Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
Reproduzcamos
la carta de Carlos IV:
Señor mi hermano: me he
visto forzado a abdicar; pero animado hoy por la plena confianza que
abrigo en el genio y la magnanimidad de un gran hombre que siempre se
ha declarado amigo mío, me pongo absolutamente en sus manos para que
disponga como quiera de nosotros, de mi suerte, de la de la Reina y
de la del Príncipe de la Paz. Dirijo a VMI y R mi protesta contra
los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación y confío enteramente
en el corazón y la amistad de VM.
Murat,
sin embargo, le contestó que necesitaba un acto más formal y
escrito en español. Dirigido, pues a los españoles. Esta carta en
español la recibió Murat el día 29. Sin embargo, en esta carta
Carlos, que parece habérselo pensado mejor, protesta por su
abdicación, que considera obtenida por medios violentos; pero no
dice nada sobre una nueva abdicación.
Lo que
sí está claro es que, a partir de entonces, los antiguos reyes de
España estaban bajo la protección de Napoleón. Regresaron pronto a
El Escorial y el 23 de abril partieron hacia Francia, donde llegarían
el 30. Allí Napoleón los recibió con todos los honores de la
realeza. Para cuando sucedió esa escena, Fernando estaba también
allí, pero su padre no lo saludó; y no fue por accidente pues, buen
dominador de los detalles, sí que se detuvo a departir con su otro
hijo, Carlos María Isidro.
Es muy
difícil de pensar que el gobierno español, y por lo tanto Fernando,
no acabasen informados, en un momento o en otro, sobre las protestas
de su padre y sus manejos con Murat. Por otra parte, el hecho de que
Murat, claramente a las órdenes de la mano que mecía la cuna
europea, no le quisiera reconocer al Borbón los honores de majestad,
les hicieron probablemente pensar que los franceses podrían jugar
el comodín de declarar juego revuelto en la sucesión española. Un
Carlos IV sentado de nuevo en el trono de España podría, con
facilidad, revitalizar el proceso de El Escorial, esta vez sobre
bases más sólidas, provocar la condena de su hijo y,
consecuentemente, desheredarlo. Así nos lo dice Escoiquiz en sus
memorias y, por lo tanto, no tenemos motivo para no creer que ésos
eran los temores del partido fernandino; el cual, por otra parte,
estaba literalmente rodeado de tropas francesas.
El día
31 de marzo, la Historia de España tocó fondo con la ceremonia
formal de entrega de la espada de Francisco I. Pero también fue el
día en el que los miembros del gobierno recibieron la comunicación
ya comentada de Izquierdo y, al leerla, se acojonaron DEFCON uno.
Desde ese día, nos informa el excelente informado Murat, un sudoroso
Escoiquiz (a quien el general francés llama Scoeti en sus cartas) le
pide una vez y otra una audiencia para su rey; audiencia que el
astuto gran duque se libra mucho de concederle, pretextando que se
tiene que rizar los pelillos del escroto. La idea de Murat es que lo
que quiere el cura es convencerlo para que vaya a Aranjuez y allí
obligue a Carlos a confirmar los términos de su abdicación ante su
hijo.
Escoiquiz
dice en sus memorias, y a pesar de que este tipo miente más que
orina no hay ninguna razón para no creerle en esto, que, en ese
momento, absolutamente nadie en España, ni en su base ni en su
elite, podía imaginar que Napoleón tenía la idea de colocar a
alguien de su familia al frente de la corona española. Y este
escepticismo tenía lógica. Carlos IV comía en la mano del
emperador como un pajarillo; ¿para qué arriesgarse a más movidas?
Escoiquiz,
de una forma un tanto miope, se agarraba al hecho de que, tras las
batallas de Jena y Austerlitz, Napoleón no había procedido a
destituir ni al emperador austriaco ni al rey de Prusia. La verdad,
no sabemos de qué extraña ley pudo sacar el canónigo la conclusión
de que España era una perla de la misma calidad y tamaño que las
centroeuropeas, pero lo cierto es que creía que Napoleón tenía por
costumbre respetar a las dinastías reinantes, y por eso sus
esfuerzos se centraban en prevenir la reinstauración de Carlos IV,
que para él era el único escenario negativo a que se enfrentaba.
Para conseguir todo eso, consigue, finalmente, entrevistarse él, el
2 de abril, con Murat.
