La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
A Italia
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
El rey de Castilla pierde la paciencia
La vía conciliar se abre camino
Los preparativos de Constanza
El 1 de
abril de 1407, Benedicto le había dado una concesión al rey de Castilla para cobrar tercias del diezmo eclesial en
beneficio de la corona. Esta concesión se hizo por tres años, pero
en 1410 fue prorrogada hasta 1412, con lo que la autorización se
extendió a Catalina de Lancaster, el infante Fernando y Leonor, su
churri. Sin embargo, ya no fue renovada. Los castellanos, sin
embargo, siguieron cobrándolas en 1413, pero al año siguiente el
Papa quería que esa pasta se gastase en la Iglesia, así pues retiró la
potestad (en la persona de Catalina pues Fernando, como hemos visto,
tenía otros destinos).
Esta
decisión provocó el cabreo de la Corte castellana. Catalina
pretextaba que necesitaba esa pasta para poder mantener la lucha
contra los caldeos, esto es los musulmanes, y así se lo hizo saber a
De Luna mediante una embajada de prelados que acudió a su encuentro
en Tortosa. El Papa aviñonés, finalmente, concedió la renovación
de las tercias, pero puso condiciones. En primer lugar, Catalina de
Lancaster debía declarar públicamente que las tercias de 1413 se
habían cobrado en fraude de ley; anularía todas las concesiones por
derecho hereditario sobre las tercias; y se concedía la exacción
durante un solo año. De Luna, demostrándose con ello mejor
informado de lo que había pensado Catalina, pretextaba que la
recaudación de las tercias era necesaria para paliar el hambre
provocada por las sequías; pero nada de guerra con el moro, pues las
cosas andaban muy pacíficas. Si el 1 de abril de 1415, por lo tanto,
no había estallado la guerra con Granada, las tercias quedarían
anuladas.
Da la
sensación de que la regente de Alencastre siempre pensó que aquel
anuncio era un farol. Debió de, por así decirlo, presupuestar el
año 1415 contando con la pasta de las tercias; pero se comió un
marrón de la hostia, y nunca mejor dicho, pues llegada la primavera
de aquel año, el Papa a cuya obediencia se prestaba Castilla cursó
una orden a los curas castellanos para que se quedasen la tercia una
vez recaudada y se la gastaran en las iglesias del reino. Catalina le
mandó una misión al Papa con una carta en unos tonos poco comunes
en el lenguaje diplomático; carta en la que acusaba directamente a
De Luna de haberse llevado parte de las riquezas de Castilla. El
aragonés, sin embargo, no cedió, y es mi opinión que acabaría
pagándolo, pues en la futura evolución de las posiciones
castellanas no sería en modo alguno ajena la movida de las tercias.
Pues todo, ya lo he dicho muchas veces en estas notas, es pasta. Lo
vestíamos, y lo vestimos, de polémica ideológica, de voluntad de
servicio al ciudadano, de necesidad histórica, de obra de Dios; pero
no deja de ser siempre el vil parné.
Es
posible que Pedro de Luna se hubiera mostrado más conciliador con
Catalina de Lancaster y los castellanos si hubiera sabido con
precisión, cosa que cuando menos en mi opinión no ocurrió, hasta
qué punto las cosas habían cambiado para él con el Compromiso de
Caspe. Fernando I de Aragón no era ni de lejos Martín el Humano y,
de hecho, la principal piedra sólida sobre la que había apoyado el
pie la Iglesia cismática en los últimos años, Aragón, estaba
empezando a licuarse. El obispo de Zamora, el señor de Híjar y
Pedro Falchs, los tres embajadores que envió Fernando a Constanza,
llevaban claramente la instrucción de impulsar la via
iustitiae que le gustaba a De
Luna, esto es, la entrevista entre los dos, o los tres, papas en
liza, hasta que tomaran una decisión sobre cuál era el auténtico;
seguida de la dimisión de los tres si, como todo el mundo esperaba,
no llegaban a ninguna conclusión tras un periodo pretasado de
tiempo.
Sin
embargo, los embajadores fernandinos llevaban otra instrucción: en
caso de no producirse acuerdo con sus interlocutores en Costanza,
debían aceptar la vía conciliar.
El rey
aragonés, por lo tanto, aceptaba ya de partida una opción templada.
