Otros escalones de esta escalera:
Enrique, el que a todos contentaba
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
Una boda en pecado, un legado papal corrupto, y el momento más bajo para los esposos
Guerra de bebés
Una carta encendida y varios golpes de suerte
El Borgia entra en juego
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
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Guisando
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Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
Una boda en pecado, un legado papal corrupto, y el momento más bajo para los esposos
Guerra de bebés
Una carta encendida y varios golpes de suerte
El Borgia entra en juego
Cuando Isabel de Castilla firmó su conformidad al proyecto
de Cabrera de visitar a Enrique IV en Segovia, el 15 de junio de 1473, lo hizo sola, pues Fernando estaba una vez
más ayudando en Jordilandia, ya que su padre estaba en Perpiñán
rodeado por franceses. Sin embargo, contaba con el hecho de que la opinión
pública castellana, por llamarla de alguna manera, olía cada vez con mayor
claridad su condición de ganadora en el conflicto con el rey Enrique; aquel
verano fueron varias, e importantes, las ciudades que se decantaron a favor de
la infanta. Más aún, durante aquellas semanas llegó la última prueba, por si la
charlotada de Enrique Fortuna no fuese ya bastante evidente, de que Enrique
había perdido la partida: Pacheco contactó con el bando de los esposos para
ofrecer su lealtad, a cambio, eso sí, de emparentar con Juan de Aragón mediante
la boda de una de sus hijas.
Abrumado por los hechos de un
apoyo cada día más claro en las espaldas de Isabel, el propio Enrique empezó a
negociar con la idea de que había perdido la partida. A finales de año, el rey se fue a Segovia,
con la intención de pasar las fiestas cazando en Balsaín. Allí tuvo una entrevista
con Beatriz de Bobadilla, la mujer de Cabrera que era, además, una de las
mejores amigas de Isabel de Castilla. Fue esta mujer la que, finalmente, le
comió la oreja al rey con que la paz tenía que retornar a Castilla, que era
necesario que perdonase a su medio hermana por todas las cosas que hubiera
hecho y se reconciliase con ella. Enrique, más que probablemente harto de todo
aquello, accedió.
El 27 de diciembre de 1473, una
campesina pobremente vestida llamó a las puertas del palacio de Isabel en
Aranda de Duero. Una vez dentro, informó de que era Beatriz de Bobadilla, y que
quería ver a la dona. Traía el mensaje de Enrique aceptando una reunión entre
ambos.
Cuando se produjo este encuentro,
Fernando se encontraba en Aranda desde hacía días, tras haber regresado de
Aragón en loor de multitud por su resonante victoria en Perpiñán, que había
obligado al rey francés a llegar a un acuerdo sobre la Cerdaña y el Rosellón.
El principal problema que
presentaba la reunión de Segovia eran las garantías. Cabrera se había puesto en
contacto con Isabel y Fernando para decirles que, en lógica medieval, deberían
dejar a alguna persona en prenda de la buena fe del encuentro; y esa persona
debería ser la hija del matrimonio, Sabelita. Tanto Fernando como el arzobispo
Carrillo encontraban razonable la condición, pero no así Isabel. El caso es que
le dijo tanto a su marido como a su asesor que no es no. Ésta fue la primera ocasión de importancia en la que
Fernando se habría de encontrar con una realidad para él inesperada. Él, que
era aragonés, iba a experimentar la terquedad de su señora, muy por encima del
zaragozano medio. Fue la primera vez, pero no la última, en la que Fernando
habría de quejarse, en la cara de su mujer, de que a veces era más fácil
razonar con una mesa de escayola que con ella. Literalmente, donde las dan, las
toman. Beli se quedó en Aranda, tomando papillas.
Las discusiones en torno a la
pretendida entrega en prenda de la hija de Isabel retrasaron en exceso el gesto
de ir a Segovia. Isabel y Carrillo llegaron a la ciudad el día de Inocentes de
1473; pero entonces hacía 48 horas que el rey, cansado de esperar, se había
marchado a Balsaín a cazar. Los visitantes, pues, fueron recibidos por Cabrera,
el conde de Benavente y Beatriz de Bobadilla. Se envió un mensajero al coto de
caza para que el rey supiera de la llegada de su hermana, y esa misma tarde
Enrique estaba ya en el alcázar, frente a Isabel.
