fresca y se volvió a hacer a la mar. Llegaría a la Coruña el 7 de octubre. Del mismo sitio salió una urca-hospital que llevaba al malherido Recalde, aunque en lugar de navegar para España lo que hizo fue tratar de encontrar algún barco francés, o incluso inglés, que lo ayudase. En general, los soldados que tocaron las costas irlandesas fueron apresados y asesinados por los ingleses.
De los 68 barcos que estaban en el Lizard el 30 de julio, Medina Sidonia pudo contar 44 en septiembre. Se salvaron los diez galeones de la Guardia de Indias, siete de los diez galeones portugueses, ocho de los andaluces, siete del escuadrón de Oquendo y seis del de Recalde. Esto quiere decir que fue el escuadrón de Levante el que se llevó la peor parte. Estos datos son los que hacen tan absurdo el balance tan negativo que, incluso por parte española, suele rodear al relato de la Gran Armada. A lo largo de la Historia Naval, otros muchos almirantes, muchos de ellos ingleses, regresaron a puerto con un porcentaje de su fuerza mucho menor, habiendo enfrentado condiciones no tan duras y sin tener enfrente a un enemigo tan poderoso. Muy particularmente, resulta bastante gilipollas toda la retórica existente, ya desde hace mucho tiempo, contra el duque de Medina Sidonia. Estamos ante el dato incontrovertible de que la práctica totalidad de los barcos que siguieron sus órdenes y realizaron el trayecto final que él diseñó lograron regresar a España y volver a ver a sus mujeres e hijos. Alonso de Guzmán, lejos de ser el marino inútil que él, llevado por su modestia, describía en sus cartas al rey, fue un comandante en el percentil del 2%, como poco. Para ser más exactos, el 100% de los cultiparlantes, licenciados en Historia, historiadores subvencionados y demás relatores interesados del pasado de España, lo habrían hecho, no peor que él; lo habrían hecho como el culo.
La Armada había sido enviada a una misión imposible; misión que, además, la incapacidad del ejército holandés de cumplir con su parte del pacto hizo más imposible aun. El pago para la potencia naval española fue muy elevado. A mediados de octubre de 1588, tanto Oquendo como Recalde estaban muertos. La mitad de los efectivos que sobrevivieron ya nunca volvieron a pelear.
Los resultados de la acción,
lógicamente, habrían de tener sus consecuencias. En agosto, cuando los rumores
apuntaban a una victoria de la Armada, Enrique de Valois, cada vez más acorralado
por Enrique de Guisa, aceptó nombrarlo su teniente general. Pero fue, ya, el
último signo de debilidad del rey hacia su oponente y su señora madre. Con las
semanas, las noticias se fueron precisando, la verdad se fue abriendo camino, y
el rey francés se mostró, cada vez, más renuente a hacer caso de las demandas
del campeón de los católicos. A pesar de esto, los católicos parecían dominar
Francia, mientras que el rey dominaba París, parapetado detrás de los 45, una
guardia personal formada por Epernon que le era totalmente fiel y lo protegía
día y noche, con tanta fidelidad que uno de los objetivos de Guisa, nada
escondido, era disolverlos.
El 22 de diciembre por la tarde, Enrique le comunicó a Guisa que se trasladaría con la reina a un pabellón del parque para celebrar la Navidad, pero que antes de eso celebraría un consejo. A las siete de la mañana del día siguiente, despertaron a Guisa con la noticia de que se convocaba consejo a las ocho. En la escalera que daba a la sala de reuniones habitual, el campeón de la Santa Liga fue recibido por un grupo de arqueros de la guardia. El capitán de aquellos soldados informó, educadamente, de que querían presentar una petición relativa a pagos y gajes. Siguieron a Guisa por la escalera, quejándose de que no habían cobrado; y cuando la puerta de la cámara se cerró, se quedaron fuera, bloqueándola.
Guisa era el último en llegar. El Consejo estaba formado por personas básicamente fieles al rey, aunque por el bando católico, además de Enrique, estaban su hermano el cardenal y el obispo de Lyon. Guisa se quejó del frío, ordenó que encendiesen un fuego, y envió a un criado a por unas frutas endulzadas para entretener la reunión. El Consejo empezó con asuntos de trámite, cuando un edecán se acercó a Guisa y le susurró que el rey quería verlo en su gabinete contiguo.
En el pasillo entre la sala y la habitación del rey lo estaban esperando ocho de los 45. Cuando llegó a su altura, comenzaron a andar a su alrededor, como una escolta. Casi había llegado el grupo a la puerta del gabinete real cuando los guardaespaldas que iban de frente se dieron la vuelta y bloquearon el paso. Uno de ellos, sin palabras, le clavó una daga. De una puerta surgió casi todo el resto de los 45, y entre todos terminaron el curro.
