Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
Y los escitas dijeron: you will not give, I'll take
Roma entra en la ecuación
El vuelo indiferente de Sanatroeces
Craso
La altivez de Craso, la inteligencia de Orodes, la doblez de Abgaro y Publio el tonto'l'culo
... y Craso tuvo, por fin, su cabeza llena de oro
Pacoro el chavalote
Roma, expulsada de Asia durante un rato
Antonio se enfanga en Asia
Fraataces el chulito
Vonones el pijo
Germánico, como sabemos bien, murió pronto, en la flor de la vida.
Y tras su deceso, en el año 19, ocurrieron cosas en la Historia de
Partia sobre las que no tenemos un conocimiento muy profundo.
Artabano da la impresión de haber guerreado contra otros pueblos
fronterizos, y son guerras que debieron de irle bien, pues con el
tiempo acabó por acunar la idea de escindirse del poder romano una
vez más. Era un momento propicio: sin Germánico, Roma carecía de
un gran general. Su comandante en jefe, el emperador Tiberio, era un
viejo con pocas ganas de meterse en líos. Y Lucio Vitelio, el
gobernador de Siria, era menos adecuado para el puesto que un fiscal general nombrado de rebote.
En el año 34, el equilibrio geopolitico de la zona volvió a cambiar
desde una de sus piezas fundamentales, Armenia. Allí, el rey
Artaxias Zenón provocó a Artabano hasta que invadió el país, al frente del
cual colocó a su hijo Arsaces. Al mismo tiempo, envió embajadores a
los romanos exigiéndoles la devolución del tesoro que Vonones se
había llevado consigo a Siria. En dicha embajada, Artabano incluyó
cartas en las que se declaraba heredero de Ciro el Grande y, por lo
tanto, dispuesto a conquistar todos los territorios que algún día formaron parte del imperio persa.
Tiberio, efectivamente, estaba ya en la edad en la que la ausencia de
problemas define la felicidad. Cuando le llegaron las noticias sobre
Armenia, envió instrucciones a Vitelio en las que, básicamente, le
instaba a llevarse bien con el rey parto. Como suele ocurrir,
Artabano interpretó esta respuesta por parte del emperador romano
como una prueba de debilidad, y albergó planes para atacar incluso
territorios que formaban parte de dicho imperio. De hecho, comenzó a
realizar expediciones contra la Capadocia, que era provincia romana.
En tiempos de Tiberio, sin embargo, los romanos habían desarrollado
de forma muy eficiente su CIA particular que, con mayor eficiencia
que en tiempos pasados, los dotaba con informaciones precisas de
inteligencia sobre sus enemigos. Tiberio, gracias a ello, recibió
testimonios que hablaban de una situación bastante comprometida
dentro de Partia, donde el rey no era nada popular. Roma, entonces,
resolvió agitar el avispero parto. En el año 35, varios nobles
partos estuvieron en Roma, y allí sugirieron que si Fraates, uno de los
hijos sobrevivientes de Fraates IV, aparecía por el Éufrates, los
partos se levantarían contra su rey.
Roma aprobó la operación, y Fraates partió hacia Siria. Artabano,
en todo caso, pronto se enteró de la movida, e incluso fue informado
de que el centro de la misma dentro de Partia era un noble llamado
Sinnaces y un eunuco llamado Abdo, uno de esos típicos sirvientes de
la Corte que había conseguido, con los años, una posición de
preeminencia. El rey de los partos venció a la tentación de ir
directamente a por los dos conspiradores, consciente de que, si los
ejecutaba sin más, tal vez nunca sabría cuántos rostros tenía
aquella hidra. Así pues, comenzó a envenenar lentamente al eunuco,
mientras le encargaba cada vez más misiones de Estado a Sinnaces,
para tenerlo ocupado. Fue una estrategia inteligente que, como le
suele pasar a las estrategias inteligentes, acabó siendo auxiliada
por la suerte.