En esa
entrevista, Escoiquiz trata de darse pote y aparecer ante el gran
duque como alguien importante a base de inflar, quién sabe si
inventar, su participación activa en la caída de Godoy, que reputa
necesaria para salvar a la dinastía. Le aseguró al francés que, si
le gustaban las mamadas del rey Carlos, eso era porque no había
probado la lengüecita de su rey; y luego se echó a sus pies
pidiéndole consejo sobre esto y lo otro. Murat, aparentando humildad
(ciertamente, en cada generación nacen diez o doce franceses que
saben hacer esto), le contestó que él no era nadie para aconsejar a
personaje de tan acendrada inteligencia. Lo cierto es que a Murat le
cayó bien Escoiquiz y le pareció persona inteligente. O sea, el
gran duque, además de un chulo, era medio gilipollas y muy poco
adecuado para las altas responsabilidades que se le habían
adjudicado.
Por
mucho que valorase a Escoiquiz, durante las jornadas siguientes a la
entrevista, Murat siguió jugando la carta de decirle a todo el mundo
que le escuchase que, para él, el rey de España se llamaba Carlos.
Los consejeros de Fernando, estando ya muy cercana la partida del rey
para entrevistarse con Napoleón (si se retrasó algunas jornadas fue
porque el emperador estaba ocupado con los asuntos de Suecia)
pensaron que sería bueno conseguir de Carlos una especie de carta en
la que hiciese un endorsement de su hijo ante Napoleón.
Fernando le dijo a sus ministros que tal vez de su padre podría
obtener esa prez; pero que, decididamente, sus consejeros la
frenarían. Aun así, le escribió una carta a Aranjuez, donde estaba
su padre, pidiéndole el favorcillo. Pero una buena prueba de en qué
estado estaba España en ese momento es que Murat supo de esa carta
incluso antes de que fuese enviada. De hecho, ordenó a un
oficial que se presentase en el Real Sitio. Tan bien informados
estaban los franceses que ese oficial llegó antes que la
carta, así pues tuvo que hacer tiempo mientras los reyes la leían.
La reina María Luisa quería contestarla poniendo a su hijo de
cabrón para arriba, pero el francés convenció a los reyes, o más
bien les ordenó, que dejaran la misiva sin contestar.
En fin.
Aquí lo importante era el encuentro con el emperador. Napoleón
comunicó el 26 de marzo que se ponía en marcha. Alguien en la Corte
española propuso que el infante don Carlos saliese al encuentro del
emperador y lo cumplimentase. El 4 de abril, Murat le anuncia a
Napoleón el viaje del infante, y éste sale de Madrid, acompañado
del duque de Híjar, Pedro Macanaz y Pascual Vallejo. El infante
llega a Valladolid el día 5. Al día siguiente, come en Villarrodrigo
y cena en Burgos, donde pasa la noche. El día 7 para en Pancorbo y
duerme ya en Vitoria. El 8 llega a Tolosa donde, según lo convenido,
se queda a la espera del emperador.
El día
7, por su parte, Murat esperaba recibir la orden del emperador de no
reconocer la abdicación de Carlos IV y está, por ello, convencido
de que Fernando va a dejar de ser rey; tiene ya preparadas a las
unidades que habrían de arrestar a Escoiquiz y todo el entourage
del Borbón y trasladar a los reyes padres a El Escorial.
Ese día
7, sin embargo, llega a Madrid Anne Jean Marie René Savary, primer
duque de Rovigo. El general Savary trae noticias de Napoleón; la
primera vez que el emperador muestra sus cartas y afirma que su
intención es solucionar el tema de España por sí mismo, y no a
través de Murat.
En
efecto: las instrucciones de Napoleón, transmitidas por Savary,
eran: cambiar la dinastía reinante en España; no reconocer a
Fernando; aceptar respetuosamente la autoridad de Carlos durante el
tiempo necesario para hacerse con el control de la corona, que sería
transmitida por Carlos IV; sacar a Fernando de Madrid para llevarlo a
Burgos o Bayona, y allí recluirlo hasta obtener la cesión de sus
derechos, que serían compensados probablemente en Etruria; caso de
que se negara, hacer pública la protesta de Carlos y desheredarlo.
Savary,
la verdad, era un tipo muy listo, que ya se había fogueado como
diplomático en Rusia. Se presentó en Madrid y, sin esperar ni poco
ni mucho, se colocó sobre Murat en lo que se refiere al poder
diplomático, a pesar de que no llevaba consigo ni un solo
instrumento jurídico que le certificase dicho poder. Con la misma
estrategia directa, se presentó ante Fernando, al que le dijo que,
si sus ideas y deseos eran los mismos que los de su padre, Napoleón
no tendría problema en reconocerlo como rey. Evidentemente, hizo
esto para convencer a Fernando de hacer el viaje para ver al
emperador, esto es, salir de Madrid, que era la madre del cordero. Y
cayó como el corderito rocapollas que era.
