El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas
Lo de América
Lo de Marruecos
Lo del gobierno
Si hay un capítulo de eso que normalmente llamamos “gestión
gubernalmental” en que el Carlos III se merece ese calificativo de
excelente rey de España que, por lo general, se le otorga (todo sea
dicho) con demasiada liberalidad, ése el terreno económico. Y
ciertamente, Carlos III es el primer rey de la Historia de España
(que ya le vale a los Habsburgo) que se da cuenta, propiamente, de
una perogrullada que, desgraciadamente, todavía a día de hoy hay
que ir por la vida explicando a más de un jefe de gobierno,
ministro, diputado o director general. Lo dice muy claramente
Floridablanca en una de sus instrucciones de gobierno: “Se ha
empleado siempre más tiempo y desvelos en la exacción y cobranza de
la Real Hacienda que en el cultivo de los territorios que los
producen y en el fomento de sus habitantes”. Dicho de otra forma:
al político español, en promedio histórico, lo que le preocupa es
que se paguen los impuestos; eso de hacer políticas para que la
gente esté cada vez en mejor situación de pagar esos mismos
impuestos, mutatis mutandis, se la pela.
Pero eso no fue lo que pasó en la segunda mitad del siglo XVIII. En
dicho siglo, si había un proyecto de país, una labor en la que todo
el mundo creía (es, obviamente, una generalización; pero no lejana
de la realidad), ésa era la misión de hacer a España más rica; de
cebar el PIB, diríamos hoy. Es, ya lo he dicho, la primera vez en la
Historia de España en que el objetivo de hacer que España mejore la
cantidad y calidad de sus habitantes es un objetivo de gobierno.
La labor ilustrada de Carlos III consistió, básicamente, en
desbastar al burgués español de sus condenas, en limpiarle la mugre
de puta mierda. Se legisló, por ejemplo, algo tan sencillo como que
las personas hidalgas que decidiesen dedicarse a actividades
industriales no perdiesen por ello su alta condición, cosa que sí
que había ocurrido hasta entonces, y es por eso que tanto viejo
hidalgo español se dedicaba a vegetar en su finca descolorida,
acompañado de su lanza en astillero, su antigua adarga y su modesto
podenco.
Asimismo, otra cosa que buscó con ahínco la monarquía española,
en el entorno de un mundo crecientemente globalizado, fue proteger a
la economía española mediante medidas proteccionistas. Asimismo,
también decidió luchar contra las rigideces gremiales y
excesivamente ordenancistas que pesaban sobre las actividades
económicas. Liberar a las actividades del yugo de los esquemas
gremiales supuso un cambio de tal calibre que, en 1781, el gobierno,
en un gesto totalmente inusitado en nuestro devenir (imagínese el
día de hoy, sin ir más lejos), se vio obligado a publicar una
cédula en la que le recordaba a las industrias y artesanos del país
que era necesario respetar las fiestas preceptivas. La gente,
pues, curraba los domingos, curraba los días de fiesta, curraba los
puentes. Así estaba el tema.
De 1778 data la protección de la industria textil, mediante la
prohibición expresa de importar gorros, guantes, calcetas, fajas y
otras manufacturas de lino, cáñamo, lana y algodón. Esta medida,
por cierto, buscaba proteger la industria de determinadas partes del
país, notablemente Cataluña; pero también hay que resaltar que
tenía el confesado objetivo de incrementar la ocupación
femenina.
Si el comercio era la gran piedra angular de la política económica,
eso convertía al contrabando en el gran problema de España. En este
punto, la Administración adoptó un punto de vista notablemente
pragmático, y tomó la decisión de tomar a los contrabandistas a
sueldo del Estado para que lucharan contra eso que ellos sabían
hacer tan bien, después de haberlos indultado de sus pasados
delitos. Por algunos documentos oficiales sabemos, sin embargo, que
estos contrabandistas perdonados y contratados regresaron por sus
andadas y se asociaron con bandas que seguían en el negocio.
En todo caso, y con carácter general, el gobierno de Carlos III se
destacó, yo diría que por primera y casi única oportunidad
en la Historia y el presente de España, por su obsesión
hacia la retirada o la mitigación de las trabas existentes para las
labores del personal. Entre estas medidas, para desgracia de la
historiografía catalana que de alguna manera necesita encontrar en
el pasado un enfrentamiento y una discriminación permanentes,
destaca de forma especial el decreto de la libertad del comercio con
las colonias americanas. En este punto Carlos, que en buena medida
seguía la pragmática de su padre, lo que hizo fue combinar dos
efectos convergentes: por un lado, el hecho de que, en un mundo
crecientemente globalizado y de progresivo desarrollo de las
colonias, el mantenimiento de los monopolios de comercio con el
continente se hacía más impracticable, como pronto comprobaría
dolorosamente la metrópoli londinense; y, en segundo lugar, ese
espíritu, nuevo en nuestra Historia y que como digo lamentablemente
ha tenido poca continuidad, según el cual lo que importa es que la
caja se llene de monedas; quién las gane es lo menos relevante.