Fraates, el conspirador, había pasado cuarenta años viviendo en
Roma. De otra forma no estaría vivo, porque la verdad es que
Artabano había asesinado a la práctica totalidad de los arsácidas
masculinos que pudo encontrar en Partia. Este largo exilio, sin
embargo, lo había convertido en un romano de aspecto y de costumbres
y, por ello, era consciente de que, a su llegada a Siria, su primera
obligación (ah, el márquetin...) era mostrarse como un parto de
pura cepa. Así que se dedicó a hacer cosas en Siria como comer las
cosas que comían los partos, y tal. El modo de vida parto, al que ni
su estómago ni su sistema inmunológico estaban ya acostumbrados,
provocó su enfermedad y, a la postre, su muerte.
La muerte de Fraates dejó a los romanos hechos polvo. Pero no a Tiberio. El emperador, ante las noticias de la muerte de su campeón,
decidió ponerse serio con los partos. En realidad, para ello puede
haber colaborado una carta que, según algunas fuentes, un crecido
Artabano le habría escrito insultándolo, reprochándole su modo de
vida y otras cosas; pero no todo el mundo está de acuerdo en que
dicha carta existiese alguna vez.
Rápidamente, Tiberio reclutó a Tirídates, sobrino del ahora
fallecido Fraates, y lo envió a Siria. Pero, además, le otorgó a
Vitelio la superintendencia de todos los asuntos del Este, con lo que
buscaba, claramente, que la pelea contra los partos lo fuese de
varias naciones.
En el año 35, Farasmanes, el rey de Iberia (ojo, no de la nuestra,
sino una región de Georgia; ojo, no la de los EEUU, sino la
república de la ex URSS) lanzó su intención de colocar a su
hermano Mitrídates en el trono armenio. No fue la idea suya; digamos
que había recibido un email desde Capri en el que se le había
invitado a dar ese paso. De hecho, marchó sobre Armenia sin
encontrar oposición seria. Artabano, en todo caso, le ordenó a su
propio hijo, Orodes, que se fuera para allá, a defender los
postulados de los partos. Sin embargo, las tropas que le otorgó eran
muy pocas y, demás, Farasmanes parece que era un tipo bastante
popular entre los armenios. El rey iberio (que no íbero), consiguió
además la complicidad de los albanianos (que no albaneses) para
abrir los pasos del Cáucaso, con donde habían entrado en Armenia
hordas de escitas y sármatas, todos ellos mercenarios, quizá
sabrosamente pagados con dinero procedente de Roma.
Aunque Orodes trató por todos los medios de no enfrentarse en el
campo de batalla a aquella poderosa coalición, finalmente tuvo que
hacerlo. Al parecer, la batalla fue bastante igualada hasta el
momento en que Orodes fue descabalgado de su caballo y sus soldados
asumieron que había muerto. La consecuencia pudo ser una matanza
(así lo dice Josefo, sin ir más lejos) y, en todo caso, la pérdida
del teatro armenio por los partos. Para Artabano, además, el suceso
suponía un grave contratiempo que lo colocaba a los pies de los
caballos de sus enemigos internos.
El rey parto, sin embargo, pensó sin duda que la mejor defensa es un
buen ataque, y por eso al año siguiente, en el 36, reclutó un gran
ejército, y con él marchó hacia el norte, buscando el
enfrentamiento con los iberios y la recuperación de su provincia
armenia. Anduvo lento e ineficiente el parto con lo que se buscó
muchos problemas, dado que, cuando todavía no había podido dar el
golpe que esperaba, Vitelio se colocó al frente de sus legiones y se
movió al norte de Siria, amenazando con invadir Mesopotamia. Aquello
cambió completamente los planes de Artabano, quien pasó de atacar a
defenderse para conservar otra parte, más importante incluso, de su
imperio.
Cuando Artabano volvió grupas hacia el sur, Vitelio, claramente,
evitó el combate. Más que probablemente, valorando la situación de
los romanos en el teatro oriental y, sobre todo, la personalidad de
Tiberio, quien nunca le decía que no a una conspiración a media
voz, Vitelio recibió de Roma la instrucción de no enfrentarse al
parto y, a cambio, gastar enormes sumas de dinero en la excitación
de las correspondientes rebeliones entre los megistanes.
