Otros escalones de esta escalera:
Enrique, el que a todos contentaba
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
Una boda en pecado, un legado papal corrupto, y el momento más bajo para los esposos
Guerra de bebés
Una carta encendida y varios golpes de suerte
El Borgia entra en juego
Reuniones y conciliábulos sin solución
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
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Fernando, en Castilla
Una boda en pecado, un legado papal corrupto, y el momento más bajo para los esposos
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Una carta encendida y varios golpes de suerte
El Borgia entra en juego
Reuniones y conciliábulos sin solución
Aunque Enrique de Trastámara
abandonó todo proyecto de apañar el asunto de Trujillo, Pacheco decidió no
hacerlo. El cortesano sabía tener paciencia y porfiar, y eso fue lo que hizo
hasta que, a finales de septiembre, acordó con Stúñiga cambiar Trujillo por
Saelices. El destino, sin embargo, le reservaba a Pacheco, como a Chacón, la
putada de quedarse a las puertas de su gran momento. En esos días, se le
produjo un absceso en la garganta que, pronto, le provocó fiebre y vomitonas
sanguiñolientas. Estando así, en una situación tan jodida que incluso
permanecía atado a una silla dentro de una habitación a oscuras para que nadie
pudiera verlo, apañó las últimas negociaciones para recibir Trujillo. Al día
siguiente de conseguirlo, entró en coma y, poco después, murió. Los criados del
cortesano le quitaron todo lo que tenía y, para ocultar sus sevicias,
escondieron el cadáver en una cuba de vino; no fue descubierto hasta días más
tarde.
Enrique, como es lógico, recibió
esta noticia como de muy mal agüero. Fernando, por su parte, recibió la
noticia el 24 de octubre, estando en Barcelona. Junto con el obituario le
llegaba, vía Cárdenas, la noticia de que el rey había decidido confirmar como
maestre de la orden de Santiago al hijo de Pacheco, Diego López Pacheco; una
decisión cuestionable que había levantado ronchas en la Corte, donde eran
muchos los grandes que consideraban llegado su momento para ocupar ese puesto.
A pesar de que Aragón y Francia estaban de nuevo en guerra por la posesión de
los territorios catalanes traspirenaicos, Fernando decidió regresar a Castilla.
Pero no era fácil. En Zaragoza, fracasó a la hora de arrancarle a las Cortes
nuevos fondos para la guerra y, mientras tanto, de Isabel llegaban cartas que
más que insinuaban que Castilla estaba cayendo en el caos. El conde de Osorno,
uno de los principales candidatos a la maestría de Santiago que, por lo tanto,
había sido preterido por el hijo de Pacheco, había decidido encarcelar a éste
como un vulgar delincuente. Todos los candidatos, conscientes de la vuelta de tuerca
que podía dar Castilla en poco tiempo, buscaban la complicidad de Isabel, quien
no se comprometió con ninguno pues, en secreto, tenía la aspiración de que el
cargo fuese para su marido.
A Fernando le costaba decidirse.
Pero decidió por él una carta que recibió el 17 de diciembre, en la que se le
informaba de la muerte del rey de Castilla, Enrique IV.
Según los indicios disponibles, a
finales de octubre, cuando Enrique recibiera la noticia del encarcelamiento de
López Pacheco, el Trastámara entró en eso que los sajones llaman a nervous breakdown. La caída de
Tordesillas, la muerte de Pacheco, la exhibición impúdica del poder de los
nobles, la causa isabelista... era demasiado para él. Se echó a llorar y así se
quedó horas enteras, apollardado como Theoden, hijo de Thengel y señor de Rohan. Dicen las crónicas que
el afecto del rey por el hijo de Pacheco “superaba su razón”; quién sabe si,
verdaderamente, Enrique fue un homosexual más o menos reprimido, y el hijo de
Pacheco no sería su último capricho. En todo caso, resolvió liberarlo por sí
mismo, por lo que partió a Villarejo, en Extremadura, acompañado por el
cardenal Mendoza, Carrillo y otros nobles.
Osorno, a la vista del rey,
accedió a liberar al muchacho, pero no por ello dejó la pelea por la maestría
de la orden de Santiago. El Enrique que regresó a Madrid, según todos los
indicios, había llegado a la conclusión de que le quedaban dos días en el
convento. Comía sin tasa y se negaba a tomar el Sintrón como le demandaban sus
médicos.