Fernando estaba básicamente aconsejado por Escoiquiz, que es el verdadero pagafantas de esta historia, el soplapollas que, por no querer ser consciente de su minusvalía conceptual, entregó España a la dominación de un extranjero. Porque Escoiquiz creía a pies juntillas en las posibilidades de una entente entre Fernando y Napoleón; así pues, al mínimo de los signos que el último aportaba, le aconsejaba al primero que doblase la cerviz; y el rey, la verdad sea dicha, la doblaba encantado, porque a él España, la Historia, su pueblo, su soberanía, le importaban tres cojones borbones. Gente mucho más lista que Escoiquiz, como Infantado o el propio Cevallos, se opuso al viaje y trató que su rey entendiese de que nunca hay que comprar un billete de lotería con un francés. Pero sus admoniciones fueron a oídos sordos. Fernando estaba convencido de que, poniéndole buena carita a los franceses, éstos le regalarían la corona de España. En medio de esas tribulaciones, el siempre astuto Savary se interpuso anunciando que Napoleón estaba ya en Bayona, y dispuesto a pasar la raya de Francia. No había tiempo.
Fernando estaba básicamente aconsejado por Escoiquiz, que es el verdadero pagafantas de esta historia, el soplapollas que, por no querer ser consciente de su minusvalía conceptual, entregó España a la dominación de un extranjero. Porque Escoiquiz creía a pies juntillas en las posibilidades de una entente entre Fernando y Napoleón; así pues, al mínimo de los signos que el último aportaba, le aconsejaba al primero que doblase la cerviz; y el rey, la verdad sea dicha, la doblaba encantado, porque a él España, la Historia, su pueblo, su soberanía, le importaban tres cojones borbones. Gente mucho más lista que Escoiquiz, como Infantado o el propio Cevallos, se opuso al viaje y trató que su rey entendiese de que nunca hay que comprar un billete de lotería con un francés. Pero sus admoniciones fueron a oídos sordos. Fernando estaba convencido de que, poniéndole buena carita a los franceses, éstos le regalarían la corona de España. En medio de esas tribulaciones, el siempre astuto Savary se interpuso anunciando que Napoleón estaba ya en Bayona, y dispuesto a pasar la raya de Francia. No había tiempo.
Si en el
gobierno de Fernando hubiese habido alguien medio listo o, para ser
más precisos, si a los listos en aquel gobierno los estuvieran
usando para otra cosa que no fuera para calzar las mesas, Fernando
nunca habría salido de Madrid. El día 9 por la tarde, horas antes
de la partida, estando el gobierno reunido, les llegó un oficio del
general Savary exigiendo la libertad de Godoy. El gobierno se opuso
frontalmente, e Infantado y O'Farril fueron encomendados para ir a
ver al francés a decirle que, puesto que Fernando iba a
entrevistarse con Napoleón, allí tratarían la suerte del
prisionero. Savary aceptó este estado de cosas; pero la orden previa
debió haber prevenido a los españoles del espíritu con el que se
tomaban la entrevista los franceses.
La
Gazeta publicó un número extraordinario aquel 9 de abril
que publicaba tres decretos:
- Uno dirigido al duque del Infantado, presidente del Consejo Real, comunicando la resolución del rey de salir al encuentro del emperador.
- Un segundo trasladaba esta decisión a todas las demás autoridades.
- El tercero delegaba la autoridad real en el infante don Antonio.
En la
mañana del 10 de abril, Fernando salía en dirección a Burgos,
acompañado por Cevallos, el duque del Infantado, el de San Carlos,
el marqués de Múzquiz, Pedro Gómez de Labrador, Juan de Escoiquiz,
el conde de Villariezo, el marqués de Ayerbe, el de Guadalcázar, el
de Feria, el conde de Orgaz y Eusebio Bardaxí y Azara.
Savary
solicitó permiso para hacer el viaje del rey. Es bastante probable
que supiera que Fernando no iba a encontrar a Napoleón en Burgos,
como teóricamente tenía que ocurrir, así pues quería estar allí
para hacer lo que hizo, esto es, presionar al Borbón para que
siguiese viaje, por lo menos hasta Vitoria. Fernando llegó a la
ciudad el día 12 a las cinco de la tarde. Un día antes, en Aranda,
Cevallos ha recibido una carta del conde de Fernán Núñez, Carlos
Gutiérrez de los Rios. Guti había sido enviado a Francia a seguir
los pasos de Napoleón y, de hecho, lo había encontrado. Relata en
su carta que, pese a portar mensajes del rey, no ha conseguido
ninguna audiencia con el emperador. Advierte el diplomático en su
mensaje que le habría gustado avisar de todo ello antes de lo que lo
ha hecho mediante correo extraordinario, pero “[los franceses] no
dejan pasar ninguno y me valgo de enviar un criado a Irún, en posta,
para que no sospechen cosa mayor”.
Los
indicios son muchos de que los franceses van a tangar al listillo de
Fernando de Borbón. Pero éste, y sus secuaces, siguen empeñando en
hacerse eso mismo: los listillos.
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