Pero es que, además, estaba Segismundo, un tipo con bastante mala
leche que, como todos los cabrones malencarados pero inteligentes, manejaba muy bien
los tiempos y los detalles. Los tres embajadores aragoneses llegaron
en diciembre de 1414 a Lausana, creyendo que en la ciudad suiza iban
a encontrar, esperándoles, el salvoconducto imperial para poder
llegarse a Costanza. Pero no estaba allí. No estaban ni el
salvoconducto, ni el propio Segismundo. Así pues, los legados
siguieron hacia Shaffhausen, con peligro de sus vidas pues viajaban
sin salvoconductos y, si les pillaba la Guardia Civil, lo mismo hasta
se los podía apiolar pensando que eran quienes no eran, o que
estaban allí para alguna otra cosa (en la Edad Media, esto temas se
tomaba muy en serio). Fuero a Shaffhausen porque esperaban
encontrarse allí a Segismundo, camino de Costanza. Pero tampoco
estaba. El rey de romanos, de hecho, entró en Constanza el 25 de
diciembre, en loor de multitud; los pobres embajadores aragoneses no
llegaron hasta el 8 de enero y, además, entraron en la ciudad como
pordioseros pues Segismundo, interpretando que eran de obediencia
cismática (esto es, tomando un partido que estaba todavía por
aclararse) les negó homenajes y recibimientos.
Nada
más llegar Segis a la ciudad, Ottobonus de Bellonis, que era como su
Carmen Calvo pero listo, propuso una alianza triple entre el Imperio,
Castilla y Aragón, que fracasó porque los embajadores aragoneses
exigieron que el Papa quedase fuera de las obligaciones de las
alianzas y que éstas, en todo caso, no fueran nunca incompatibles
con los tratados entre Castilla y Francia. Segismundo, en ese
momento, procedió a dormir el partido; la razón es que estaba
esperando la renuncia de Juan XXIII y, si fuese posible, del propio
Gregorio, para así dinamitar cualquier via iustitiae
al presentarle a De Luna el hecho consumado de que sus otros dos
contendientes habían hecho ya lo que ahora se esperaría de él. El
3 de marzo, efectivamente, y al parecer después de discusiones muy
fuertes y escenas poco edificantes, Juan XXIII dio su brazo a torcer.
El 4 de
marzo, esto es 24 horas después de que Baltasare Corssa se quitase
de en medio en la carrera del papado unificado, los embajadores
aragoneses aceptan las condiciones para la entrevista entre Fernando
y Segismundo: sería antes de finales de junio en algún lugar a
medio camino entre Niza y Villafranca. Juan, señor de Híjar,
regresó inmediatamente a la península acompañado por Ottobonus. En
el camino, enterado por cartas de todo lo acontecido, Fernando le
escribió a Catalina de Lancaster, instándola a designar una
embajada castellana que participase en las conversaciones.
Segismundo,
sin embargo, no salió de Constanza hasta el 15 de julio de 1415. Fue
durante su camino que supo que el influyente condottiero
Carlos Malatesta había
conseguido arrancarle a Gregorio la renuncia a su cargo. El puzzle
montado por el emperador, pues, comenzaba a mostrar una imagen
coherente, en la que, en puridad, ya sólo faltaba una ficha, que era
el acuerdo con el rey aragonés quien, además, por razón de la
familia a la que pertenecía, se podía decir también representante castellano, de alguna manera. Recibió Segismundo cartas de Fernando
solicitándole que continuase hasta Perpiñán, por encontrarse él
muy enfermo y resultarle imposible viajar. Fernando entró en
Perpiñán el 31 de agosto de 1415, tras un viaje que le costó tanto
que, en realidad, sus físicos estaban convencidos de que iba a
diñarla.
Segismundo
llegó a la ciudad francesa 19 días después. La cosa comenzó bien,
pues Pedro de Luna ofreció muy buenas palabras para aquel diálogo.
Pero pronto acabó por percibirse claramente que el aragonés, nos ha
jodido, no pensaba renunciar (¿cuándo ha renunciado un aragonés a
algo?), por lo que, ante la atenta y divertida mirada de Segismundo,
comenzaron a desplegarse las disensiones (y los reproches) entre los
poderes temporales peninsulares (Castilla, Aragón y Navarra) y su
Santo Padre.
Parece
ser que el momento DEFCON 1 de aquella conservaciones se produjo el
22 de septiembre, cuando tuvieron una entrevista sin testigos
Fernando, Segismundo y De Luna. Ocurrió en la posada donde residía
el rey aragonés. Allí, los dos poderes temporales presentes
invitaron, sin ambages, al Papa para que renunciase. De Luna, sin
embargo, según las crónicas, dio largas. Entonces Segismundo acusó
a De Luna de haber engañado a Fernando, y éste se mostró de
acuerdo.
El Papa
aragonés perdía pie.