Fue el encuentro entre un rey
gastado de 49 años y una mujer de 22, en la flor de la vida, con ganas además
de, literalmente, comerse el mundo. Tuvieron dos entrevistas personales: una
por la tarde y la otra después de cenar. En ellas, Isabel, además de hacer
profesión de fidelidad hacia la figura de su rey y señor y todo eso, le exigió
que cumpliese lo prometido en Guisando. Enrique se limitó a decirle a su
hermana que estaba encantado de verla. Un par de días después, los hermanos se
dejaron ver por Segovia, el rey caminando y llevando las riendas del caballo
que montaba la infanta. En esencia, por lo tanto, con la visita a Segovia Enrique
intentó eso que hoy se llama “ganar el relato”, convenciendo a los segovianos,
y por extensión a los castellanos, de que ambos hermanos se habían
reconciliado; ahora bien, en lo tocante a la chicha, no hubo nada, pues por
mucho que conversaron las dos reales personas y sus, digamos, equipos técnicos,
el rey de Castilla se negó siempre a aclarar su postura sobre la sucesión en el
trono.
Fernando, mientras tanto, había
quedado en Sepúlveda, esperando instrucciones. El 1 de enero de 1474, Isabel lo
invitó a dejarse caer por Segovia para saludar a su medio cuñado. Todos los
indicios, incluso las propias cartas de Fernando, apuntan a que al rey le
agradó aquel joven aragonés.
Todos parecían estar haciendo el
paripé de que la movida se había resuelto, cuando no se había resuelto nada. De
los labios de Enrique no había salido ni una palabra asumiendo los derechos
sucesorios de Isabel y, por otra parte, si bien en ese momento la suerte
parecía estar del lado de ésta, las cosas podían torcerse. La paz entre Aragón
y Francia bien podría revelarse como frágil e imposible si, por ejemplo, algo
le pasaba a Carlos el Temerario que le permitiese al halcón francés volver a
apuntar sus garras hacia Cataluña. Buena parte de la fuerza del partido
isabelista, además, se basaba en el hecho de que en Roma hubiese un Papa
partidario de sus postulados; pero, ¿y si moría repentinamente, hecho que no
sería en modo alguno extraño en esos tiempos? (Ni en los actuales; y, si no, que
se lo digan al ignoto Juan Pablo I).
Todo, pues, estaba en el aire.
Pero todo el mundo hacía como si fuesen hermanos y estuviesen felices de
quererse. En este entorno, el domingo 9 de febrero, Cabrera invitó al rey y al
matrimonio de Isabel y Fernando a un banquete. La paella se serviría en casa
del obispo de Segovia, Juan Arias Dávila; lo cual era toda una garantía pues,
de toda la vida de Dios, desde que existe la Santa Iglesia Caótica, Opustólica
y Romántica, en cada ciudad del mundo la casa donde mejor se ha comido ha sido
la del señor obispo.
Allí, los invitados se pusieron
como El Tenazas comiendo de todo y, tras terminar la colación, pasaron a un
salón adyacente para comerse los postres y los quesos, mientras una orquestina
renacentista les tocaba cositas de Bisbal. Estaban en ésas, ya entrada la tarde,
cuando repentinamente el rey, sentado en una silla superior, se dobló de dolor
sobre un costado. Los cortesanos presentes llamaron al SAMUR a toda hostia y se
lo llevaron al Alcázar. Esa noche toda Segovia era un hervidero de rumores
sobre el envenenamiento del rey.
Fernando e Isabel velaron frente
a la habitación del rey esa primera noche, y muchas que le siguieron.
Formalmente, lo hicieron por amor hacia su querido hermano y cuñado. En la
verdad de las cosas, para qué vamos a engañarnos, todo lo que es importaba era
que el puto viejo soltase una palabra en favor de los derechos dinásticos de
Isabel; después de eso, como si se moría de una diarrea de ositos Haribo;
porque eso que escribía Isabel en sus cartas de que sentía hondos amor y
respeto por su rey no creo que pretenda que nos lo creamos.
Isabel y Fernando, además, se
encontraron con un postrer enemigo: Pacheco. El otrora mano derecha del rey, dizque reconciliado con Isabel, estaba
en Cuéllar, refugiado entre sus parciales, y desde allí le escribió mensajes al
rey en los que le venía a decir que no fuera tan maula como para creer que
su enfermedad la había traído la naturaleza. Le insinuaba, pues, que había sido
envenenado, y el culpable no podían ser más que los esposos, aliados con
Cabrera.
El rey Enrique nunca se recuperó
del todo. Con las semanas dejó de ser un enfermo dependiente y las crónicas nos
dicen que se vestía él solo y eso; pero tenía frecuentes episodios de diarrea y
meaba sangre de cuando en cuando. Se ha dicho que podría haber sufrido diversas
enfermedades naturales, entre las cuales, por lo que he leído, la que más
boletos tiene es la diverticulitis. Eso, o el envenenamiento, claro.
