El hundimiento
De Krebs a Demnin
El Brezal de Luneburgo
El
5 de mayo, el general Omar Bradley, que además de ser el jefe del XII Grupo de
Ejércitos de los Estados Unidos era la mano derecha de Eisenhower, tuvo un
encuentro con el mariscal Iván Konev, comandante del I Frente Ucraniano, en el
cuartel general de esta unidad, muy cerquita de Turgau. Ambos altos militares
se intercambiaron regalos, se dieron un banquete repleto de brindis (al sol) e,
incluso, Bradley condecoró al soviético. También cantaron Los Manolos.
En
la parte técnica de dicha reunión, Bradley desplegó un mapa que traía, en el
que estaban expresadas todas las unidades aliadas (occidentales) que estaban
desplegadas en ese momento en Europa. Claramente, el inocente Bradley, quien
tal vez, como su jefe militar supremo, George Marshall, también pensaba que
Stalin era un tipo de fiar, pensaba que los soviéticos responderían con la
misma información. Pero eso no fue lo que hizo Konev. Konev, en realidad, no
informó a Bradley de una puta mierda. El mariscal soviético se limitó a
preguntar hasta dónde pretendían avanzar las unidades estadounidenses que
habían entrado en Checoslovaquia. Bradley le contestó que pararían donde las
birras, esto es, en Pilsen. Ambos se quedaron callados unos segundos, hasta que
Bradley añadió: “... aunque estaríamos encantados de poder ayudar en la
liberación de Praga”; sugerencia que provocó la sonrisa de Konev, a la par que
el movimiento coordinado de su cabeza a derecha e izquierda, tan exagerado que algunos dirían que allí mismo había inventado el Pilates. “Eso”, recalcó,
“no va a ser necesario”.
Ambas
partes: Eisenhower haciendo de don Tancredo, y Konev (o sea, Antonov; o sea,
Stalin), exigiendo esa actitud, estaban, literalmente, vendiendo a la almoneda
la vida de decenas, si no centenares o incluso miles, de civiles checos. A
pesar de que Konev había adelantado un día su ofensiva sobre Praga, no podía ni
soñar con llegar a la ciudad antes del día 9. De nuevo, eran los
estadounidenses los que tenían la capacidad de llegar antes; pero ahora les
habían ordenado parar. Durante tres o cuatro días, pues, los checos tendrían
que enfrentarse por ellos mismos con la más dotada y temible unidad que quedaba en activo en el
Ejército alemán, el Grupo de Ejércitos del Centro.
La
cosa es que el camino de los soviéticos no era súper complicado, pero tampoco
estaba chupado. Debían iniciar su ofensiva en Riesa, una población a medio
camino entre Leipzig y Dresde. Necesitaban tomar Dresde para, así, poderse
mover por la autopista que pasaba por dicha ciudad hacia Praga. Luego, debían
hacer suyos los pasos por el Ore, fundamentales para llegar a la capital checa.
En total, cerca de 200 kilómetros, una marcha a pelo puta mientras otras
unidades ablandaban a los alemanes: el IV Frente Ucraniano, al mando del
mariscal Fedor Tolbukhin, en Olomouc; y el II Frente Ucraniano, al mando del
mariscal Rodion Malinowsky, en Brno.
Había
un problemilla más: la sublevación en Praga, contra lo que habrían esperado los
soviéticos, no era una sublevación
comunista. El Comité Nacional Checo, teórico coordinador de la resistencia, era
de corte prosoviético, sobre todo por la importancia que en el mismo jugaba su
vicepresidente, Josef Smrkovsky. Sin embargo, el levantamiento en el que había
participado, entre otros, el escocés Creig, había sido un levantamiento
totalmente espontáneo, que no respondía a ninguna jerarquía ni a ningún mando
previo; los comunistas, lamentablemente para ellos, se habían pasado de frenada. Para los soviéticos, pues, era crucial llegar cuando antes a Praga, y
ésta fue la orden que recibió Konev: avanzar a cualquier coste.
¿Por
qué habían ocurrido las cosas así? Pues por la simple razón de que los
checoslovacos, en realidad, no estaban ilusionados con un avance, el soviético,
que en puridad no conocían; lo que verdaderamente los galvanizó fue saber que
los estadounidenses estaban a poco más de 50 kilómetros de la capital.