La estrategia se reveló como lógica y exitosa. Artabano,
notablemente debilitado ya por las derrotas que había sufrido, fue
perdiendo paulatinamente apoyos hasta que sólo le quedó su guardia
personal en la que confiar. En ese momento, tomó la lógica decisión
de huir, y se marcho a Hircania a uña de caballo. Hircania estaba
bastante cerca de los lugares donde Artabano se había criado, así
pues los locales le eran bastante parciales. Por lo tanto, allí se
pudo retirar.
Con Artabano huido, Vitelio avanzó hacia las riberas del Éufrates y
pronto introdujo a su huésped, Tirídates, en el reino donde
esperaba colocarlo como rey. El poder de Roma y la desgracia sin
paliativos de Artabano provocó una oleada de adhesiones.
Ornospasdes, el sátrapa de Mesopotamia, fue el primer endorsement
que disfrutó Tirídates. Luego fue Sinnaces, incansable
conspirador, y su padre, Abdageses, un personaje importante porque
era el guardián del Tesoro y, por lo tanto, con su defección le
otorgó a Tirídates los medios financieros que necesitaba. Los
griegos mesopotámicos, en todo caso, estaban todos encantados con el
nuevo rey, pues, al fin y al cabo, era alguien criado en Roma y, por
lo tanto, bastante cercano a sus puntos de vista helenísticos; entre
eso y un arsácida que se había criado entre escitas, la verdad, no
veían color.
En Seleucia, la Barcelona de Partia, el recibimiento de Tirídates
fue apoteósico. La población, en buena parte helenística, estaba
tan encantada con el nuevo rey que, incluso, hicieron circular la
versión de que Artabano ni siquiera era un arsácida auténtico,
pues era el producto de una relación adulterina. Tirídates supo
pagarles. Artabano había cambiado la constitución de la ciudad,
hasta entonces gobernada por un Senado de 300 miembros, para
instaurar un gobierno aristocrático; ahora Tirídates modificó esa
Constitución modificada para instilar elementos democráticos en el
gobierno de la ciudad.
Finalmente, en Ctesiphon, la capital, fue coronado por el surena del
momento.
Después de todo aquello, que no dejaba de ser el apoyo de la mitad
occidental del imperio, Tirídates esperaba la misma reacción por
parte de los territorios orientales. Sin embargo, las cosas no eran
tan fáciles.
Sabido es que, si costoso es obtener una victoria, administrarla
puede ser algo casi imposible. Para Tirídates, tras su coronación
el principal reto era nombrar un visir, un primer ministro capaz y
fiel. Esto comenzó la habitual conga de intrigas, mentiras y
conspiraciones, dentro de las cuales los que se consideraban víctimas
principales eran aquellos nobles que, por estrategia o por
imposibilidad, no habían estado en la coronación de Tirídates;
parece ser que fueron el principal objeto de las maledicencias de
aquéllos que, cercanos al rey, querían ahora quitarse de en medio a
posibles rivales.
Estos nobles preteridos de la carrera del poder, lógicamente,
volvieron sus rostros hacia Artabano. Enviaron a por él a Hircania y
lo encontraron allí, vistiendo ropas extremadamente humildes y
viviendo de la caza. Al principio, el ex rey receló de los
mensajeros, pensando que no venían sino a prenderlo y entregarlo a
Tirídates. Sin embargo, finalmente convencido, comenzó a reclutar
mercenarios escitas. Con esta tropa, y llevando encima todavía los
pobres ropajes con que se vestía para tratar de obtener con ello la
solidaridad de quienes lo viesen, Artabano se movió hacia el oeste,
llevando a cabo una estrategia de incursiones y acciones muy rápidas.
