Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
Y los escitas dijeron: you will not give, I'll take
Roma entra en la ecuación
El vuelo indiferente de Sanatroeces
Craso
La altivez de Craso, la inteligencia de Orodes, la doblez de Abgaro y Publio el tonto'l'culo
... y Craso tuvo, por fin, su cabeza llena de oro
Pacoro el chavalote
Roma, expulsada de Asia durante un rato
Antonio se enfanga en Asia
Fraataces el chulito
Vonones el pijo
Artabano
A pesar de que sin ninguna duda Artabano recuperó el poder sobre la
nación parta, eso no parece que se correspondiese con la convicción
por parte del de nuevo rey de reyes en el sentido de que podía
revivir sus aspiraciones armenias, o realizar cualquier acto que
viniese a significar una venganza antirromana por el apoyo del
Imperio hacia Tirídates. Dejó, pues, que Mitrídates el iberiano
siguiese dominando el teatro armenio, y nadie se acercó por el
Éufrates para tratar de echar de allí a Vitelio.
Era éste un punto en el que se juntaron el hambre con las ganas de
comer, pues, al mismo tiempo, el mayor deseo de Tiberio era poder
comunicar al Senado que la guerra con los partos se había terminado,
por lo que, rápidamente, se inclinó por alcanzar algún tipo de
tratado con el hombre al que había intentado bajar del trono.
Vitelio, siguiendo sus instrucciones, invitó a Artabano a celebrar
una entrevista en el Éufrates más o menos en la Navidad del 36.
Como suele ocurrir en toda negociación en la que ambas partes están
que no defecan por llegar a un acuerdo, éste se produjo rápidamente,
y de forma satisfactoria para todos. El principal pacto fue aquél
por el cual Roma renunció a intervenir en la política interior
parta, por así decirlo; a cambio de que Partia dejase en paz el tema
armenio. Como garantía del pacto, Artabano envió a su hijo Darío y
a otros nobles partos a Roma.
En el intermedio de que estos términos se firmaban y llegaban a Roma
para ser conocidos por el Senado, Tiberio falleció y fue sustituido
por Cayo Calígula. De esta manera, el acuerdo con los partos, que
fue juzgado con los mejores epítetos en la metrópoli, se convirtió
en uno de los primeros golpes de buena prensa del nuevo emperador,
quien inmediatamente se lo adscribió como un éxito político de
su gestión; la verdad es que no había tocado pito en el tema,
pero, ¿cuántas veces no pasa lo mismo?
A la paz de Partia contribuyó, además, el hecho de que la propia
Partia no permaneció quieta y, por lo tanto, alguno de sus
territorios dio problemas de los que hubo que ocuparse.
En aquel tiempo, como consecuencia lógica de los movimientos
naturales o forzados de los siglos anteriores, en todo el teatro
asiático se podían encontrar muchas colonias judías; por supuesto
en Babilonia, donde habían estado exiliados en los tiempos de
Nebuchadnezar, pero también en Armenia, Media, Susiana, etc. Los
judíos tenían entonces, algo que también sabemos por la historia
de Moisés, la característica de ser el pueblo asiático que
probablemente generaba un crecimiento demográfico más intenso en
poco tiempo. Los judíos, efectivamente, solían tener más hijos que
nadie, lo cual quiere decir que, normalmente, cuando se establecían
en un territorio, normalmente lo hacían de forma más o menos
modesta al principio; pero, pasados los años, se convertían, como
poco, en una fuerza significativa.
Los partos, aparentemente, se inspiraron en el estatus que tenían
los judíos en otros territorios asiáticos, como la actual Turquía,
donde disfrutaban de razonables niveles de autonomía, y también se
los concedieron en los territorios de su administración. Los judíos,
pues, eran una comunidad distinguida como tal, que recaudaba su
propio tesoro e, incluso tenía algunas ciudades donde, si no eran
los únicos habitantes, desde luego eran el colectivo dominante. Es
claro que los partos juzgaron que los judíos eran mucho más de fiar
que los sirios y griegos que residían en sus estados, y no se
cortaron en dejarlo ver. La cosa, pues, iba bien. Pero no duró.
Dos jóvenes hermanos judíos, Asinai y Anilai, ambos nacidos en
Nearda, la ciudad donde la comunidad judía tenía su tesoro, estaban
empleados en una pequeña fábrica cuyo dueño, aparentemente, los
trató sin respetar adecuadamente el Estatuto Parto de los
Trabajadores. Ante estos hechos, los dos hermanos resolvieron pedir
el finiquito y cambiar de oficio: serían ladrones. Debían de ser
dos chavalotes bastante echados para delante, porque el caso es que,
no mucho tiempo más tarde de su paso al Lado Oscuro, se habían
convertido en los líderes de una pequeña banda de maleantes.