Patton,
un general bastante fracasado que al final de la segunda guerra mundial se
estaba volviendo cada vez más caprichoso e impredecible, había cruzado la
frontera checoslovaca el día 4 de mayo. Nada más pasar la tierra de los
sudetes, donde por lógica fueron recibidos con poco entusiasmo (como en el chiste del vasco sobre Dios, la verdad es que no eran muy partidarios), comenzaron a
cruzar pueblos donde faltaba poco para que les tirasen las bragas como a
Jesulín de Ubrique. A finales de esa mañana, en Pilsen y en Praga ya se sabía
que los estadounidenses estaban avanzando por el país, como también se conocían
las noticias de la rendición del Brezal de Luneburgo. Esto fue lo que movió a
los civiles a levantarse contra la Wehrmacht y las SS; no, desde luego, la
previsión de que, cinco días después como
muy pronto, los soviéticos estarían allí para liberarlos. Al final del día
4, las unidades de Patton estaban ya en disposición de detenerse, como se les había ordenado, en Pilsen.
Como
ya hemos dicho, las anotaciones del diario de Patton correspondientes al día 5
dejan poco lugar a la duda en el sentido de que el general estadounidense
consideraba que más tarde o más temprano recibiría una llamada de sus mandos
ordenándole ir más allá de Pilsen. Pero no fue eso lo que ocurrió. Lo que
ocurrió fue que Omar Bradley, su inmediato superior, lo llamó, pero para
recordarle que la línea Pilsen-Karlsbad-Budejovice era sagrada.
Patton,
sin embargo, se había convertido en alguien impredecible. Todo parece indicar
que el general Sangre y Pelotas, como
lo solían llamar sus soldados (“luchamos con nuestra sangre y con sus
pelotas”), estaba pensando en otra cosa. De hecho, sabemos que el general
Irwin, uno de los jefes de unidad de Patton, recibió más o menos al mismo
tiempo la visita del jefe de Estado Mayor del general, Hobart Gay, quien le
instruyó para que preparase el ataque a Praga, usando para ellos la IV División
Blindada, y la V y CX de Infantería.
En
su diario del día 6, Patton toma nota de lo que los gritos (yo siempre he
supuesto que debieron serlo, por ambas partes) de Bradley habían dejado claro.
El general Bradley, dice Patton, me comunica que Eisenhower quiere respetar la
línea de Pilsen, porque no hacerlo podría suponer international complications. “A mí me parece”, apostilla el
general, “que, siendo América la gran nación que es, debería dejar a otra gente
que se preocupase por las complicaciones”. Una forma elegante de escribir: si
las complicaciones son los comunistas, joder, que les den.
De
madrugada del día 6, los estadounidenses todavía luchaban para tomar Pilsen. La
unidad de vanguardia, el XXIII Escuadrón de Caballería de la XVI División
Acorazada, tenía delante al VII Ejército alemán del general Hans von
Obstfelder. Con las primeras horas de la mañana, la joya de la corona de este
ejército ya sin medios, la XI División Panzer, se rindió a la XXVI División de
Infantería estadounidense; en realidad, llevaban dos días ya mandándose
whatsapps en secreto. Pilsen era ya de los aliados, y en ella entró, como en la
mantequilla, la tropa americana; ya que su defensor, el teniente general Georg
von Majewski, una vez que supo que la Pánzer se había rendido, comenzó a
transmitir que él también quería.
El
coronel de la XXIII de Caballería Charles Noble, que tenía orden de quedarse en
las afueras de Pilsen, estaba en las mismas a las siete de la mañana. Cuando
vio que los alemanes dejaban de disparar y sacaban banderas blancas, decidió
avanzar hacia el mismo centro de la ciudad. En realidad, sólo tenía 2.500
soldados para 10.000 alemanes en la ciudad, pero el entusiasmo de la gente hizo
su trabajo. Cuando llegaron al centro de la ciudad, fueron saludados como
liberadores, y todo acabó.
A
las 10,30 de la mañana, controlado ya incluso el aeropuerto, no quedaban trazas
de resistencia alemana en Pilsen. Como escribiría el general Franco, las tropas
estadounidenses habían alcanzado sus últimos objetivos.
No
para Patton.
El
general Patton y Eisenhower eran viejos amigos y camaradas desde hacía más de
veinte años cuando comenzó la segunda guerra mundial. En realidad, eran más que
amigos, porque Ike había sido el
protector de un Patton que tenía problemas a la hora de ajustarse al plan de un
militar de carrera que haga las cosas bien. En 1943, en un hospital en Sicilia,
Patton había abofeteado a dos soldados que sufrían estrés postraumático por
considerarlos unos cobardes; allí se pudo acabar su entera carrera militar con
mando en tropa si Eisenhower no hubiera estado al quite. Para ser exactos, con
el Código Militar estadounidense en la mano, Patton nunca debería haber mandado
en tropa alguna después de aquello; pero Eisenhower, que conocía sus excelentes
virtudes como estratega, no quería prescindir de él porque necesitaba
victorias.
