Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
El
23 de marzo Murat, quien como ya he dicho es para entonces el dueño
total de España y de sus designios, es informado de que Godoy está
siendo trasladado a Madrid, y le escribe un billete al capitán
general de la plaza, Francisco Javier Negrete, sugiriéndole, en
términos que más parecen los de una orden, que suspenda el traslado
por la que se puede montar en la ciudad. En esa comunicación, le
dice que “os hago responsable ante vuestro rey de
la alteración del orden público que pueda ocurrir”. Como veis, el
francés está, en ese momento, por decirlo con prosodia catalana,
jugando a la puta y a la Ramoneta: tan pronto da sedal en sus
actuaciones haciendo como que admite que en España hay un rey
soberano, tan pronto lo niega, en los actos y en los textos.
Fernando,
solícito como pocos (su mejor imagen en ese momento es la del genial
José Luis López Vázquez cuando decía aquello de: “en mí tiene
usted a un amigo, un esclavo, un servidor...”) había dado orden de
que Murat fuese alojado en el Palacio del Buen Retiro. El gran duque,
sin embargo, rechaza la invitación, probablemente para no
identificarse demasiado con una familia real a la que sabe que va a
tirar por el desagüe de la Historia (en su carta a Napoleón le
dice, displicente, que se ha negado a “ocupar las habitaciones de
la amante de Godoy”). Así pues, se instaló en el Palacio del
Almirante, que si no me equivoco está donde hoy el teatro Calderón
(pero podría estar equivocado), cerca del Palacio Real. Lo hizo como
gesto de hondo significado político, pues esa casa había sido de
Godoy.
Los
monárquicos españoles, probablemente, se asustaron algo con el
recibimiento positivo que recibieron los franceses y, por eso mismo,
contraprogramaron con la entrada de Fernando en Madrid al día
siguiente, 24. La cosa, desde luego, les salió bien, pues la llegada
de Fernando fue mucho más en multitud que la de Murat, con gente que
salió a la afueras de Madrid para verlo llegar y todo. Mesonero
Romanos nos relata que entre la Puerta del Sol y el Palacio Real, el
rey se tomó dos horas; no podía avanzar más deprisa, absolutamente
rodeado por la gente como estaban él y su caballo.
Ni un
solo soldado francés lo acompañó. De hecho, Murat, si consideramos
sinceras las palabras que escribió en sus cartas, bien pudo haber
situado a sus granaderos en la carretera de Aranjuez para impedir la
entrada de Fernando de Borbón. La razón es que esa mañana recibió
la protesta formal de Carlos IV por la abdicación de su corona; pero
la recibió dos o tres horas tarde: para cuando la pudo leer,
Fernando estaba ya en el Madrid Central (su caballo no era diésel), siendo vitoreado. De haber recibido el papel en la primera mañana,
le jura Murat a Napoleón en sus cartas, habría impedido la entrada
de Fernando en la ciudad. Y quién sabe, la verdad, la que se habría montado, estaréis pensando. Y os equivocaréis. Porque lo cierto es que no hay nada, absolutamente nada, en el comportamiento de Fernando de Borbón antes, durante o después de su entrada en Madrid que desmienta la teoría de que, de haberle ordenado Murat no poner el pie en la ciudad, el Borbón, tranquilamente, se habría dado la vuelta.
En
todo caso, la entrada de Fernando en loor de multitud no impresionó
en nada a Murat, quien siguió considerando que lo de España estaba
hecho. Es por eso que en los días siguientes le pide al emperador
que no tome ninguna decisión sobre España porque no hace falta
precipitarse; y le asegura que no tiene presión ni necesidad alguna
de reconocer a Fernando como rey de España mientras no reciba la
oportuna orden de hacerlo.
En
estos días, de hecho, el duque de Berg toma la costumbre de iniciar
casi todas sus cartas a su jefe con esta frase: Sire, la
tranquilité la plus parfaite continue à regner à Madrid.