Cuando llegó diciembre, el rey
estaba demasiado débil para ir a Segovia; un lugar que, además, probablemente
prefería no visitar, teniendo en cuenta que allí “reinaba” Isabel,
generosamente regada con el tesoro real en manos de Cabrera. Así pues, resolvió
pasar las navidades cazando en El Pardo, hasta el 9 de diciembre. Ese día, tras
una jornada cinegética, una vez más, desaconsejada por sus médicos, tuvo una
hemorragia intestinal. El 11 de diciembre, tras dos días de agonía, tuvo una
repentina mejoría, se levantó de la cama y se vistió con ropas de caza. Ni qué
decir tiene que los médicos, que llevaban 48 horas esperando que la diñara,
cuando él les dijo que se iba a ensartar venados le contestaron que no mamase.
Pero el rey era el rey, y hacía lo que le salía del pingo. No obstante, de camino
a El Pardo le vino un gran dolor de estómago que lo obligó a regresar al
alcázar.
Es difícil discernir qué pudo
pasar por la mente de Enrique en los últimos momentos de su vida, pero mi
teoría es que, como Felipe III, que murió más o menos berreando que vaya mierda
de rey había sido; o como Carlos III, quien también consumió sus últimas horas
expresando una especie de nostalgia por haber vivido cualquier otra vida que no
fuese la de rey, Enrique renegaba de lo que había vivido y de lo que había
hecho. Probablemente harto por todo lo que había pasado, sintiendo que su vida
personal no había dado frutos (su mujer vivía apartado de él, en el convento de
San Francisco de Segovia; paradójicamente, al final de los días de Enrique,
Juana estaba geográficamente más cercana a Isabel que a él) y que nada se había
ajustado en el reino, se sentía hondamente frustrado. Se negó a recibir los
sacramentos, lo cual no sabemos si quiere decir que en el fondo no creía o, más
probable creo yo, que no se sentía con derecho a morir en el seno de la
Iglesia. Y, lo que es más importante, por mucho que los testigos de su muerte
le imploraron que aclarase si Juana era o no hija suya, declinó decir algo al
respecto. Él tenía que saber que estaba sellando el destino de su hija con ese
silencio; pero, o bien la sacrificó para no generar una nueva guerra civil en
Castilla (lo que abonaría la tesis de que era hija suya); o bien la niña le
importaba un cojón (lo que demostraría que no lo era).
Supuestamente, o al menos eso
dice Hernando de Pulgar, Enrique nombró a seis hombres para que dirimiesen la
sucesión: Mendoza, el marqués de Santillana, el conde de Benavente, el duque de
Arévalo, el condestable de Castilla y su muy querido Diego López Pacheco. El
propio Pulgar nos dice que hasta un moribundo Enrique tenía que saber que
estaba designando una comisión proisabelista.
Enrique murió en los inicios del
12 de diciembre de 1474. El mismo martes 13, por la tarde, sin más
deliberaciones ni movidas, los nobles aclamaban a Isabel reina de Castilla en
el castillo de Segovia.
Con aquel acto celebrado a la
hora de la merienda, culminaba el largo y doloroso parto de la nación española,
algo más largo y traumático que el de la francesa pero, por si nos sirve de
consuelo, mucho menos problemático que el de la británica (por citar los dos benchmark de parecida magnitud), que
comenzó, cuando menos para mí, con el reinado de Juan de Castilla y de su
valido Álvaro de Luna. Juan, Enrique e Isabel de Castilla, tres reyes que nos
vienen seguidos en la lista, en realidad abarcan un plazo de tiempo
relativamente corto, especialmente en términos históricos; pero, sin embargo,
en buena medida la Castilla, la España, que heredó el primero y tomó la tercera
(no digamos ya la que dejó) eran, ya, reinos totalmente diferentes.
España tenía las bases para
nacer, bases muy sólidas. En realidad, todas las grandes naciones las tienen.