Falto
de tacto, a menudo insensible a los problemas de sus inferiores, Patton era uno
de esos militares que, como Julio César, era incapaz de arengar a su tropa sin
soltarles un rosario de borderías, palabras gruesas y ese machismo de brocha
gorda que durante tanto tiempo se tomó como timbre de valentía. Como
consecuencia, en realidad Patton era un militar tan querido por sus tropas como
fuente de desconfianza entre sus iguales; y entre todos ellos, más que ninguno
su superior estratégico, el general Omar Bradley.
Después
de la batalla llamada de las Ardenas, cuando comenzó a estar más que claro cuál
sería el final de la guerra, Patton fue progresivamente cambiando de enemigo.
Ahora ya no fremía contra los nazis, sino contra los comunistas, a los que
llamaba mongoles sin recato. Que fuese a dar la puta casualidad que fuese él
quien estuviese en condiciones de disputarle Praga al Ejército Rojo no hacía
sino poner las cosas peor.
Sin
embargo, se podría decir que durante toda la guerra los aliados no habían
encontrado el momento de relevar a Patton. En primer lugar, a despecho de las
muchas dificultades que había tenido que enfrentar, Patton había mantenido
durante toda la guerra la moral de sus tropas en una excelente situación, y su
hoja de servicios era impresionante. Sólo en los últimos meses de la guerra,
había dirigido cuatro asaltos en el Rhin, había capturado más de una veintena
de ciudades, había liberado dos campos de concentración (Ohrdruf y Büchenwald);
había interceptado un cargamento de oro en Merkers que los alemanes estaban
intentando escamotear y había hecho casi 300.000 prisioneros entre los alemanes.
Aquel
día 6, Patton había escuchado ya las llamadas en inglés de Creig desde Radio
Praga (y, milagrosamente, las había entendido, es decir, no había confundido el
acento escocés con el checo coloquial, que es algo que pasa mucho). Así pues,
había enviado a un pequeño destacamento, al mando del capitan Eugene Fodor, con
la misión de tomar contacto con los resistentes. Fodor, un tipo hábil sin duda,
se las arregló para llegar a Praga, localizar a varios líderes de la
resistencia, entrevistarse con ellos y salir de la ciudad. En la misma mañana
del 6, estaba reportando a Patton. El mensaje principal que sacó Fodor de Praga
era el convencimiento de los checos en el sentido de que los alemanes serían
mucho más proclives a rendirse si los que aparecían por la ciudad eran los
estadounidenses y no los soviéticos.
Patton,
al parecer convencido de que la actitud de Eisenhower y Bradley ante el fait accompli sería meramente aceptarlo
y aprobarlo, ordenó avanzar. Sus órdenes eran no avanzar más allá de cinco millas
pasando Pilsen, y sólo en misiones de reconocimiento. Pero en la tarde del día
6, tanto la IV como la XVI Divisiones Acorazadas estaban ya incumpliendo
flagrantemente esa orden.
Para
entonces, además, la rebelión en Praga estaba haciendo su trabajo. La gente, en
las calles, no se recataba ya de arrancar de las paredes los carteles de
propaganda nazi. En la tarde del día 4, en la estación de la ciudad, un tren de
prisioneros estaba preparado, y una multitud se presentó allí para intentar
liberarlos. Un soldado alemán apuntó a la masa con su arma y recibió un disparo
de un policía checo. Pero el ambiente era más general. En la tarde del 4, por
ejemplo, los tranviarios de Praga se negaron a aceptar marcos alemanes en pago
por los billetes, o a anunciar las paradas en alemán. La gente, ya descarada,
comenzó a colgar de los primeros balcones las banderas checoslovaca, inglesa o
estadounidense. Algunos soldados alemanes que tuvieron la torpeza de caminar
solos por la calle fueron abordados por grupos de ciudadanos, que los
desarmaron.
A
las 6 de la mañana del día 5, y por primera vez desde la ocupación, Radio Praga
comenzó a emitir en checo. Cada vez había más banderas en las ventanas y, a
mediodía, una manifestación se concentró en el centro de la ciudad, en la plaza
de Wenceslao. El Comité Nacional Checoslovaco, de inspiración comunista, que
hasta entonces no había controlado el movimiento, decidió actuar. Formaron un
convoy de resistentes que se desplazó a Radio Praga y al Ayuntamiento,
disparando a los alemanes que se encontraron. Las tropas germanas resolvieron
retomar el edificio de la radio, que estaba rodeado de barricadas, y lo
asediaron. A las 12,33 horas, desde la emisora se lanzó un mensaje de auxilio,
dirigido a los propios checos. Fue el comienzo de la rebelión propiamente
dicha.
Los
rebeldes lograron hacerse rápidamente con el control de varios edificios en la
capital. A las dos de la tarde, el Comité Nacional anunció que el viejo
protectorado de Bohemia y Moravia, inspirado por los nazis, había sido
ilegalizado, y que ellos se constituían en gobierno legítimo del país. En el
edificio del Ayuntamiento ondeó la bandera nacional.
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