Fernando
designó una comisión de prelados aragoneses y castellanos para que
estudiase los documentos de abdicación de Juan XXIII y Gregorio XII,
que Segismundo había traído a Perpiñán. Fueron miembros de dicha
comisión Pablo de Santa María, obispo de Cartagena; y Álvaro de
Isorna, obispo de León, por Castilla. Y el arzobispo de Tarragona y
Berenguer de Bardaxi, por Aragón. Todos ellos eran de probada
fidelidad aviñonesa, lo que no les impidió adverar la plena
veracidad de las dimisiones que se presentaron a su estudio, lo que
les llevó a concluir que la cauterización del cisma estaba cercana
y sólo necesitaba la renuncia del tercero en discordia. El 10 de
octubre, Fernando dio una orden por la cual ninguna galera podría
salir del puerto de Perpiñán sin su orden expresa. Es la señal que
tenemos que de, para entonces, Fernando y Segismundo actuaban en
total sintonía.
Las
semanas que siguieron fueron incómodas y, al parecer, broncas por
algunas actitudes castellanas, aunque no son muy bien conocidas
(parece ser que un hijo de Diego López de Stúñiga asaltó la casa
del gobernador de Perpiñán, lo mató y maltrató a su hija, que era
priora de un monasterio; luego fueron a la casa del obispo de
Calahorra, donde se hicieron fuertes hasta que la quemaron). Sabemos,
eso sí, que Segismundo, fuera lo que fuera lo que pasara, acabó por
perder la paciencia y el 3 de noviembre salió de Perpiñán camino
de Constanza, donde decía que esperaba cerrar de una vez por todas
aquella mamonada. Fernando, por su parte, volvió a enfermar (de
hecho, la cascaría pronto) y en la ciudad cada vez se temía con más
fuerza que el Papa De Luna se las acabase arreglando para huir, lo
que complicaría notablemente la solución al cisma.
Segismundo
tuvo algunos retrasos y salió de Perpiñán el día 7 de noviembre.
Cuando lo vio partir, debilitado y acojonado, Fernando decidió que
las cosas no podían seguir así. Envió a un emisario castellano,
Diego Fernández de Vadillo, para que saliese a uña de caballo
detrás de él. Vadillo alcanzó a Segismundo en Salses, y allí le
transmitió la petición del rey aragonés de que se diese la vuelta,
prometiéndole que las cosas iban a mejorar. El rey de romanos, en
efecto, se detuvo.
Para
Fernando se había terminado el tiempo de los paños calientes. El 9
de noviembre, en Perpiñán, se entrevistaron secretamente los
infantes de Aragón, el conde de Foix, un hijo del rey de Navarra,
los embajadores castellanos y procuradores de los cuatro estados de
Aragón. Los castellanos eran Pablo de Santa María;
el merino Diego Fernández de Quiñones; Juan González de Acevedo y
Pedro Fernández de las Poblaciones. Inicialmente, la embajada
castellana había sido de seis miembros, pero dos habían tenido que
salir de Perpiñán por los incidentes que ya hemos contado.
El
acuerdo tomado entre estos reunidos, que claramente eran
representantes del sentir peninsular no portugués o, si se prefiere,
de las fuerzas españolas que se habían mostrado hasta entonces de
obediencia aviñonesa, fue que se le solicitaría a De Luna, por tres
veces más, que renunciase a la tiara papal; propuestas que, de
recibir tres negativas, llevarían a una sustracción de obediencia
definitiva.
El 10 de noviembre de 1415 le llegó a De Luna el burofax con el primero de estos requerimientos. El Papa aviñonés se marchó de Perpiñán a Collioure, desde donde respondió formalmente a Fernando I, en sentido totalmente negativo. El 11 de diciembre, como recibiera una nueva intimación, apoyada por los castellanos a pesar de que él había buscado la solidaridad de Catalina de Lancaster; intimación en la que, además, las admoniciones de Segismundo eran apremiantes, decidió De Luna salir de allí en barco. Fue desde el mismo donde hizo su famosa afirmación, Papa sum. El barco lo llevó a Peñíscola.
El 10 de noviembre de 1415 le llegó a De Luna el burofax con el primero de estos requerimientos. El Papa aviñonés se marchó de Perpiñán a Collioure, desde donde respondió formalmente a Fernando I, en sentido totalmente negativo. El 11 de diciembre, como recibiera una nueva intimación, apoyada por los castellanos a pesar de que él había buscado la solidaridad de Catalina de Lancaster; intimación en la que, además, las admoniciones de Segismundo eran apremiantes, decidió De Luna salir de allí en barco. Fue desde el mismo donde hizo su famosa afirmación, Papa sum. El barco lo llevó a Peñíscola.
Los
hechos, sin embargo, ya no le eran nada propicios.
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