Francia tuvo el pacto de hierro entre su nación y la religión católica,
apostólica y romana, firmado por Clovis y rubricado por el segundo de los reyes
no merovingios, Carlomagno. Fue un pacto tan importante que el país no tuvo
reparo en hacer uso del puro y simple genocidio para acabar con las herejías
maniqueas en su seno y, en cuanto a la huella que dejó, todo lo que podemos
decir es que los franceses se pasaron siglos admirando a Carlomagno hasta que
pudieron admirar a Napoleón. Inglaterra tuvo, por supuesto, su insularidad y su
singularidad. Pero a España tampoco le faltaban motivos para ambicionar el
cosido de los reinos castellano, aragonés, navarro y portugués, por mucho que
la última de estas piezas sólo episódicamente formó parte del equipo porque
nosotros, los españoles, la verdad, nos hemos portado con “nuestra Escocia” (que es Portugal, no Cataluña) mucho mejor que ésos que nos dan lecciones de civilización.
España tenía la Reconquista, una
misión colectiva cuya importancia hoy se minusvalora como si escribiendo libros
en el 2019 se pudiera cambiar la forma de pensar de los habitantes de hace 600
años (y es que la historiografía española, demasiadas veces, ya no quiere
describir o analizar la Historia; quiere cambiarla). Tenía también una
evidencia geográfica (era bastante más probable que Tordesillas acabase
compartiendo nación con Valencia que con La Valetta, por razones que, si es
necesario explicar, mal vamos). Y, sobre todo, tenía la tendencia general a la
centralización, a la des-feudalización
de los territorios, la aparición de los Estados propiamente dichos.
Pero todo eso necesitaba de
personas. De gentes con DNI, nombres y apellidos, dispuestas a arrostrar con
los peligros del proceso y llevarlos a cabo a pesar de todo. En España se dio
la circunstancia de que esas personas aparecieron desde la tercera fila
dinástica: Isabel de Castilla y su luego marido, Fernando de Aragón.
El proceso de acceso de Isabel de
Castilla al poder en su reino es todo menos legal, todo menos constitucional.
Juana de Trastámara no habría sido el primer ni el último rey o príncipe de la
Historia de quien se hubiera planteado durante toda su vida la pregunta de
quién era su verdadero padre. A decir verdad, su padre legal, el rey Enrique,
hizo muy pocas cosas por luchar contra el rumor y luego, impulsado por las
necesidades políticas, incluso hizo muchas cosas para alimentarlo; pero eso no
esconde el hecho de que los derechos dinásticos de Isabel eran muy leves, tan
leves que de haber sido Juana un chico o de no haber muerto su hermano Alfonso,
ella jamás habría podido ser reina de Castilla. Para colmo, el matrimonio de
Isabel, que fue fundamental para allegar los apoyos necesarios para su causa,
fue un matrimonio ilegal, amañado. Last,
but not least, no pocas veces las pretensiones de la infanta de Castilla, a
pesar de que luego se convirtiese en la primera reina renacentista de nuestra
Historia, se apoyaron descaradamente en los rancios, y cada vez menos
constitucionales so to speak, poderes
de la gran nobleza castellana.
Isabel, pues, no fue reina por
legitimidad. Fue reina porque supo permanecer en el ring todo el tiempo que
hizo falta. Como Rocky Balboa, dejó que su oponente la pegase cuantas veces
quisiera, pero sin caer. La suya es la historia de una resistente.
Pero no es su historia. Cuando
menos, digo esto desde mi punto de vista. Ésta no es la historia de Isabel de
Castilla. Es la historia de Alfonso Carrillo. Ciertamente, Isabel no puede ser
retirada de la ecuación: si usamos a su hermano como rey de Castilla, las
incógnitas no pueden despejar de la misma manera, porque las coronas de
Castilla y de Aragón no se habrían unificado en un heredero. En ese sentido, es
curioso que el principal handicap de
Isabel terminó siendo su fuerza: su capacidad de casarse con un rey. Pero, aun
así, sin quien esta historia habría sido otra, es sin Carrillo.
A pesar de que no pocas veces a
lo largo del duro enfrentamiento dinástico castellano, el arzobispo Carrillo se
comportó como un viejo señor feudal, imbuido del derecho de decirle al heredero
de la corona castellana lo que tenía que hacer, lo que tenía que pensar, con
quién tenía que hablar y qué le tenía que decir, no se puede negar que Carrillo
aporta a la Historia de España la convicción de que es necesario que el poder
real sea un poder central, efectivo y superior. Se dice y se escribe mucho
sobre que Fernando el Católico es el verdadero modelo del príncipe
maquiaveliano y yo, desde luego, no lo niego. Pero no hay que olvidar que en la
eclosión de un nuevo poder siempre hay que tener en cuenta la actitud del
viejo, que puede resistirse a ello o puede colaborar con los tiempos que
llegan. Carrillo se puso del lado de esta segunda tendencia y, sin él, la causa
isabelista habría perdido pie varias veces, aunque sólo sea porque Fernando de
Aragón entró en el club prometiendo apoyos efectivos a la causa de su mujer que
apenas pudo prestar a causa de lo comprometidas que estaban las cosas en su
casa.