Casi en el mismo momento, los arqueros que bloqueaban la puerta entraron y se llevaron prisioneros al cardenal de Guisa y al arzobispo de Lyon. A lo largo de la mañana, diversos guisards fueron detenidos, incluido el anciano cardenal de Borbón quien, según los planes católicos, habría de ser el rey de transición tras la caída del Valois. La guardia del rey invadió también la sede de los Estados Generales y detuvo a los prohombres católicos. Fue bastante menos sangriento de lo que parecía. En realidad, los únicos muertos de la jornada fueron los dos hermanos Guisa. Golpea al pastor, y el rebaño se disolverá. Siete meses después, Jacques Clement clamaría venganza clavándole una daga al propio Enrique. Pero, entonces, la Santa Liga ya no podía evitar que el sucesor fuese Enrique de Navarra.
¿Y Felipe II? ¿Dijo el rey esa famosa frase de “envié a mis naves a luchar contra los hombres, no contra los elementos?” Más que probablemente, no. Primero, porque su conocimiento del desastre de la Armada fue progresivo. Segundo, porque cuando pudo leer las cartas de Medina Sidonia aprendió, como espero que hayas aprendido tú leyendo estas notas, que no fueron las galernas las que labraron la desgracia de la Armada, sino que fueron factores bien humanos:
1) La Armada nunca consiguió tener ni el número de barcos ni los pertrechos necesarios según los planes de quienes la habían diseñado. Fue, pues, a la batalla, con pocos cargadores.
2) Los barcos españoles eran
técnicamente inferiores a los ingleses para una pelea en el Canal.
3) La misión de la Armada era
esencialmente imposible sin contar con puertos propios de aguas profundas más
allá del paso de Calais. En las circunstancias que fueron, los ingleses no
tuvieron nada más que presentar batallas desde el Lizard, para así convertir
toda la travesía española desde más allá de las aguas irlandesas en una
constante pérdida de capacidad que luego no pudieron renovar.
4) La incapacidad de Parma de lograr un
centenar de barcazas, como se había previsto, hacía que si 3) ya era misión
imposible, lo fuese doblemente.
5)… y luego, pero sólo luego, está el tema de que los españoles casi nunca
tuvieron la ventaja del viento, y sufrieron los embates de las galernas. Pero
no hay que olvidar que, para cuando las tormentas más violentas atacaron a la
Armada, ésta ya estaba huyendo.
En lo que toca a su sicología, todo parece indicar que la forma que encontró Felipe de Habsburgo para olvidar la derrota de la Armada fue masturbarse con la idea de que prepararía otra todavía más grande.
Hay que tener en cuenta, además, que ni la derrota de la Armada terminó la guerra entre España e Inglaterra, ni fue la única cagada de aquellos años. En el fondo de todo esto se encuentra el factor, en el que cuando menos yo creo, de que, en la segunda mitad del siglo XVI, la artillería naval había evolucionado a mayor velocidad que la propia tecnología naval. En consecuencia, las guerras en la mar se dotaban de una ambición que luego era muy difícil de cumplir, por lo que las “Armadas”, por lo general, estaban condenadas al fracaso. A la historiografía inglesa (y, extrañamente, a la española también, sobre todo la de los licenciados en Historia) se le suele olvidar que, apenas meses después del desastre español, Isabel de Inglaterra autorizó una expedición naval contra las costas de Portugal que salió igual o peor que la Gran Armada (y que aquí hemos contado).
Otra de las mamonadas comunes sobre la Armada es ese meconio según el cual su derrota marcó el turning point entre el declive del poder colonial español y el inicio del inglés. Digo que es un meconio porque las fechas no cuadran. Quince años después de regresar Medina Sidonia a puerto español, el Imperio al que servía no había perdido ni un solo activo colonial en manos de Inglaterra y, más aun, la colonización del actual Estado de Virginia había salido como la mierda y se había pospuesto en Londres.
Tampoco es cierto que la Armada supusiera una transferencia del poder naval. Antes de que el primero de los barcos de la flota española fuese calafateado, la supremacía de los ingleses en el Atlántico norte era ya algo evidente. Sin embargo, de hecho esa superioridad, tras la acción de la Armada, lejos de incrementarse, disminuyó. La Armada española, lejos de dejar de escribir páginas interesantes en su Historia desde 1588, las incrementó. El principal síntoma de esto en el corto plazo es que el gran sueño del dúo de la bencina Drake-Hawkins, que no era otro que bloquear las costas atlánticas ibéricas y “matar” el bicho español desconectándolo de sus riquezas en el Nuevo Mundo, nunca fue posible. Todo se quedó en promesas en el gabinete de la reina, a las que ésta prestó, lógicamente, cada vez menos audiencia.