De 1765 es la primera medida de importancia, aquélla que dio
libertad a diversos puertos españoles para comerciar directamente
con las Antillas españolas, Campeche, Santa Marta y Río de Hacha.
En 1778, dicha libertad de comercio se extendió a todo lo gordo:
Buenos Aires, Chile y Perú. Ese mismo año, el 12 de octubre, se
promulgó el reglamento que otorgaba la libertad total de comercio.
La entrada de diversos jugadores en el tablero comercial colonial
hizo crecer, por sí solo, el tema de la financiación del comercio.
Se hacía necesario incrementar la capacidad de hacerle llegar a los
comerciantes los recursos necesarios para poder realizar sus
operaciones en condiciones de riesgo aceptables; y fue por eso que
Floridablanca decidió que era momento de poner a funcionar una idea
que, la verdad, ya llevaba mucho tiempo rondando la cabeza de los
teóricos y arbitristas, como era la creación de un banco nacional.
La apertura de hostilidades con Gran Bretaña, sin embargo, cambió
las cosas. La función del banco nacional como proveedor de
financiación para el propio Tesoro y sus funciones monetarias, que
la verdad en un primer momento eran secundarias, fueron las que
saltaron al primer plano. La guerra generó una rápida crisis del
comercio indiano, lo cual hizo necesario mejorar la financiación de
estas operaciones. Asimismo, como también se debilitó notablemente
la provisión de metales para la emisión de moneda, el banco debió
plantearse la emisión de billetes que sustituyesen provisionalmente
a ese dinero.
En realidad, no se trata exactamente de la emisión de billetes como
ahora mismo la consideramos. Aquellos billetes eran más bien una
mezcolanza entre billete y pagaré, pues no se distribuían a la
circulación fiduciaria general, sino se que se entregaban a título
de préstamo a los comerciantes que fuesen capaces de acreditar
saldos vivos en las colonias que, por razón de la guerra, no se
podían liquidar. Este crédito rendía un interés del 1,5% y venía
acompañado por una fuerte exigencia de garantía, puesto que el
comerciante debía aportar bienes y derechos por valor de un tercio
más del saldo presente en dicho crédito. Las operaciones de
apalancamiento del comercio con las colonias venían a ser, también,
como una especie de “minidesamortización” por la puerta de
atrás, pues se buscaba movilizar activos para la actividad
económica.
Para dar coherencia a esta operación se emitieron vales reales, que
fueron el primer papel moneda de la Historia de España. El gobierno
español formó un sindicato de banqueros españoles, holandeses y
franceses, que ofreció al Tesoro español nueve millones de pesos en
metálico o letras de cambio, que se compensaron con los vales
reales. Estos vales, sin embargo, pronto comenzaron a circular
significativamente depreciados, lo que impulsó el proyecto de crear
un banco nacional que pudiese aportar control al sistema. La memoria
para crear dicho banco se presentó el 22 de octubre de 1781, y su
autor fue Francisco Cabarrús. El banco se creó el 15 de mayo del
año siguiente, con la denominación de Banco de San Carlos.
Eso sí, además de la gestión económica, nadie puede negar que el
gran punto de popularidad del rey Carlos es ese apelativo que lo
considera el mejor alcalde que jamás ha tenido Madrid; apelativo
que, sin lugar a dudas, es meritorio, aunque la verdad es que la
competencia tampoco es muy dura.
El Madrid de Carlos III era una ciudad, digamos, hostil. Sus calles
eran estrechas, oscuras y húmedas. Estaban repletas de basura y muy
a menudo eran ocupadas en toda su anchura por carruajes diversos, que
obligaban a los viandantes (que, de todas formas, enfrentaban el
permanente riesgo de que les descargasen orinales desde las ventanas)
a apretarse contra la pared. Se decía en aquel entonces que los
únicos basureros de Madrid eran los cerdos de San Antonio, y era
cierto. El convento de San Antonio poseía una piara de cerdos, a la
que muy habitualmente dejaba deambular libremente por la ciudad,
consciente de que había tanta mierda en el suelo que los animales se
alimentaban solos.