Otra cosa que pasó es que el
Trastámara cambió claramente de parecer en cuanto al objetivo de reconciliarse
con su hermana y su cuñado. Probablemente sintiendo el aguijonazo de la duda
sobre su posible envenenamiento, su voluntad de reencuentro ya no fue la misma,
y su distancia respecto del tema de la sucesión, total. Además, desde Cuéllar,
quien yo creo que había juzgado que la posibilidad del envenenamiento le daba
al rey la oportunidad de ponerse cabrón, animaba a Enrique a detener a Cabrera
y a los esposos. Ese golpe, sin embargo, lo paró Mendoza, quien, aprovechando
que nadie en la Corte conocía su cambio de bando, le comió la oreja a Enrique
sobre las graves consecuencias que tendría para Castilla cercenar la libertad
de una mujer a la que Enrique había jurado su sucesora.
Isabel no abandonaba el proyecto
de reconciliarse oficialmente con su medio hermano, pero Enrique era de otra
opinión. En marzo de 1474, abandonó Segovia. Los historiadores se han
preguntado si aquel gesto se debió a la volatilidad del rey o más bien a un
gesto calculado de Pacheco quien, de nuevo asesorando al monarca, lo presionó
para que no tuviera que despedirse oficialmente de Isabel, momento que tal vez
lo habría obligado a abordar el tema de la sucesión de alguna manera. Sea como
sea, Isabel quedó sola en Segovia, en compañía de Cabrera, quien le era fiel.
De alguna manera, pues, la candidatura isabelista se había hecho con el control
de la capital de facto del reino
castellano.
A esas alturas de la película, el
matrimonio ya no escondía que ya no se creían las idas y vueltas de Pacheco.
Era evidente que el cortesano estaba intentando salvar su posición preeminente
y, sobre todo, sus posesiones en Aragón, que sabía peligraban en el momento en
el que al frente de los dos reinos se encontrasen sus enemigos declarados. Así
las cosas, y un tanto a la desesperada, volvió a contactar con Alfonso V de
Portugal para explorar la posibilidad de revitalizar el proyecto de matrimonio
con Juana. El rey portugués, sin embargo, sabía lo suficiente de la suerte de
la política castellana como para dejar claro que sólo se avendría a discutir el
proyecto si se le garantizaba que Juana sería proclamada heredera del trono
castellano y, por lo tanto, él fuese rey consorte de Castilla en el momento en
que Enrique falleciera. Además, exigía que Juana llegase al matrimonio con una
sonora dote, de la que la perla tenía que ser la ciudad de Trujillo.
El 20 de junio Fernando de
Aragón, apoyado por tropas del duque de Alba, tomó la ciudad de Tordesillas,
que por cierto estuvo encantada de ser tomada, y la anexionó a la causa de su
mujer. La noticia de la pérdida de una villa que había sido, era y sería
fundamental para Castilla sumió al rey en una insondable tristeza; la cual no
es descartable que fuese la razón de su último acceso de debilidad. En contra
de los consejos de sus médicos, Enrique se fue a cazar a los montes de El Pardo
pero, estando allí, se dobló de dolor. Los vómitos fueron tan fuertes y
frecuentes que ni siquiera lo trasladaron al alcázar sino que lo refugiaron en
un monasterio. Cuando por fin Enrique pudo llegar al palacio de Madrid, estaba
extremadamente débil.
A Pacheco, sin embargo, un rey
enfermo no le servía de nada. Él necesitaba que Enrique se subiese a caballo y
se fuese con él de viaje, nada menos que a Trujillo. La vieja villa castellana
le había sido concedida por el rey a Álvaro de Stúñiga, pero Pacheco necesitaba
que fuese suya para poder aportarla dentro de la almoneda que preparaba para el
casamiento de Alfonso y Juana. Nunca había conseguido que el duque de Arévalo
soltase aquella perla, por lo que necesitaba que fuese allí el rey a
quitársela. A pesar de que Enrique no estaba nada convencido, el argumento de
que si no iba el matrimonio de su hija sería imposible acabó por convencerlo. A
finales de julio, en medio de toda la canícula, el rey se puso en marcha hacia
el sur. Sin embargo, casi nada más salir les llegó la noticia de que
Extremadura estaba azotada por la peste. Aun así se llegaron a Trujillo, donde
tendrían la oportunidad de comprobar in
situ lo débiles que eran ya sus pretensiones. El duque de Arévalo los
recibió con hostilidad e, incluso, Gracián de Sese, el alcalde de la ciudad,
les negó la entrada en ella.
Pacheco y Enrique pasaron casi
tres meses en la cercana aldea de Santa Cruz, tan sólo para comprobar en qué
medida era imposible alcanzar un acuerdo sobre la retrocesión de la villa de
Trujillo. Finalmente, Enrique, harto de la espera y del calor, que no puede
haberle sentado nada bien en su estado, regresó a Madrid.
Lentamente, nos acercamos a los
últimos actos de esta historia.
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