Tan rápido se movió Artabano, que cuando llegó a las inmediaciones
de Ctesiphon, Tirídates estaba en la ciudad, todavía preguntándose
cuál podría ser la mejor estrategia a desarrollar. Unos le decían
que los rebeldes estarían cansados por tanta marcha y que por lo
tanto había que atacarlos ahora; mientras otros aconsejaban la
retirada a Mesopotamia, para allí poder unir fuerzas con armenios y
romanos. Vitelio, de hecho, tras conocer las primeras noticias del
movimiento de Artabano, había cruzado el Éufrates con sus tropas.
Puesto que Tirídates había hecho finalmente visir a Abdageses y que
éste era uno de los campeones de la retirada, optó por ésta.
Ni Tirídates ni su visir, sin embargo, habían entendido una cosa.
Algo que tiene su lógica que el primero, al fin y al cabo criado en
Roma, no apreciase; pero que su noble parto en funciones de primer
ministro debería haber valorado. Ese algo es esto: los pueblos
occidentales, como romanos o griegos, podían llegar a entender, y
eso con dificultades, la idea de la retirada estratégica; pero los
pueblos orientales, no. Los pueblos asiáticos, casi sin excepción,
entendían que cuando alguien se retiraba de la batalla, alejándose
de ella, estaba haciendo una confesión de debilidad o, peor, de
cobardía; y, consecuentemente, apoyarlo era, para muchos, un
oprobio. Conforme Tirídates fue alejándose de las posesiones
orientales del imperio parto, pues, fue perdiendo, poco a poco,
apoyos y, con los apoyos, las tropas que éstos aportaban. Cuando
llegó al Éufrates, estaba básicamente solo. Con las pocas tropas
que le quedaban cruzó la raya de Siria y pidió asilo a los romanos.
Artabanus
was back.
Buenas tardes.
ResponderBorrar¿Lo de no poner los enlaces a capítulos anteriores ha sido por olvido?
;-D
LE SUENA A USTED QUE PARECE SER UN EXPERTO, A QUE SE REFIERE EL TEXTO SIGUIENTE:
ResponderBorrar"Habiendo conseguido de esta manera el poder imperial, se cumplieron los deseos del pueblo romano, o incluso podría decir que de toda la humanidad, pues era un príncipe en extremo deseado por la mayor parte de los habitantes de las provincias y de los soldados -dado que muchos de ellos lo habían conocido de pequeño-, pero también por toda la plebe de Roma, a causa del recuerdo de su padre Germánico y de la piedad que despertaba una casa casi aniquilada. En consecuencia, cuando partió de Miseno, aunque vestido de luto y siguiendo el cortejo fúnebre de Tiberio, avanzó sin embargo entre altares, víctimas y antorchas encendidas, rodeado por la enorme y exultante muchedumbre de quienes le salían al paso dirigiéndole, además de otros apelativos favorables, los de “estrella”, “pimpollo”, “muñeco” y “criatura”. Y tras entrar en la ciudad, se le concedió en el mismo momento, por consenso del Senado y de la turba que había irrumpido en la Curia, el poder y la capacidad de decidir sobre todos los asuntos, anulando de esta manera la decisión de Tiberio, que en su testamento había designado como coheredero a su otro nieto, el cual todavía vestía la pretexta, y todo ello en medio de una alegría popular tan grande que, según se cuenta, en los tres meses que siguieron, y sin necesidad siquiera de que éstos llegaran a cumplirse, se sacrificaron ciento sesenta mil víctimas. Como luego, pocos días después, se dirigió navegando a las islas cercanas a Campania, se elevaron votos por su regreso, sin que nadie perdiera la más mínima oportunidad de mostrar su interés e inquietud por su integridad. Pero, cuando cayó enfermo, mientras todos pasaban la noche en los alrededores del Palacio, no faltaron algunos que llegaron a ofrecer, colgándose un cartel en el que lo especificaban, que, si se curaba el enfermo, se enfrentarían en un combate, y otros que darían sus propias vidas. Al enorme amor con que contaba por parte de los ciudadanos se añadió una notable simpatía también por parte de los extranjeros. Y así Artábano, rey de los partos, que siempre había mostrado un clarísimo odio y desprecio por Tiberio, solicitó la amistad de Gayo."