Por último, está la cuestión, ya en el terreno de las ucronías, de si la Armada, de haber conseguido sus objetivos (bueno, más que la Armada, Parma) habría podido, como defiende la historiografía tradicional, imponer la Contrarreforma en toda Europa. Yo, sinceramente, no lo creo. Quienes creen eso cometen el error de los Papas de Trento, es decir, considerar que una polémica entre dos puede resolverse mediante decisiones tomadas por uno solo de ellos. España podría haber cortado la cabeza de la reina e impuesto un reino católico en Inglaterra. Pero, como esa misma orgullosa Inglaterra habría de comprobar doscientos años más tarde, cuando tu pueblo está a otra cosa, está a otra cosa, y no es tan fácil pararlo.
En suma: en el de la Armada Invencible, nos encontramos con un episodio más de la Historia de España en el que, demasiado habitualmente, las ganas de arrearle al presente una patada en el culo del pasado se hacen evidentes. Al inglés medio le encanta sacar la historia de la Armada, porque marca, para él, el punto pivotal en el que España empezó a perder su fuerza e Inglaterra a ganarla. Es, como acabo de expresar, uno más de los trampantojos conceptuales a los que es tan aficionado el chovinismo británico, que señala con horror los dientes picados de su contertulio, mientras aprieta los labios para que nadie vea que tiene una boca de mierda. En cuanto a los españoles, como suele ser por costumbre nuestra actitud respecto de este episodio suele ser difícil de entender. Desde el chovinismo español se destacan las heroicidades, como si eso fuese todo lo que contase; quienes asumen como propios los argumentos de la Leyenda Negra lo quieren ver como el episodio en el que la megalomanía de un rey arrastró a toda una nación al desastre. Otros, los menos documentados, lo describen como el episodio en el que unos pringaos que, como el Barquito Chiquitito, no sabían navegar, trataron de jugar a ser grandes almirantes. Ninguna de estas cosas es cierta; pero, la verdad, en el terreno ideologizado-subvencionado en que se mueven este tipo de relatos, la verdad importa más bien poco.
La realidad se acerca más al concepto de que la Armada fue una misión que los españoles reputaron por necesaria y que probablemente lo era; lo cual se demuestra por el hecho de que España, al fin y a la postre, acabó perdiendo la herencia de Felipe el Hermoso, los territorios borgoñones, flamencos y el Franco Condado, que eran, precisamente, las posesiones que el rey Carlos le había dicho a Felipe en su testamento que eran irrenunciables. Y, en una parte, acabó perdiéndolas porque nunca pudo impedir que la rebelión de Flandes tuviese un amigo más allá del Canal.
Pero, claro, que una misión sea necesaria no quiere decir ni que fuese racional ni posible. Para salir bien parada de su acción, la Armada habría necesitado a Ethan Hawk, porque la suya era una misión imposible. Abordar aquel viaje sin la disposición fuera de toda duda de puertos de aguas profundas en el norte de Francia para poder aprovisionarse y restañarse las heridas, por no hablar de la precipitación en las Provincias Unidas, convertían la victoria de la Armada en una carambola a tantas bandas que nadie, ni siquiera Dios, podía tirarla. Por el camino, sin embargo, la Marina española dio unas muestras de disciplina, de veteranía en el combate, de sabiduría bélica, fuera de lo común.
Resulta curioso; pero, a veces, da la impresión de que es eso mismo lo que jode.
"La realidad se acerca más al concepto de que la Armada fue una misión que los españoles reputaron por necesaria y que probablemente lo era; lo cual se demuestra por el hecho de que España, al fin y a la postre, acabó perdiendo la herencia de Felipe el Hermoso..."
ResponderBorrarDudo mucho que los españoles de la época reputasen necesaria tal cosa. Bastante tenían con preocuparse por encontrar algo que llevarse a la boca cada día. Y en cuanto a que España perdió Flandes, tanto uno como la otra eran los cortijos particulares de los Habsburgo, y como tales los manejaban, a despecho del interes de castellanos, aragoneses, flemencos y demas gentes que los poblasen, por lo demas y a su entendersiervos a su servicio. Más le hubiera valido a España que sus reyes hubieran perdido Flandes antes de la sangría que a aquella le supuso.
"...da la impresión de que es eso mismo lo que jode."
ResponderBorrarExacto.
Eborense, estrategos y navarca