Todo está atado y bien atado. El día 27 se permite incluso decirle
a Napoleón que la popularidad de los franceses va en continuo
aumento, mientras que la de Fernando está decayendo (?) Lo que pasa,
de todas formas, es que Murat no es capaz de ver, o no quiere, las
primeras hormigas de la marabunta, que, aparentemente inofensivas, ya
se dejan ver: el día 27, un soldado francés está montando bulla en
una taberna y unas tropas españolas armadas pretenden detenerlo. El
francés, que al fin y al cabo es francés, lo cual quiere decir que probablemente es también
gilipollas, un chulo y está borracho, no sólo no se deja detener,
sino que pretende quitarle las armas a los españoles. Hay una
refriega, alguien dispara un tiro, y el francés ya está en el
suelo, muertecito. Murat decreta que las tropas españolas no lleven
cartuchos y que ningún francés pueda ser detenido sino por
franceses.
La
sensación que tiene Murat de control total no tiene freno. El día
28, por ejemplo, se entrevista con Cevallos para charlar sobre la
posible venida del emperador a España y Murat le espeta directamente
al ministro español que Napoleón desearía que los españoles le
regalasen la espada de Francisco I, que nosotros, claro, teníamos
desde que Carlos I le asestó una mano de hostias en Pavía. El 31 de
marzo, tres días después, la Gazeta nos
informa de que Fernando ha dado orden de que empaquen la espada en
papel de bolas de los chinos y se la manden por SEUR urgente al
emperador. Faltaría más. La publicación de la Gazeta que
acabo de citar merece ser leída de cabo a rabo; sobre todo rabo,
porque es una mamada de proporciones tan siderales que el historiador Modesto
Lafuente la apeló de degradante documento.
¿Con
quién “gobernaba” Fernando? El círculo estricto de quien para
unos es rey de España y para otros príncipe de Asturias está
formado por Cevallos, Caballero, Miguel José de Azanza y Alegría,
Olaguer-Feliu, Gil de Lemus, los duques del Infantado y de San Carlos
y, por supuesto, Juan Escoiquiz. Según Escoiquiz, pero claro, esto
lo escribió tiempo después, todos recelaban de Caballero, a quien
suponían en connivencia con los franceses o más bien, con los reyes
padres quienes, a través de la reina de Etruria, estarían en
conexión con Murat (esto es exactamente así; pero que los hombres
de Fernando lo supieran con esa precisión en marzo de 1808, es otra
historia). Lo que sí es cierto es que Caballero fue separado del
gobierno, pasando a ser titular de Gracia y Justicia Sebastián de
Piñuela; pero eso pudo ser por otras muchas cosas, sin ir más lejos
la añagaza para retrasar la llegada de Escoiquiz desde su destierro.
Escoiquiz,
por lo demás, llegó a la Corte el día 28 de marzo, y el 10 de
abril se marchó a Francia con su jefe. Así pues, tuvo dos semanas
para ser consciente de esa conspiración tan elaborada que describe
en sus memorias. Más parece que fue algo que aprendió con
posterioridad e incorporó a sus recuerdos.
Esos
días, en todo caso, llegó a España una carta de Eugenio Izquierdo,
embajador en París, dirigida a Godoy. Ante la incomparecencia del
príncipe de la paz para recibirla, le fue entregada a Pedro
Cevallos, en su condición de primer secretario de Estado y del
Despacho. En dicha carta, Izquierdo relata los términos de un
acuerdo con los franceses que vendría a solventar la situación
existente y que le habían sido comunicados por varios portavoces en
los días anteriores. Un acuerdo basado en cuatro compromisos:
Primero.
Libertad de comercio entre las colonias españolas y francesas,
concediéndose ambas naciones dicha prerrogativa en exclusiva.
Segundo.
Dado que el mantenimiento de las tropas francesas en Portugal sería
muy costoso, se entregaría todo Portugal a España, mientras Francia
recibiría en compensación “las provincias de España contiguas a
este Imperio”; o sea, Cataluña.
Tercero.
“Arreglar de una vez la sucesión al trono de España” (sin más
explicaciones)
Cuarto.
Realizar un tratado ofensivo y defensivo de alianza.
Izquierdo,
a pesar de reconocer que no es él quien tiene que tomar las
decisiones, se adelanta en la carta a hacer algunas valoraciones. Se
muestra, para empezar, contrario a la cláusula de libre comercio
exclusivo, puesto que, dice, al cerrar mercados a Inglaterra,
alejaría la paz. Sobre lo de Portugal, argumenta Izquierdo que la
nación sin sus colonias sería de nula utilidad para España. Y
luego, sobre la cesión de las provincias allende el Ebro, añade una
valoración que no creo que le suene demasiado bien a la
historiografía lazi o bildutarra: “he hecho una fiel pintura del
horror que causaría a los pueblos cercanos al Pirineo la
pérdida de sus leyes, libertades, fueros y lengua
y, sobre todo, el pasar a dominio extranjero.