El proceso de creación de España,
por lo tanto, tiene dos arquitectos: uno, lógico mal que nos pese, era un
arzobispo que quería ser cardenal; a nadie puede extrañar que las tendencias
centrípetas de un Estado español centralizado nacieran en el seno de los
hombres de la Iglesia. El segundo de los arquitectos es Juan de Aragón, el rey
de la nación teóricamente rival, y que es el primer tío listo en toda esta
Historia que entiende que, por usar una metáfora que fue usada muy repetidas
veces en el ámbito religioso durante las querellas sobre la naturaleza de
Cristo, Castilla y Aragón, lejos de ser, como siempre se decía, agua y aceite,
eran, en realidad, agua y vino. Esto lo entendió un tipo que, en su juventud,
había sido un gañán que, haciendo pandi con sus hermanos, la mayoría peores que
él, había intentado rapiñar Castilla en su propio beneficio; y que había
aprendido alguna que otra cosa siendo rey consorte de Navarra, un reino que,
históricamente, ha apostado por la negociación y el entendimiento para lograr
su supervivencia primero, y la de sus fueros, después.
¿Mereció la pena? La respuesta ya
se la dejo a cada lector, porque si algo queda claro cuando te tomas unas cañas
con varios españoles es que hay casi tantas maneras de vivir el hecho de serlo
como seres vivos con NIF. Supongo que a unos cuantos, el hecho de que la
llegada al poder de Isabel de Castilla fuese abiertamente sediciosa en muchos
puntos y perlada de ilegalidades les vendrá muy bien; es algo típico de quien
se mueve por la Historia con dos de pipas, ignorando que este tipo de movidas
son, más bien, lo habitual en la Historia de las naciones. Habrá, asimismo,
quien considere que todo el proceso estuvo presidido por el deseo explícito de
crear la nación española, que también es algo exageradillo, pero qué le vamos a
hacer.
Para mí, la verdad, las cosas
están un poco en el medio de todo eso. Con Isabel de Castilla, España tuvo la
suerte, que desde luego no había tenido con su padre ni con su hermano, de
tener en el momento justo a la persona justa. En este sentido, si Gregorio
Marañón solía decir que el hecho fundamental para la Historia de España había
sido la muerte del infante Baltasar Carlos, yo más bien creo que el momento
crucial para la Historia de España es la muerte del infante Alfonso; muerte sin
la cual los muchos méritos, habilidades y capacidades de Isabel de Castilla se
habrían más que probablemente derrochado en alguna casa real extranjera. Yo no
creo, por ejemplo, que de haber vivido Alfonso, Isabel y Fernando se hubieran
casado, pues en su matrimonio nada tuvo que ver la atracción personal (por
mucho que apareciese después), y todas las motivaciones estuvieron ligadas a
una situación que, con Alfonso en el mundo de los vivos, habría sido otra; pues
siendo Alfonso rey de Castilla o candidato a serlo, Isabel no habría podido
aportar en su matrimonio apoyo alguno a los aragoneses en sus guerras contra el
francés.
Fue una circunstancia feliz, en
el sentido de que permitió el acceso al poder a quien no sólo lo quería, sino
que tenía la inteligencia y la voluntad de ejercerlo. Yo, la verdad, teniendo
como tenemos los españoles una lista de monarcas en la que la frecuencia de
abúlicos, inútiles, pasotas cuando no incapaces o directamente traidores, es
tan elevada, creo que no estamos en condiciones de despreciar los momentos en
los que el rey resulta ser suficientemente listo y, como dicen las notas
colegiales modernas, es capaz de progresar adecuadamente.
Isabel fue votada en este blog la
persona más importante de la Historia de España. Por algo será, por algo es.
Aquí hemos dejado 65 páginas de palabritas que pretenden ser una torpe
introducción al tema.
Me la acabo de leer de un tirón. Muchísimas gracias por escribirla.
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