La banda de Asinai y Anilai se convirtió en una pequeña Cosa
Nostra. Cobraba impuestos revolucionarios de los habitantes de su
zona, y atacaba a las caravanas para exigirles pago por su seguridad. El tema finalmente llegó a la capital provincial,
Babilonia, y provocó que el sátrapa de la provincia decidiese ir
contra ellos. La intención del babilonio era atacar a los judíos en
sabbath, consciente de que no pelearían; pero parece que a aquellos
hebreos (como a muchos otros después de ellos) esas disquisiciones
litúrgicas no les importaban. De hecho, fueron informados de las
intenciones de su atacante, así pues fueron ellos los que lo
asediaron y vencieron.
Aunque los relatos de este tema nos pintan a Asinai y Anilai como los
líderes de una especie de patota de ladrones, la cosa debía de ser
bastante más que eso, porque el hecho es que, cuando Artabano fue
informado del fracaso del sátrapa de Babilonia, tomó la decisión
de negociar con los judíos. Mi idea personal es que, tal vez, los
dos ladrones contaban con el apoyo de muchos hebreos, dispuestos a
ver cualquier agresión sobre sus personas como un ultraje a su
religión (un truco del almendruco muy habitual entre
ultranacionalistas, ultrarreligiosos y otras formas de talibanismo).
El caso es que Artabano invitó a una entrevista a su palacio a los
dos jóvenes y, una vez allí, le concedió al mayor de ellos,
Asinai, la satrapía babilónica.
La verdad es que, inicialmente, el tema funcionó bastante mejor que
bien. Asinai gobernaría Babilonia durante los quince años
siguientes y, a decir de las crónicas, lo hizo con equilibrio y sin
secuestrarse la neurona. Pasados esos años de estabilidad, sin
embargo, ocurrió algo. Anilai se encoñó con la hija de un noble
parto quien probablemente era el comandante del ejército parto
situado en Babilonia. Parece que al suegro lo escandalizó la
posibilidad de que su hija se fuese a casar con un perro judío, así
pues mandó al chaval a freír gárgaras. Anilai, recordando sus años
de rustler, formó una patota, se fue a por el padre y lo
mató. Luego se casó con su churri, a la que no parece que le
afectase mucho la muerte de su padre.
El matrimonio, sin embargo, habría de traer problemas. Los judíos,
ya se sabe, son muy suyos. Su religión es la verdadera sí o sí; es
una religión intolerante con otras religiones precisamente por eso
y, al mismo tiempo, resulta extremadamente complicada de respetar
para quien no se ha criado desde niño en sus sutilezas y exigencias.
La mujer de Anilai se integró en la comunidad judía de su marido,
pero conservó sus ídolos partos y, lo que es más, no se recataba
de difundirlos.
La señora, por lo demás, debía de ser una mandona de cojones,
pues, no contenta con dominar a su marido Anilai y con nadar
contracorriente, religiosamente hablando, en una comunidad tan
cohesionada como la judía, también se puso como tarea mangonear la
vida de su cuñado Asinai. Empezó a comerle la oreja con que tenía
que divorciarse, sin que os pueda explicar los motivos de esa
posición; pero algo muy relacionado con el juego de poder tenía que
estar en juego, porque el caso es que la tipa, cuando el virrey de
Babilonia le dejó claro que no pensaba hacerle ni puto caso,
revolvió cargárselo; así pues, lo envenenó, y el poder pasó a
manos de su hermano cachoperro, Anilai.
Si Asinai, claramente, se había quedado contento con dominar
Babilonia y gobernarla, ésa no era la forma que tenía de ver las
cosas Anilai (y, probablemente, su señora esposa). Poco tiempo
después de convertirse en el sátrapa de Babilonia, el ex Curro
Jiménez judío mesopotámico resolvió atacar a Mitrídates, que era
el sátrapa de una provincia vecina. Y que era, además, caza mayor:
auténtico megistán parto, estaba casado con una hija de Artabano,
así pues, de su pene salían arsácidas.