Añade Izquierdo que, como navarro, no podría participar en la
entrega de Navarra.
Informa
el embajador que, ante la propuesta francesa, “he insinuado que, si
no hubiera otro remedio, podría erigirse un nuevo reino, o
virreinato, de Iberia, estipulando que este reino o virreinato no
recibiese otras leyes, otras reglas de administración, que las
actuales, y que los naturales conservasen sus actuales fueros y
exenciones.” Dicho reino podría darse al rey de Etruria o a algún
infante de Castilla.
Sobre la
sucesión de la corona, se limita a decir que ha expresado en París
todos los extremos que se le han pedido. En torno al tema de la
alianza ofensiva y defensiva, Izquierdo manifiesta que le ha dicho a
los franceses que “nosotros, estando en paz con el Imperio francés,
no necesitamos, para defender nuestros hogares, de socorros de
Francia”. Elegante forma ésta de apelar a su interlocutor gabacho
de mafioso, o sea, de intentar crear primero la necesidad para
proveer después la solución.
Añade
la jugosa carta: “se me ha dicho que se evite todo acto hostil,
todo movimiento, que pudiera alejar el saludable convenio, que aun
puede hacerse”. Eso sí, los franceses, ante el pedido del
embajador español de que cesasen las entradas de tropas en España,
contestaron con el silencio.
En suma,
de la carta de Izquierdo cabe concluir que los franceses le
transmitieron cierta sensación de urgencia, como de que las cosas
entre España y Francia todavía se podían arreglar, pero no estaban
en la mejor de las situaciones.
Según
Escoiquiz, esta carta pilló a casi todo el gobierno en bragas, pues
nada sabía de los apaños que se estaban intentando en París. No
así a Cevallos y a Fernando, que de todo estaban puntualmente
informados por Carlos IV, que era quien había iniciado todas las
conversaciones a través de Izquierdo. En todo caso, el gobierno, con
el jefe del Estado al frente, resolvió ser contemporizador con los
franceses, y en nada se les enfrentó.
Godoy,
en sus memorias, nos cuenta que el ex rey Carlos, ya algo más
tranquilo tras las primeras jornadas tras el motín de Aranjuez,
quiso formalizar jurídicamente la abdicación, que ahora juzgaba
apresurada. Quería elaborar un documento en el que le quedasen
claras a su hijo las condiciones, líneas rojas diríamos hoy, de la
abdicación. Obviamente, la primera era la defensa de la religión
católica; pero la segunda, mucho más importante para lo que estaba
pasando, era la indivisibilidad de España y sus posesiones, junto
con la armonía de España con todos los países con los que
estuviese en paz.
Sin
embargo, Cevallos y también Caballero, quien como vemos se apuntaba
a un bombardeo, se opusieron violentamente a la pretensión y
amenazaron al ex rey con tumultos si pretendía mover un dedo en esa
dirección. Fernando, por otra parte, quería que sus padres se
marchasen a Badajoz, donde su capacidad de influir en la política
nacional era nula (como bien sabe Fernández Vara). Así pues, el rey
fue exiliado por el rey.
El día
24 de marzo, Murat le escribe a Napoleón. Ha visto una oportunidad
en los escrúpulos jurídicos de Carlos de Borbón. Tras haber tenido un darme cuenta, el emperador, ahora, imagina que
podría conseguir del cabreado ex rey la protesta formal de la
abdicación, que presentaría como lo que realmente fue: un acto
provocado por presiones inesperadas; y reaccionase abdicando de
nuevo, pero esta vez en Napoleón, en cuyos hombros recaería la
decisión última sobre el destinatario final de la corona. En otras
palabras: se proponía darle al emperador el estatus que luego tuvo,
y que se parece mucho al que se abrogó el general Franco durante su
dictadura militar.
La carta
de respuesta de Carlos a ésta de Murat fue la que recibió el francés
apenas unas horas después de la entrada de Fernando en Madrid, y la
que le hizo escribir que, de haberla recibido a primera hora de la
mañana, le habría llevado a actuar de otra manera.
En la
siguiente toma veremos por qué.
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