Un elemento importante a tener en cuenta, y que a menudo se olvida,
es que lo que hizo Carlos III con Madrid no fue exactamente
modernizarla, sino desasnarla, por así decirlo. Para cuando el
Borbón llegó al Palacio Real, eran ya varias las ciudades de la
propia España que tenían distintos servicios de limpieza de la vía
pública; lo que se hizo por Madrid no fue otra cosa que evitar que
fuese la ciudad atrasada que era. Esto, la verdad, es una constante
en nuestra Historia, pues normalmente los residentes en Madrid (a
algunos de los cuales, por cierto, no nos gusta demasiado que se nos
identifique como madrileños) hemos tenido que escuchar al
politiquillo de turno cantar enormes alabanzas por la instalación de
paneles informativos del tiempo que falta para llegue el autobús,
servicios de bicis o cualquier movida de éstas que mejora la vida de
la ciudad; chulesca inauguración en la que es habitual que se
escamotee el dato de que se está implantando en Madrid cosas que en
otras ciudades del mundo la gente ya ni recuerda desde cuánto las
tiene a su disposición. Madrid es una ciudad a la que siempre le ha
costado ser pionera; es más bien pacata y tardana, pues tiende a tener alcaldes reactivos, que no creativos.
Antes de que llegase el rey Carlos, la verdad, la ciudad ya había
empezado a cambiar. La situación de la urbe era tan asquerosa,
decepcionante y vergonzosa, que fueron ya varios los intentos por
hacer que aquel albañal con cimientos se pareciese un poco a los
lugares donde vive gente civilizada. Felipe V levantó el Palacio
Real que hoy vemos (y que es un elemento fundamental para articular
urbanísticamente todo su entorno) y el ignoto Fernando VI construyó
el museo del Prado. Carlos III, por supuesto, fue el fautor de la
Puerta de Alcalá, sí, la de la cancioncita rayante de comunistas
millonarios.
Carlos III, sin embargo, es el gran reformador de Madrid, porque,
aparte de la puertita de las narices, se empeñó en que en Madrid se
construyesen otras cosas mucho más vistosas pero que tienen la
virtud de reducir cosas como la prevalencia del cólera. Me refiero a
los pozos para aguas contaminadas, eso que hoy llamamos arquetas,
diseñados para que los madrileños dejasen de vivir apenas a dos o
tres metros de distancia de la pura ponzoña, y de las ratas que se
suelen bañar en ella.
También inventó el rey las aceras de Madrid, que habrían de
darle a los peatones la posibilidad de deambular sin correr el
peligro de que un caballo les diese un bocado, un pisotón o una coz.
La ciudad se iluminó por la noche y se organizó una policía de
orden, que no era como la de ahora porque sí que castigaba las
prácticas prohibidas que veía.
También el rey le declaró la guerra a otras cosas que, con los ojos
de hoy en día, tal vez no molen tanto; me refiero al ocio. Hay que
tener en cuenta, sin embargo, que, si bien Carlos era poco propenso a
las expansiones populares por su natural austero (él, como era
feliz, era persiguiendo ciervos), las disposiciones tomadas en aquel
Madrid en aquellas fiestas populares, sobre todo las verbenas que se
celebraban en las vísperas de los grandes festivos de santos, se
enfrentaban a situaciones de enorme desorden. El Madrid de finales
del XVIII tenía una tasa de desempleo elevadísima, aunque sólo
fuera porque todo aquél que se encontraba cesante y que pensaba que
podía conseguir algún tipo de empleo público, se venía a la
ciudad a vegetar y a deambular mientras trataba de que alguien le
diese una coima.
El nivel de civilización de Madrid y, consiguientemente, de sus
fiestas, era muy bajo. Una célebre cédula de 1785 prohíbe a los
participantes en verbenas populares cosas como “provocar e insultar
a otras personas con expresiones lascivas y obscenas o excederse en
cometer acciones indecentes y demostraciones impuras”. Por lo
tanto, el observador de la Historia que pretenda obtener de dicha
observación otra cosa que las ideas preconcebidas que ya traiga de
casa, y que por supuesto esté dispuesto a ver el pasado con los ojos
del pasado (si lo que hace es ver el pasado con los ojos del
presente, entonces lo que está haciendo no es estudiar Historia,
sino montarse una novela); el observador de la Historia, digo, debe
tomarse las muchas disposiciones que alumbró el rey Carlos contra la
danza, contra las chirimías y orquestillas callejeras, contra
determinados espectáculos del gusto de la gente, y por supuesto
contra el juego, en el contexto derivado de la catadura de las muchas
gentes que se solazaban con esas diversiones, y cómo solían acabar.
A veces, para acabar con la rabia no hay otra que matar al perro.
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