En una acción sorpresa en plena noche (debo recordaros que los
partos nunca peleaban de noche; pero a lo judíos, en cambio, Elohim
no les ha dicho todavía nada sobre el particular), Anilai rodeó a
la tropa de Mitrídates e hizo prisionero al propio comandante en
jefe. Lo humilló bastante, dándole manos de hostias y eso, pero ni
siquiera Anilai era tan tonto como para cargárselo; finalmente lo
devolvió. La mujer de Mitrídates se sentía tan humillada por todo
aquello que no paró hasta que su marido, que tal vez hubiera
preferido acostarse a dormir un rato, formó otro ejército.
Éste fue el momento, ese momento que siempre llega salvo que te
llames Julio o Alejandro, en el que el siempre victorioso comete un
error. Anilai debería, a juicio de muchos historiadores, esperar a
su enemigo en los pantanos donde se encontraba; pero, por razones que
yo creo que nunca sabremos, decidió enfrentarlo a campo abierto.
Para hacerlo, sometió a sus tropas a una marcha bajo el sol tras la
que acabaron todos laminados. Como consecuencia, fue vencido en la
batalla; pero supo escapar con efectivos suficientes como para
empezar una serie brutal de razzias en Babilonia (obsérvese
la moral del chaval: Babilonia no le había hecho nada, salvo
someterse a su gobierno).
Los babilonios intentaron negociar. Enviaron una delegación a los
judíos de Nearda, patriarcas por lo tanto de Anilai, para intentar
llegar a algún tipo de acuerdo. Los neardenses, sin embargo, o no
pudieron, o no quisieron, hacer nada. Finalmente, los babilonios
recibieron informaciones precisas de la situación del campamento de
quien todavía era formalmente su gobernador, y allí que se fueron
en la noche y lo atacaron. Les practicaron la circuncisión a la
altura de la nuez.
El problema, en realidad, estriba en que, una vez que hicieron eso,
los babilonios ya no se pararon, y la tomaron con todos los judíos.
Fue, ciertamente, una posición exagerada; pero no olvidemos que muy
a menudo, en cualquier conflicto nacional, racial o religioso,
siempre aparece la figura del tibio, del típico civil
colaborante que dice eso de “yo no soy de ETA, pero tenéis que
entender que...” Las comunidades judías, por lo general, siempre
han jugado ese papel, y eso es lo que muchas veces les ha perdido.
Anilai iba de villa en villa robando, quemando y violando, y los
judíos, probablemente, le decían a sus vecinos babilonios que sí,
que era un cabrón; pero que, claro, creía en Elohim y blablabla.
Los babilonios, pues, se dirigieron, con sus espadas manchadas con la
sangre del tracto respiratorio de Anilai, a por los barrios judíos
de sus propias ciudades. Evidentemente, los hebreos no podían
presentar resistencia, entre otras cosas porque acababan de perder al
único general que tenían. Así pues, hicieron lo único que podían
hacer, y emigraron en masa a Seleucia. Allí vivieron en relativa paz
cinco años, pero en el año 40, los problemas regresaron. De nuevo,
los judíos que habían quedado en Babilonia volvieron a ser
hostigados, aunque no se sabe muy bien si es que les sobrevino una
epidemia, y también emigraron a Seleucia. Sin embargo, en Seleucia
algo debió pasar, porque el tradicional juego de fuerzas: sirios y
judíos juntos contra los griegos, se rompió, y los enemigos
legendarios, sirios y griegos, se unieron contra los hebreos, de los
que hicieron una matanza que pudo llegar a las 50.000 personas. Por
ello huyeron a Ctesiphon, pero allí también fueron atacados, por lo
que, finalmente, los hebreos hubieron de establecerse en aquellas
ciudades que ocupaban ellos en exclusiva.
Como vemos, el tema judío tuvo ocupado a Artabano más o menos hasta
el año 40. Y se puede pensar, con estos periodos de tiempo, que ya
se había consolidado definitivamente como rey de reyes. Sin embargo,
no era así. Artabano, la verdad, era, con bastante probabilidad, un
mal gobernante. No se le daba bien tener paciencia con sus súbditos
y entenderse, entenderse, lo que se dice entenderse, sólo se
entendía con cachoburros y gente como los hermanitos hebreos. Por lo
tanto, aunque obviamente nos falta muchísima información, cabe
imaginarse que debió de ser el típico gobernante rocapollas que,
cuanto más lógica y razonada era la petición que se le presentaba,
más tendencia tenía a decir que no.
En estas consecuencias, lo normal es que sólo sea cuestión de
tiempo que las cosas se te tuerzan. Artabano, probablemente, no era
de esa opinión. Pero la mecánica de las cosas es la mecánica de
las cosas.
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